18 de septiembre de 2023

Un dieziocho en Perú


Un Dieziocho en Perú
 
Cuando don Patricio Lynch, por órdenes superiores, tomó el comando en Arica de la expedición al norte del Perú, en Septiembre de 1880, embarcó en el transporte "Itata" 550 hombres del batallón movilizado Colchagua al mando del teniente coronel de guardias nacionales don Manuel S. Soffia, y otras fuerzas: buines, granaderos y cazadores. 

Esta expedición fué verdaderamente un paseo, desde el desembarco en Chimbote. 

El mismo Lynch dice con justicia y verdad en el parte oficial al Ministro: 
"No estimaría completo este parte de las operaciones que V. S. tuvo á bien confiar á mi dirección, si no expresara el sentimiento con que han visto mis fuerzas, por la propia dignidad de un país americano, que una pequeña división de 2.000 chilenos, dando el más brillante ejemplo de moralidad y de disciplina, haya recorrido 20 y tantas poblaciones, no pocas de un considerable número habitantes y atravesando cinco departamentos, talvez los más ricos, industriosos y poblados del Perú, sin que en parte alguna se opusiera la menor resistencia, después de más de un año de una guerra encarnizada".

Este mismo pesar de no encontrar con quien pelear fuerte y duro que tenía el comandante Lynch, lo experimentaba cada soldado particularmente. 

Los buines estaban indignados. Los colchagüinos, con esa socarrona malicia que Dios les ha dado, decían que se iban á morir sin comerse un pebre de balas. 

Con todo, los expedicionarios apresaron al "Islai" con veinticuatro cajones, que contenían la bonita suma de siete millones doscientos noventa mil soles (7.290.000) en billetes de la emisión autorizada de la República del Perú, y más trescientos setenta y cinco mil soles en estampillas convertibles en plata. 

Por otra parte, los cupos de guerra. impuestos en virtud de las leyes de la misma, produjeron también buenas utilidades. 

El único punto en donde los chilenos creyeron en un principio que irían, por fin á pelear, fué en Monte Seco, en donde ocupaban excelentes posiciones las fuerzas con que la provincia de Trujillo quiso resistir. 

Dispuestos los rotos para la batalla, unos se amarraban fuerte los pantalones, para estar más livianos, mientras los otros se escupían las manos de puro gusto. 

Pero sucedió que al avanzar, los soldados chilenos no encontraron un sólo hombre con quien combatir. El enemigo se había hecho humo. 

En estas andanzas de la expedición llegaron los días gloriosos de Septiembre.

Los del Colchagua, (dos de cuales son los héroes de esta mi verídica anécdota) creyeron que pasarían el Dieciocho en Chimbote, ya que aquí estaban desde el día 13. Pero la suerte quiso que el día 16 tuvieran que embarcarse en el "Itata", en la tarde. El 17 siguieron el viaje.

El 18 pasaron navegando frente á la Isla de Lobos. Pero el 19 desembarcaron en Paita.

El día 18 había sido alegre a bordo. Pero la alegría fué mayor en tierra.

En esta noche del 19 los soldados cantaban y bailaban que daba gusto mirarlos. La canción nacional y la cueca que ardía. En esta última el soldado que hacía de mujer se amarraba al brazo izquierdo la banderita chilena que llevaba consigo "pa no equivocarse".

Algunos de los colchaguas iban entre tanto por las cercanías "cachando la laucha", pero con poco éxito.

Dos de estos últimos, el soldado Morales y el cabo Riveras, lo único que habían conseguido de esta correría nocturna había sido llenar una cantimplora de aguardiente y unas mazorcas de choclos algo malones.

—¡Buen dar, compañero!... Quién pudiera celebrar este Dieciocho con una cazuelita y una de pata en quincha: pero de esas de verdad...

—Mire, mi cabo — dijo cortándole la frase el soldado Morales— A mi se me ocurre una grande. Y la pura verdad que toitito está en que usted me ayude.
—En que te ayude... ¿Y qué es, pú?

—Y le aseguro que nos rechupamos los dedos de gusto... Mire, mi cabo, ¿se acuerda de la vieja del aguardiente? Pus la cosa es que ahí está lo güeno...
—Pero, cuála?

—¿Que no oyó usté el chanchito, mi cabo?
— Y dei?
—Que yo robo el chanchito.

