6 de mayo de 2021

El abuelo del Ejército

José Manuel Pereyra
EL ABUELO DEL EJÉRCITO
LO QUE ME CONTARON LOS VIEJOS

En la calle de la Colina, en el Barranco, frente al Malecón de los Ingleses, a cuya vera el mar se encrespa y ruge, en una risueña casita, recatada y modesta, vive un anciano venerable, de espíritu recto y noble, nimbada la testa por la nieve de sus noventiseis años, gallardamente vividos.

Es el abuelo de nuestro ejército. Ante sus pupilas, hoy apagadas y vagas, desfilaron un día, uno a uno, aquellos magníficos caudillos, rebeldes e inquietos, bravos y pródigos, que se llamaron Agustín Gamarra, Antonio Gutiérrez de La Fuente, Felipe Santiago Salaverry, Francisco Vidal, Crisóstomo Torrico, Andrés de Santa Cruz, Ramón Castilla, Rufino Echenique. Ha visto desenvolverse y evolucionar, con precisión y elegancia, a las brillantes, milicias de los primeros tiempos republicanos, a aquellos mozos y marciales, erguidos y apuestos, que se hacían matar en su puesto o cargaban con pujanza y ardor sobre el enemigo.

Juzgad, lectores, si no estará revestida de interés, de sugestión, de encanto, la charla de un viejecito patriarcal, acogedor, amable, sonriente siempre, que, con lujo de detalles, haciendo gala de una memoria realmente asombrosa y privilegiada, os cuenta sabrosas anécdotas y relatos maravillosos con su voz clara y reposada, animado el rostro rugoso y moreno, enarcando las pobladas cejas, frunciendo a veces el ceño, bajo el cual se perfila la nariz recta acariciándose, de rato en rato, la perilla y los mostachos entrecanos.

Oprimimos el timbre, guiados hasta la reja por una preciosa chiquilla. A poco se abre la puerta y aparece a nuestra vista el coronel don José Manuel Pereyra, envuelto en un amplio y largo paletó azul y cubierta la cabeza con una gorra gris.

-Adelante, señores -nos dice, invitándonos a pasar.

Entramos a una salita pequeña, amueblada con mucho gusto, donde llama nuestra atención el busto del coronel, en yeso, que se destaca sobre una consola.
-Este me lo hizo un cabo del batallón "Zuavos de Pereyra", que formé yo en Lima a raíz de la guerra con Chile... 

Informado del objeto de nuestra visita, el coronel hace indicaciones, tratando de librarse del interrogatorio. Niega todo interés a su conversación. Nosotros insistimos. Nos devoraba el afán de oírle volcar el cofre de sus recuerdos, en un reportaje.

-Me han vencido ustedes. Vamos, pues, al escritorio, exclama el coronel. 

Pasamos a la minúscula estancia y, sentados al escritorio, las cuartillas delante, nos aprestamos a escuchar al simpático viejecito, que ejército que se acomoda las piernas cruzadas, sobre un sillón de cuero.

-Comenzó usted carrera, mi coronel...
-A fines de enero de 1839.

Y esto lo dice con firmeza y aplomo increíbles a sus años.
-Era en tiempos de Gamarra, coronel.

Exactamente. Nos gobernaba el Gran Mariscal Agustín Gamarra. Santa Cruz había marchado al ostracismo, una vez que su ideal de la Confederación quedó sepultado en los llanos de Yungay. El general La Fuente, era lugar teniente de Gamarra. La juventud, llena de entusiasmo, corría a alistarse bajo las banderas de los " Restauradores”.

Yo era entonces un muchacho de dieciséis años. Me seducían los galones y los entorchados y me enardecían las clarinadas y los redobles. Arrastrando a catorce amigos, me presenté voluntario en el cuartel general y La Fuente me dió de alta, luego, en clase de caballero cadete. A poco visitó los cuarteles el general Gamarra,  y al saber que yo era hijo del coronel Pereyra, que mandaba el regimiento "Río de la Plata”, en la expedición libertadora de San Martín, me trató afablemente y me dijo: "Usted vendrá conmigo a Huancayo, donde va a reunirse el congreso y usted hará la guardia el día de la clausura. Para entonces le prometo el ascenso a subteniente".

