Volviendo al desastre de Julcamarca, apuntaré que es de tristísimo recuerdo, por la terrible desgracia que sufrimos: mis hijas y yo habíamos llegado al pueblo cuando se desencadenó la más espantosa tempestad que puede uno imaginarse. Parecía que un cataclismo nos amenazaba.
Nosotras estábamos aterradas pensando en mi marido y en todas las infelices víctimas del furor de los elementos.
La lluvia era torrencial, los truenos ensordecedores; y los relámpagos y rayos impresionaban en la oscuridad de la noche. El ejército había sido sorprendido por la inclemencia más despiadada del destino.
El diluvio incesante entorpecía la marcha, y la tierra al desmoronarse arrastraba a los desgraciados al fondo de los abismos, sepultando a los soldados que ya no volverían a ver más la luz del Sol.
Yo temblaba por mi marido, quien siempre venía a la cabeza de sus tropas. Qué tremenda angustia pasé hasta que, a media noche, lo vi llegar pálido, casi helado, y con desesperación me dijo: “¡La adversidad me persigue, hasta la naturaleza me combate!”
Yo traté de reanimarlo; pero ni él ni yo pudimos dormir aquella noche desgraciada, la que pasamos en vela, esperando a los soldados y oficiales extraviados que iban llegando por grupos; algunos sin sus jefes, porque en la oscuridad y fragor de la tormenta no se oían las voces de mando y muchos quedaron perdidos en el fondo de los precipicios a causa de la tierra deleznable.
En la madrugada, cuando apareció el pálido Sol serrano, el cuadro del ejército era desolador. Los restos de los que habían salvado de esta horrible tempestad estaban acampados en la cima del cerro; es decir en la placita. Los pobres soldados, en el suelo, habían tendido sus ropas empapadas y desgarradas.
El gobernador Quevedo y la señora gobernadora, buena y solícita, se condujeron con cariño y generosidad, trayendo personalmente frazadas que les vi repartir entre los soldados que tiritaban bajo la humedad de la atmósfera. Aquellos gobernadores se portaron piadosamente para que los maltrechos patriotas cubriesen sus cuerpos desnudos.
Cáceres, al pasar lista, vio que su ejército había quedado en cuadro. Los 800 individuos de tropa se habian reducido a 400. El golpe había sido desconsolador.
La figura de Cáceres, alta, delgada y erguida, cubierta de su cubrepolvo de seda china, llevando en la cabeza el distintivo de los breñeros, el célebre kepis rojo, se destacaba en ese triste paisaje, donde sus pobres soldados entumecidos y agrupados en el suelo buscaban calor bajo un cielo descolorido. Cáceres, intensamente afligido, con los ojos humedecidos por lágrimas rebeldes, se inclinaba para acariciar y consolar a sus infortunados “hijos” hablándoles paternalmente. Les daba ese tratamiento por el gran cariño con que procuraba recompensar la abnegación de esos fieles muchachos que ofrecían sus vidas por el Perú, por el “Tayta”.
El sufría un momento de doloroso desaliento, pero muy pronto su fuerte voluntad se impuso al duro golpe de la suerte y levantando la cabeza que tenía inclinada, arengó a sus tropas, diciéndoles: “Veo que algunos cobardes me han abandonado; pero no importa. Me basta con ustedes, puñado de valientes, para triunfar. ¡Soldados! ¡Viva el Perú!”. La voz del “tayta” los conmovió y bravamente, olvidando el frío, el hambre y los dolores sufridos, repitieron llenos de entusiasmo: “¡Viva el Perú! ¡Viva el ‘tayta’ Cáceres! ¡Viva! ¡Viva!” y todos nuevamente alentados no pensaron sino en vencer.
Más tarde, se presentó de improviso una animosa cabalgata de jóvenes huamanguinos, o sea la elegante muchachada presidida por el Marqués de la Feria y el Conde de la Vega. En su mayoría eran antiguos camaradas de Cáceres, quien entre otros reconoció a Espinoza, Federico More, hermano del héroe, y una partida de veinte o más muchachos cuyos nombres no puedo recordar. Venían en hermosos caballos, ricamente enjaezados, con arreos y espuelas de plata labrada.
Lucían ricos ponchos de vicuña y sombreros de grandes alas. Traían el ardor de la juventud y el exaltado amor a la patria. En cuanto vieron a Cáceres, le preguntaron: “¿Y dónde está el ejército, mi general?”.
No sospechaban que esos pocos desnudos soldados fuesen los bravos de La Breña. Algo desconsolados, pues, al contemplar el diezmado pelotón, volvieron a preguntar: “Pero ¿dónde está su ejército, mi general?”.
Al fin, Cáceres tuvo que confesarles el tremendo desastre sufrido, pidiéndoles que guardasen absoluto secreto y que se volviesen en seguida a la ciudad, encargándoles a todos, especialmente a los vecinos del barrio de Carmenca, que lo ayudasen cuando él llegara, para develar la revolución del coronel A. Panizo, quien no había querido escuchar las repetidas llamadas de Cáceres para colaborar en la defensa del Perú.
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Moreno de Cáceres, Antonia. "Recuerdos de la Campaña de la Breña". Lima, 2014.
Saludos
Jonatan Saona
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