Visita al Perú
DISCURSO EN LA LEGACIÓN (*)
Señor Ministro, Señoras, Señores:
Recibo de vuestras manos amigas, con la más intensa gratitud, la distinción que me acuerda el gobierno del Perú, en cumplimiento de una ley del Congreso Nacional, como vencedor en Tarapacá y sobreviviente de Arica.
Las condecoraciones que recibo en este momento rememoran dos acciones de guerra que hacen altísimo honor al ejército peruano.
Tarapacá fué una victoria alcanzada tras el duro batallar de todo un día, entre dos fuerzas equilibradas por el número pero no por los elementos bélicos ni por las posiciones estratégicas, porque todo le era desfavorable a las armas del Perú representadas por tres mil infantes, sin caballería, ni artillería, contra tres mil soldados de las tres armas coronando la altiplanicie de Tarapacá, que domina la aldea en que habíamos acampado; pero las fuerzas peruanas escalaron las alturas, tendieron líneas y arrollaron con el empuje de su ataque a las fuerzas invasoras, que perdieron en el proceso de ese día, posiciones, artillería, banderas y prisioneros, que fueron toma dos en gran número en el progreso de la persecución. La conducta de las fuerzas peruanas fué honrosísima en aquel hermoso día del 27 de noviembre, si bien la victoria fué sangrienta porque dejó dos mil hombres de las dos banderas tendidos en la arena.
La mañana del 7 de junio no saludó una victoria, pero pudo presenciar sacrificios generosos con resplandores de triunfo, que aún iluminan la efigie de los mártires en el poema o en el bronce, en la gloria y en la inmortalidad. Esta cruz, con sus esmaltados verdes como las palmas que ciñeron la frente de Bolognesi, rememora aquella tragedia heroica que envolvió en manto de púrpura la meseta del morro de Arica; fué la noción estoica del deber desalojando a la noción subalterna de conservación que contiene el impulso del patriotismo y empaña el brillo del honor militar. Bolognesi no quiso contar los enemigos, por más que el parlamentario pretendiera hacer desfilar un ejército cinco veces mayor, una poderosa escuadra, y treinta bocas de fuego emplazadas estratégicamente para barrer la meseta con un huracán de plomo... pero más que la defensa, que todos conocéis y conserváis grabada en vuestros corazones, debe interesaros el héroe y sus últimos momentos, a los que me fué dado asistir. La mañana que recibió al parlamentario, su semblante expresaba profundos enojos, y al trasmitir a la junta los honores militares ofrecidos por el vencedor a los jefes y oficiales, Bolognesi no dudaba de sus capitanes pero tampoco de la temeridad del desafío. Cuando el voto explosivo de la junta rechazó unánimemente toda capitulación, la frente del anciano dilató su piel rugosa cruzada por surcos profundos, las cejas desataron el nudo sombrío, y brillando sobre su faz bronceada una grata sonrisa de paternal orgullo, su espíritu volvió a ser expansivo. Dió las gracias a sus jefes por la decisión de acompañarlo en el arrastre de su gloria, y luego dirigió al parlamentario aquella frase que aún repiten las cavernas sonoras de la montaña, el rugir de las olas embravecidas, el eco de aquel drama cruento: «Id a decir al General vencedor que quemaremos hasta el último cartucho en defensa de la plaza de Arica.»
Después... después todo fué sangre; el granito se cubrió de grana y el pueblo peruano vistió luto, porque no quedó un pedazo de aquel suelo donde no gravitara un herido o un cadáver. En los últimos momentos, cuando no había soldados que comandar, Bolognesi se desmontó del caballo, invitó a que lo imitaran a los jefes de batallón sobrevivientes y ocupando el punto céntrico de aquella pequeña línea, esperó, dando el frente, la entrada del vencedor; pero en ausencia de sus jefes, un pelotón de soldados enemigos saltó el corto parapeto formado de sacos de arena y a pie firme derribó de una descarga al héroe de la defensa. Sucumbieron con él, si no todos, casi todos los miembros de la junta, que habían quedado con vida en el combate. Un joven oficial del ejército chileno, el capitán Silva Arriagada, se abrió paso por entre la soldadesca, y haciendo brillar su sable sobre la tropa embriagada por el vaho de sangre, protegió a los heridos y a los prisioneros; pero desgraciadamente, el esforzado capitán había llegado tarde para Bolognesi. Entretanto la bandera bicolor seguía flameando en la eminencia del cerro rodeada de sus últimos defensores, sin que hubiera ninguna mano peruana que osara arriarla o deponerla del sitio en que la enclavara el brazo de Bolognesi; el palo, pasado el vendaval, presentaba los aspectos de un árbol comido de los acridios y su paño replegado sobre el asta yacía inmóvil e insensible a los vientos, desgarrado por el plomo enemigo.