-Perdone, mi coronel, ¿cómo se llamó su padre?

El coronel se queda en suspenso. Medita y luego dice:
-Estos años que hacen flaquear la memoria...  Pues, creo que se llamó Miguel. Pero no pongan ese nombre, no vaya a cometer un disparate... Les decía que Gamarra me prometió el ascenso, y lo cumplió. Recuerdo que el 28 de noviembre de 1839, se clausuró el Congreso Constituyente de Huancayo. Yo hice guardia con otros compañeros, a la puerta y me concedieron la clase de subteniente de infantería, destinándome al regimiento que mandaba el comandante Fermín del Castillo, después general.

Con este regimiento marché al sur, junto con el ejército que mandaba el mismo presidente general Gamarra, con el objeto de sofocar la revolución que le había promovido el general Manuel Ignacio de Vivanco en Arequipa.

-Mi coronel, y cómo era Gamarra?
-El más gallardo militar que he conocido. De mediana estatura, delgado; tenía sobre todo una mirada de fuego.  No se podía estar delante de él sin rendirle acatamiento. Parecía tener el don de atraer y sojuzgar. Era valiente hasta la temeridad.

 -¿Y doña Pancha...? Cierto que era, en su físico como en su espíritu, varonil?
-No es cierto. Doña Pancha, a quien admiré muchas veces vestida de amazona, a la cabeza de un regimiento, era una hermosa mujer. Tenía un "lindo palmito"... El ejército la adoraba. Era de la más distinguida nobleza del Cuzco.

-Perdón mi Coronel. Debo ya resultarle demasiado pesado e impertinente; pero son interesantes ciertas cosas...¿cómo era Vivanco?

-La figura más simpática que puede usted imaginar. Arrogante, bello, acicalado, decidor y aventurero; sólo un defecto tenía, y en verdad y que era capital: era un Narciso. Se amaba, con locura, sobre todas las cosas. Y eso, indudablemente, tenía que perderle.

Oiga usted: Piérola se le parecía mucho. Era como él, aristocrático, conservador, clásico.

-Bien, coronel. Decíamos...
-Pues que, una vez en Arequipa, Gamarra se dió prisa en derrotar a Vivanco, que huyó a las volandas. Gamarra reunió, luego, el ejército y con el marchó contra Bolivia, por Puno. La expedición, rápidamente llegó a La Paz. Esto era en 1840. Pero los bolivianos, repuestos de su sorpresa, se organizaron para hacernos frente. Y el 18 de Noviembre de 1841, en Ingavi, se dió la fatal batalla.

-Cuéntenos, coronel, cómo fué la batalla.
-No tiene más particularidad que la de haber resultado completamente contraria a lo que esperábamos, dadas las hábiles disposiciones de Gamarra. Pero quiso la fatalidad que el jefe de estado mayor se equivocara, alterando el plan, y fracasamos.

-Era el jefe de estado mayor.
-Espérese usted. Voy a recordarlo.

Piensa largo rato el coronel. Y de pronto:
-Prosigamos, porque no me acuerdo. Pero "ya vendrá el nombre”. No tengan cuidado...
Derrotado el ejército, Gamarra vió que todo estaba perdido y resolvió, con un heroísmo espartano, hacerse matar en el campo de batalla.

Corta el relato el coronel. Frunce el ceño y dándose, una palmada, en la frente, nos dice:
-Montoya, el coronel Montoya era el jefe de estado mayor, que lo echó todo a perder.

-¿Y cómo murió Gamarra ?
-Lo recuerdo como si lo estuviera viendo. Decidido a morir, el gran mariscal avanzó al galope, a la línea de combate, acompañado del vicario general del ejército, canónigo Armas, en dirección a la izquierda, donde se hallaba el batallón “Punllán", en el cual yo servía. Mientras caminaba, una bala le cayó en el cuello, al lado izquierdo. Entonces se llevó la mano derecha, con un pañuelo, a la herida, enjugándose la sangre que borbotaba, mientras que con la siniestra, sostenía a la altura de los ojos, el anteojo de campaña... Al llegar a la línea, dos oficiales de la última compañía de mi regimiento, corrieron a prestarle auxilio, portando mochilas. Depositaron éstas en el suelo, invitando al general a echar pie a tierra y sentarse sobre ellas. Así lo hizo Gamarra, siempre deteniendo la sangre con el pañuelo al cuello y mirando con el anteojo. En esos momentos, una nueva bala vino a herirle en mitad del pecho. El general abrió los brazos, soltando el anteojo y el pañuelo y cayó de espaldas, pesadamente. Había muerto.
¡Qué hombre tan bravo!

