16 de enero de 2023

Joven Leguía

Augusto Leguía en 1880
"Regreso al Perú

Con los exámenes presentados en el año escolar de 1878, exámenes que terminaron el 9 de diciembre, dió término a sus estudios el referido alumno de Goldflinch y Blum. Habiendo adquirido perfecto conocimiento del idioma inglés y magnífica instrucción en contabilidad y práctica comercial, viéndose en vísperas de cumplir dieciséis años, sano de cuerpo y alma y con ánimo para luchar y para triunfar en la vida, resolvió dejar las tierras chilenas. 

Tres años había vivido en ellas, y durante ese tiempo más de una vez le llegó al alma el amargo sentimiento que producen el desacuerdo y la desconfianza cuando ambas tienen su fuente en la emulación internacional. Fueron muchos los males que el reinado del guano causó al Perú. Contóse entre ellos el malquerer chileno, malquerer que tuvo origen en la prosperidad ajena. Cuatrocientos millones de pesos dieron las célebres minas de Copiapó. Tal vez algo más produjo la venta de trigo en California en los años en que aquella región, hallándose incomunicada con el mundo y enriquecida con el oro, sólo tuvo a Chile para que le abasteciera de cereales. Descubriéronse más tarde minas de plata en Caracoles y de carbón en Lota.

Las primeras no enriquecieron al país como lo había hecho Copiapó. Las segundas resultaron de magnífica bonanza para uno, pero no para todos. El propietario, Cousiño, llegó a tener treinta millones de pesos.

En 1878, exceptuando el cobre, el trigo, el carbón y algo je maderas, no era mucho más lo que se exportaba, y no alcanzando el valor de los envíos a cubrir el renglón de las importaciones, la situación era mala, muy mala. El salitre de Bolivia, al cual los capitalistas de Valparaíso daban aliento, era aún recién descubierto. En mejores condiciones estaba Tarapacá, región que todavía era una promesa, y en la que, por esos años, ni Chile ni el Perú podían fincar grandes esperanzas. Un Chile en falencia, quejumbroso, con sus finanzas enfermas y su comercio en alarma, no era un Chile grato para nadie. Siendo el malestar general, y estando el joven Leguía en contacto con el mundo social correspondiente a su vida estudiantil, en día presenciaba y sufría la depresión que en todos causaba la dolencia económica.

Vívidos los años que estuvo en Valparaíso en condiciones poco favorables a la expansión espiritual y al bienestar que da la riqueza cuando ella está en manos de todos, no fué grande la pena que el abandono del puerto causóle, cuando comenzó a perderle de vista la tarde en que a bordo del velero Franklin dejó las aguas chilenas. Cargado de harina salió el consabido velero, que armadura tenía de goleta y por armador a don José Tomás Ramos. En él se arribó a Islay, donde, después de dejar buena parte de la carga, se siguió al Norte, en demanda del puerto de Etén, adonde se llegó en los últimos días del mes de diciembre.

Grande alarma el joven Augusto encontró entre sus comprovincianos con motivo del asesinato de don Manuel Pardo, y los temores de una guerra con Chile, temores que él confirmó, dando datos que, por estar tomados de la fuente, causaron sensación. Algunos meses después, el reto chileno, lanzado el 5 de abril de 1879, le encontró en Lima, al servicio de la casa Prevost y Compañía. Entró en ella en calidad de meritorio, habiéndosele encontrado tan preparado para seguir la carrera de comercio, que al segundo mes de su ingreso se le asignó un sueldo de cincuenta soles.

Fueron los Prevost de origen norteamericano. Don Enrique, sucesor de la firma Alsop y Compañía, casó en Lima con doña Mariana Moreyra y Querejazu, que madre fué de cinco hijos: Carlos que casó con Teresa Orbegoso y Riglos, Enrique con Benjamina Heudebert, Juan con Manuela Flores. Marianita con el ministro chileno en Lima Joaquín Godoy, y Luis que murió amente. 