—¿Y cómo?
—Vd. que es tan empalicaorazo, va y le mete palique á la vieja... y yo hago lo demás.
—¿Y si nos pillan?.. El chancho grita.

—¡Qué nos han de pillar, iñor, digo, mi cabo. A este hijo de mi madre niunita le ha salido mala.

Y después de un rato de silencio, en que el cabo Riveras se rascaba la cabeza para disimular su irresolución, Morales como un diablo tentador, con su voz más dulzona y zalamera, haciendo chasquear la lengua en el paladar, le dijo:
—Mire, mi cabo, un azaíto de guachalomo... y convidamos á los niños... y hasta mi teniente.. ¿Qué hay? ¿Somos o no somos? ¡Y quién dijo miedo a un chileno!

— Métele, respondió Riveros. Y los dos se pusieron en camino á la conquista del chancho.

Y el caso fué que mientras Riveros empalicaba la vieja, contándole unas mentiras tan morrocotudas que temblara el cielo si las escuchara, ensartando á veces piropos y explicitas declaraciones de amor, Morales, después de haberles dicho que iba en busca del corneta del batallón que debía andar por ahí cerquita un poco "cufifo", se fué derechamente al corral de la casuca, en donde apaciblemente 
el chancho gruñía. 

Y comenzó la conquista. 

Primero le pasó con suavidad por los hocicos una pura mazorca de choclo. El gruñón, después de un rato de rezongos, como si dudara aceptarlo, se lo comió con delicia.
 
Luego, el segundo choclo; pero éste ya bien empapado en el aguardiente de la cantimplora. 
En seguida, el tercero, y el cuarto con más aguardiente aún. 

Se comprende que así no demorara mucho el animal en quedar borrarcho. 

Dudoso Morales, saltándole de regocijo su atrevido corazón colchaguino, le tiró bien fuerte una oreja. El chancho apenas dió un sordo gruñido. 

Para asegurarse mejor le dió una fuerte patada. Pero el cerdo dormido en su placidez alcohólica ni se meneó. 

Entonces el soldado, diciéndose este es mío, echó á correr hacia la casa, gritando cansado. 
—Mi cabo... 

¿Dónde está mi cabo? Venga á ayudarme un poquito... 
—¿Qué hay, hombre? ¿Qué pasa? 

—Que he encontrado por ahí botado, con una tranca padre y madre juntos, al corneta del batallón. Y no lo puedo yo solo. Está muy... como muerto. 

—¿No ve? — dijo á esta sazón la vieja. —Si yo enante lo ije... Ha venido dos veces á comprar. Y él me ijo que el aguardiente era para los otros. 

Riveros al tiro se le ocurrió que debía salir, pero no podía adivinar para qué. 

Torcieron á la izquierda de la casita para despistar á la mujer, por indicación del soldado, después de haberla dicho que pasarían lueguito por ahí con el curao. 

Hicieron después la derecha y al llegar al lugar del suceso, Morales tomó la palabra así.
 
—Mi cabo. Usted ya no habla. Haga lo que le iga yo... Hay que envolver en su capote, que es grande, al huainita... y largo.
—Si nos pillan estamos fritos... 

Y el chancho se dejó envolver, es claro. 
—Bueno que pesa el animal. 
—Y tenemos que pasar frente á la casa, por la fuerza. 
—Éjese, no más, mi cabo.

Una vez que estuvieron frente á la casa, después de haber hecho la misma escaramuza que á la ida. vieron que la mujer los aguardaba. 

El chancho iba gruñendo sordamente. Los dos hombres apenas si podían con él. 

—¡Ay, comadrita! Pesa como un diablo este corneta. Vamos á dejarlo mejor, porque si lo pilla el teniente, lo ajusila no más.
 
En esto el cerdo dió como un gran suspiro 
—Por Diosito que está la vieja al oirlo... Si quieren venir por licor mas tarde... Yo no me acuesto sino un rato más. 

Y el curao corneta del batallón, conducido por un soldado y un cabo, se perdió en la sombra, para ir después de una hora hacer las delicias de los "niños" y hasta del "tiniente" azaito al palo, ó al sable ó la bayoneta. 

Antonio Borquez Solar
 

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Revista Zig Zag, año VI, n° 344, Santiago, 23 de septiembre de 1911.

Saludos
Jonatan Saona

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