-Mi coronel. Un motivo más para admirar su asombrosa memoria. Dígalo.

-Pues decía: “Los señores generales, jefes y oficiales prisioneros en Bolivia, podrán disponer de sus personas como mejor les parezca "..Yo, valiéndome de esta autorización y falto, de recursos, tuve que marchar a pie, desde Potosí hasta Puno. Era prefecto de ese departamento el coronel Miguel Medina. Permanecí ahí algunos días. Luego pasé al Cuzco. Se hallaba ahí parte del ejército, al mando del general Francisco Vidal.

-Vidal. Bravo jefe, ¿verdad, coronel?
-Y buenmozo y simpático y hasta hábil. Sólo que bebía mucho. Y era una lástima.

Y la voz es robusta e imperativa, como en sus buenos tiempos, a la cabeza de sus tropas:

Prosigue luego:
-Llego a una época de mi carrera, de la que no quisiera hablar. Fui victima de una calumnia vil y mancharon mi reputación, relegándome injustamente.

-Coronel, usted tiene su conciencia tranquila.
-Es que todos han muerto ya, y mejor sería no sacar estas cosas del olvido.

-Sin embargo, sería para mí un placer saber cómo venció su honorabilidad y resplandeció su conducta.
-Pues bien. Era presidente el general Castilla. Acababa de llegar de Europa, para hacerse cargo del ministerio de la guerra el general Manuel de Mendiburu. Este jefe no me conocía. Tratábase de formar un batallón de marina, y el almirante Forcelledo me señaló para capitán de una compañía. Pero alguien, no quiero decirlo, alguien que después había de ser funesto para nuestro ejército en la guerra con Chile, me indispuso ante el ministro, señalándome como un menguado, jugador, ebrio y cuanto puede inculparse a una persona para perderla y hacerla abominable. Mendiburu, ignorando la verdad, tiró una raya negra sobre mi nombre y me quedé sin puesto.

-Yo también ignoraba la maldad de este hombre y creí que era Castilla quien no me quería bien. Guardé resentimiento y animadversión contra el gran mariscal, a pesar de que había peleado a su lado, en San Antonio y Carmen Alto, contra Vivanco. Pero, andando el tiempo, todo se aclaró, y el general Mendiburu me devolvió su confianza, honrándome con su amistad. Gobernaba Echenique. Servía yo a sus órdenes, y en la batalla de Saraja contra don Domingo Elías, mandé la vanguardia a la cabeza de dos compañías del batallón Ayacucho y del Pichincha y dos mitades de caballería. Lo derroté. Fui ascendido a sargento mayor en el campo de batalla. Posteriormente, protegido de Echenique, que había podido apreciar mi lealtad y mi comportamiento militar, se me confió un cuerpo de reclutas para que lo organizara. El general Mendiburu era entonces, jefe de estado mayor. No creía en mi capacidad para desempeñar esta misión, pero obedeció él las órdenes del presidente y comencé yo a trabajar entusiastamente. Mendiburu iba todos los días a presenciar mi trabajo. Poco a poco fué convenciéndose de que lo habían engañado respecto a mi persona, Y una tarde, después de haber visto como instruía yo a los reclutas, me mandó llamar.