Enrique y Carlos Prevost eran los jefes de la casa en Lima en la época en que Leguía entró en ella. El señor Every, cajero. Uno de los Lembeck, tenedor de libros, y Federico Moreyra y Riglos, primo hermano de los principales, auxiliar de caja. Todos ellos congeniaron con el junior de la firma, en esos días de 1879 apenas en dieciséis años de edad. No fué en ese año ni en los posteriores cuando conocimos al personaje de nuestro libro. Nuestros recuerdos comienzan en 1886. Con peso y estatura iguales a los que ahora tiene, era por esos juveniles días de su existencia persona de muchísima atracción. Su rostro aguileño, su nariz recta, la frente ancha y las cejas muy pobladas, habrían sido causa de que su semblante fuera duro, si fácil no le hubiera sido dulcificar la expresión y la voz, y con prontitud desprenderse de algo que le era muy ingénito, y que acaso constituía el verdadero fondo de su alma. Sus ojos, luminosos, agraciados, llenos de vivacidad, dábanle una afable expresión. Era muy bien parecido y por esta causa pertenecía al número de los que no solamente interesan, sino que también al fin cautivan. Llevando la cabeza muy erguida, representaba mayor estatura de la que en realidad tenía. Era tanto el poder de su carácter, la fuerza de su impulso, y la exigencia con que imponía movimiento y acierto a los que colaboraban con él, que a su lado hacíase forzoso sacudir la pereza, prevenirse contra la excitación nerviosa y sentir como él el hervor que la vida tiene.

Su rostro revelaba alegría y serenidad. Si a diario era franco, risueño, optimista y luchador, excepcionalmente observábasele grave, triste y dominado por cierta dolorosa y secreta irritación. Veíasele así en los días en que las cosas no marchaban con celeridad, o en que la falta de fe o la inercia de los hombres le empantanaban el camino.

Todo en él revelaba marcada individualidad, y aunque sus maneras amables y su bondad mundana eran
irreprochables, adivinábase, bajo este atractivo manto, la existencia de una excepcional energía.

Aunque ya nada tuviera de juvenil, conservaba en el corazón el sentir galante y ceremonioso de la época. Si para ganarse la voluntad de los hombres empleaba la atracción, era un magnetismo muy suave, muy insinuante, el que le daba sitio en el alma de las señoras. Manejábase entre ellas con aplomo, con serenidad y con audacia. La energía, la opulencia y la dominación centenaria de los suyos volvían a dar frutos en él. Festivo y nada hiriente en su gracia, reíase con mucha cordialidad y satisfacción, haciéndolo todo con perfecta naturalidad y con la confianza que se tiene de estar en el sitio que corresponde y la convicción de ser estimado. Por entonces, su frialdad y desapego por los asuntos políticos eran completos.

Para que se tenga una idea de lo que fué el patriotismo peruano en la guerra con Chile, y la manera heroica y abnegada como Lima resistió la invasión, necesario nos es decir que Leguía tenia diecisiete años y diez meses cuando voluntariamente se enroló en el ejército de reserva. En las filas de este ejército peleó en la batalla de Miraflores, habiéndole cabido el honor de ocupar un puesto en el Reducto número uno, donde fué situado su batallón que llevaba el número 2, y que estuvo comandado por el coronel don Manuel Lecca, del alto comercio de Lima. Fueron segundo y tercero jefes de ese cuerpo, respectivamente, el comandante Aurelio Denegri y Enrique Cox. 

Peleó Leguía en la clase de sargento segundo, en la cuarta compañía de su batallón, encomendada al capitán Daniel de los Heros, la que tuvo de subtenientes a Guillermo Porras y Jorge Eguren. Peleóse en ese Reducto con bravura y tenacidad desde las dos y media hasta las seis de la tarde, habiendo el sargento Leguía presenciado dos veces la fuga del ejército chileno, fuga que hubiese sido definitiva si el batallón Marina hubiera recibido apoyo, y los cuatro mil hombres de las reservas de Vásquez, a órdenes de Echenique, se hubieran movido desde el momento en que comenzó el combate. Caía el sol y hallábase franqueada la línea peruana, cuando fué necesario emprender la retirada, no por Miraflores, cuya estación del ferrocarril ya estaba tomada, sino por la Magdalena. Significó esta maniobra un enorme rodeo para llegar a Lima, y ella fué causa de que el sargento Leguía entrara a la capital a las diez de la noche.