Al Coronel Bolognesi lo ví y lo sentí caer; su busto provocativo y erguido, atravesado por múltiples proyectiles, se desplomó silencioso, sin un gemido, sin una protesta; el brioso batallador que se había multiplicado en la defensa, tuvo la muerte de un justo que anhela terminar después de llenar con gloria su misión en la tierra y en la patria; y volví a ver sobre su faz expresiva, la misma sonrisa estoica, con que acogiera la víspera, las aclamaciones de su junta. La gloria tiene unciones cariñosas con los espíritus que le están predestinados, y cuando llega, los corazones se expanden ante la muerte, y el alma se difunde en la visión etérea de los ideales y de los anhelos generosos de la patria y de su integridad.
El Perú va a consagrar la memoria del héroe y del mártir.
Donde quiera que vivan los soldados del Coronel Bolognesi deben acudir a Lima a presentarle las armas en el momento en que su nombre y sus hechos van a grabarse en el bronce de los inmortales. Yo aspiro, mis amigos, a cumplir ese deber inexcusable, realizando un voto ardiente de mi corazón.
Señor Ministro:
Os reitero mis agradecimientos al Perú; bien poco pude ofrecerle para el sostén y el apoyo de su causa; yo no era ni un veterano que pudiera presentarle mi experiencia o mi estrategia; a falta de otra ofrenda, me volví músculo, quise ser fuerza, y le entregué lo que tenía: mi caballo, mi sable y mi vida; el caballo lo mataron las descargas postreras; el sable se desprendió de mi brazo ensangrentado por la herida en el último fulgor de la pelea; mi vida no la quiso. El Perú me la devolvió en Arica, o por ser gentil, o por orgullo nacional, o porque quisiera recoger sangre de sus hijos y solo sangre de ellos en la cuenca enrojecida del Pacífico, o porque se propuso que hubiera un testigo extraño que pudiera comprobar la intrepidez y el arrojo de los soldados peruanos en la defensa de Arica y Tarapacá.
Y bien, señores, acabo de prestar declaración ante las nuevas generaciones que forman la posteridad de Bolognesi.
Señor Ministro:
Mis votos por el engrandecimiento del Perú. Miro con intenso júbilo su reacción y su despertamiento, su prosperidad creciente y su futura riqueza, yacente por tantos años en la entraña opulenta de sus cerros, en sus copiosos manantiales de nafta o en las gramíneas de sus valles fértiles. Aplaudo los sentimientos de concordia y de fraternidad que vinculan a dos sus hijos en la elaboración de su grandeza bajo la influencia de costumbres y gobiernos institucionales ejercidos por espíritus selectos y talentos preclaros, sobre la base del orden, de la economía y de la probidad, que han de hacerlo respetable ante propios y extraños. Otra vez, Señor Ministro, todas mis gratitudes a vuestro gobierno que representáis tan dignamente en nuestra sociedad, y a vos personalmente, por los conceptos afectuosos con que me habéis favorecido en vuestras bellísimas palabras.
He dicho.
(*) 10 de junio de 1905.
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Sáenz Peña, Roque. "Escritos y discursos compilados por el doctor Ricardo Olivera" Tomo III. Buenos Aires, 1935.
Saludos
Jonatan Saona
Bah, ningúna palabra de elogio sobre el eventual sacrificio de Ugarte lanzandose al vacio desde la cumbre del morro. Sólo flores para Bolognesi.
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