Créame usted que esperaba algo malo. Mi espada no salía bien de la vaina. Se atracaba cerca del puño. Por el camino fuí aflojándola para poder usarla, en caso de ser necesario. Y me dije "si este godo me insulta, lo atravieso aunque después me maten”. Mendiburu era muy aristocrático, por eso le decían godo. Llegué a la plaza del pueblo de Choyos, donde estábamos. Encontré a Mendiburu, rodeado de todo el estado mayor. Me acerqué. Mendiburu me miró de pies a cabeza. Luego, con voz alta y pausada, me dijo: “Mayor Pereyra; así como el gobierno está resuelto a castigar severamente a los que procedan mal, sabrá premiar a los que como usted, cumplen con su deber”. Le aseguro a usted, que me tambaleé. Casi caigo de espaldas. Es la impresión más fuerte que he sentido en mi vida! Yo esperaba “una reprimenda y estaba decidido a todo! ¡Entonces, el coronel de mi regimiento, -no quiero decir quien fué- intervino en la conversación, y dijo a Mendiburu, refiriéndose a la organización de los reclutas. “Sí, mi general, trabajamos”. Mendiburu, le respondió, mirándome. Quien trabaja, mi coronel, es el mayor Pereyra, y para que el grajo no se vista con las plumas del pavo, va a venir esta noche  a comer conmigo. Creció mi emoción. Asistí a la comida y Mendiburu pudo ver que quien había sido acusado de bebedor, apenas llevaba la copa a los labios. Y eso que mi padre político, el comandante de marina  don Juan de Corochano, me decía siempre: "hay que beber vino en las comidas; sino dirán que has nacido en cuarto de callejón o en un galpón".

Cuando salí del comedor, el ayudante de Mendiburu me dijo "el general ha pedido el libro verde, ha borrado todos tus antecedentes y te ha reinscrito con notas honrosas". El libro verde era un registro cuidadoso que llevaba el general de todos los oficiales del ejército, con sus biografías y detalles de su conducta... 

-Estuve después en el Callao, en vísperas de La Palma, Echenique me confió la defensa de los castillos, por si el pueblo se sublevaba. Me dieron cuatrocientos hombres, todos reclutas, y en los aljibes había trescientos penitenciados y un regimiento rebelde de caballería. Mandé levar el puente, eché cerrojo al portón y preparado a todo, esperé. El pueblo se amotinó,  efectivamente. Y mientras hacía frente a sus ataques, los presos pugnaban por salirse. La situación era crítica. Me centupliqué. Dividí mis hombres en dos secciones, una de las cuales hacía frente a los dos enemigos. En esta situación, supe que Echenique había sido deshecho, en La Palma. ¿Qué hacer? Me acordé de que, ante todo, era peruano. Dejar todo abandonado, era proteger la salida de los presos. ¡Y cuántos millones hubiera perdido el Perú, si esos desalmados saquean la aduana, y cuánta sangre hubiera corrido! Mandé un oficio, sin vacilar, al jefe de estado mayor del vencedor, Castilla, que era el doctor Ureta. Dejé copia de él en el consulado inglés. Pedía en él auxilio, advirtiendo que si no venía, dentro de dos horas, estaba todo perdido y yo dejaba a salvo mi honor. El refuerzo llegó. Dos divisiones al mando del general Caravedo, a quien entregué la plaza, rindiéndoseme honores.

En Chile hallé al general Rivas, quien me dijo que iba a venir Castilla desterrado. Yo seguía distanciado de Castilla. Le contesté: "Los pleitos de familia se ventilan en casa, pero no en la calle. Iré a ver a Castilla". Y así lo hice. Y hé aquí que me convertí en ardiente partidario suyo. Y con él marché a Tarapacá, para hacer la revolución a Prado.