Asilada su familia en un buque mercante en el Callao, y habiendo encontrado vacía y cerrada su casa, púsose a vagar por la ciudad. La noche era de gran alboroto y espanto. La derrota tenía a todos en gran consternación, especialmente a los extranjeros, cuyo número llegaba a 20.000. Una sexta parte de la población, entonces de 100.000 habitantes, había huido con numerosos días de anticipación a Chancay, Ancón, Huacho, a los buques de guerra y mercantes del Callao, habiéndose alejado algunas familias hasta Tarma y Jauja. En la ciudad, los conventos, las Legaciones, los Consulados y hasta los templos habíanse convertido en campamentos de refugio. La Legación británica dió albergue a 200 personas, entre señoras y niñas. El convento de Belén recibió 500 niñas, y lo mismo pasó en las otras Legaciones y en los monasterios. Las gentes que no estaban asiladas discurrían por las calles en aquella pavorosa noche del 15 de enero de 1881. El desorden, la desorientación y el pánico eran indescriptibles.

Daba la una de la mañana cuando el sargento A. B. Leguía, rendido de cansancio, se recostó sobre un banco de mármol de la plaza de Armas, donde pronto fué dominado por el sueño. Dos horas antes había estado en la plaza de la Exposición, invadida desde la caída de la tarde por una muchedumbre compacta, en su inmensa mayoría buscando informes de parientes aún no vueltos, y posiblemente ya sin vida, o muriendo en el campo de batalla por causa de las heridas recibidas. Quienes más interrogaban eran las mujeres, los niños y los ancianos, todos ellos en grandísima desolación y espanto, al pensar que los seres queridos que buscaban nunca más volverían a verlos. Algunas veces eran frenéticos los gritos de alegría al abrazar al hijo, que, herido y semimoribundo, hasta Lima había llegado conducido sobre una acémila por algunos compañeros. En otras ocasiones, los alaridos de dolor, las lágrimas, la desesperación, partían el alma.

Habiéndose decretado en días anteriores por el Gobierno la disolución de la Guardia urbana, y estando la ciudad a merced de partidas de soldados armados sin ningún control, estas tropas, formadas por gente de color y que sin disparar un tiro habían sido licenciadas en Vásquez, la acometieron contra gentes pobres e indefensas, maltratándolas y robándolas.

Fué en los contornos del Mercado central donde con inaudita crueldad se asesinó a varios chinos, incendiándoles después sus tiendas de comercio. A estos sitios llegó el sargento Leguía, y con gran coraje, teniendo la cara blanca y por tanto hallándose en peligro de ser asesinado, paseó por en medio de las turbas. Uniformado como estaba de soldado, seguramente se le consideró plebeyo y también victimario. Ansioso más tarde de contemplar en alguna altura el incendio de los balnearios, se dirigió a. la parroquia de Santa Ana, cuyo cuarto de muertos estaba atestado de cadáveres de gentes muertas en el barrio a causa de las heridas recibidas en San Juan el día 13.

Por en medio de ellos preciso le fué pasar para llegar a la escalera, que subió y que le condujo al campanario. Estando en él, pudo contemplar la monstruosa ola de humo que con intermitencias ocultaba la extensísima línea de fuego que consumía a Miraflores y al Barranco. Este humo, que en algunas partes semejábase al color de rosa, en otras era reluciente y obscuro como la sangre. Y si denso e informe se le veía en las alturas, en la parte baja afectaba la forma. de colosal serpiente que desarrolla sus anillos. A veces la monstruosa ola de humo ocultaba la línea de fuego, y entonces ésta se estrechaba como una cinta. Pero la cinta a poco iluminaba la nube de humo por debajo, transformando sus volutas en flamígeras ondas.

Humo y llamas cubrían el firmamento como un follaje de espeso bosque que ocultara el horizonte. Aterraba el pensar lo que sucedería en Lima si los chilenos intentaban condenarla a las llamas, como ya lo habían hecho en Chorrillos, Barranco y Miraflores."


***************
Dávalos y Lissón, Pedro. "Leguía. Contribución al estudio de la historia contemporánea de la América Latina". Barcelona, 1928.

Saludos
Jonatan Saona

1 comentario:

  1. De acuerdo a este relato, el sargento Leguia presenció, en la tarde de Miraflores, dos veces la fuga del ejército chileno.
    Un ejército que huye dos veces de la misma batalla, ciertamente no merece vencer.

    ResponderBorrar