Me comisionó el general para que ganara a la causa al prefecto de Iquique, señor Zapata. Fracasó la misión. Cuando regresé a Pachica, donde había dejado a Castilla y a los nuestros, encontré a la puerta de la choza que los cobijaba, al general Rivas, con el rostro sombrío. Este me indicó con señas que Castilla estaba muriendo. ¡Calcule usted mi sorpresa y mi emoción! Descendí de mi cabalgadura y avancé. En eso, oí la voz del general, recia y dominante, que decía: "Un vaso de agua". Corrió el general Rivas a alcanzárselo y le dijo: "General, acaba de llegar el coronel Pereyra. -¡Que entre, inmediatamente! -dijo Castilla. Entré. El general estaba reclinado en el lecho, vestido y envuelto en su capote. Estaba acabado.- Qué hay? -me dijo. -"Ha fracasado la misión, general! "Esto se lo ha llevado el diablo”. El general Rivas y yo, tratamos de disuadirle, haciéndole reflexiones acerca de su estado. “¡Váyanse ustedes al cuerno!" - dijo. “¡Los hombres como yo, mueren a caballo!" Y salió montado, en seguida. Ordenó el general que Rivas hiciera marchar a la tropa, y yo que mandaba una división, eché adelante. De pronto, Castilla, picó espuelas y se adelantó. Iba erguido como en sus mejores épocas. Pero, en un momento dado, cerca de la quebrada de “Tibiliche", vaciló, deteniendo el caballo, Manuel Rivas, hijo del general, que marchaba a su lado, se acercó y lo auxilió... Pero ya era tarde. El mariscal se desplomó violentamente del caballo, arrastrando tras de sí a Rivas, sobre el cual cayó al suelo, ya cadáver. El general Beingolea, dijo entonces: "ha muerto". Y yo sentí que se acababa un grande hombre.

Nos cuenta, luego, el coronel Pereyra, cómo concurrió a San Juan y Miraflores, en la guerra con Chile, como comandante general de la tercera división del ejército del centro. Diezmada su gente en San Juan, concurrió con el resto a Miraflores, donde combatió hasta que perdido todo, se ordenó la retirada. Seguía al dictador hasta Ayacucho -prosigue.

Después, he sido intendente de guerra cuando Candamo. Luego, vocal del consejo de oficiales, desde su fundación. Y desde 1914, por la ley de retiro, estoy en mi casa...

Nos relata sus increíbles aventuras en la montaña. Ha sido uno de los primeros exploradores del Oriente; ha navegado en todos los grandes ríos de esa región. Fundó el pueblo de La Merced. Abrió la ruta de Chanchamayo, con la cual se ha abreviado tanto los viajes al Oriente. Hizo propaganda por la apertura de caminos de penetración a la montaña. Ha escrito en la prensa sobre esto. Ha dado conferencias en la Sociedad Geográfica.

-El Perú -termina diciéndonos, -tiene en sus manos, ser, de golpe, la primera nación de la América del Sur. Pero nadie se ocupa de la montaña.

Comienza a oscurecer. El coronel enciende la luz. Y luego, sonriendo, con sonrisa resignada y, a la vez, amarga, nos dice:

-Ya ven ustedes. Jamás traicioné a mi bandera; nunca me pasé de un bando a otro. Serví con lealtad a los gobiernos. Todos mis ascensos los obtuve en el campo de batalla. No he tenido que agradecerlos a nadie. Tampoco he robado los dineros de la nación, que tantas veces, siendo autoridad política, pasaron por mis manos. Ya era teniente coronel, cuando no habían nacido muchos de nuestros generales de hoy. Los poderes públicos nunca hicieron nada por mí. Vivo modestamente, olvidado casi. Pero yo digo siempre, como Salomón: “Más vale un hombre honrado, que muchas riquezas". Y como mi conciencia está tranquila y como estas manos están limpias'...

Conmovidos estrechamos la mano que nos tendió el anciano.
-Adiós, coronel. Es usted la figura más venerable de nuestro ejército.

Salimos.

- Qué bella acción haría el Congreso rindiendo homenaje de respeto, de cariño, de gratitud a este viejo gallardo, cuyos noventiseis años son una ininterrumpida lección de honradez y de virtud. Después de todo, sería justicia y nada más que justicia. Hay que ceñirle la faja de general. Le pertenece de derecho. Y si no hay quien quiera hacerlo, qué poca falta hará un penacho blanco a quien posee la cabeza más respetablemente alba del Perú!-

En Lima, 1920.
Ricardo Vegas García.


********************
Ilustración Semanal Peruana "Hogar", Lima, 19 de marzo de 1920.

Saludos
Jonatan Saona

1 comentario:

  1. Si no me equivoco Pereira era jefe de la III División del Ejercito del Centro, conformado por los batallones Pichincha, Piérola y La Mar, que tenia como ebjetivo defender el ZigZag central

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