Mientras yo y el abnegado grupo de jefes que me acompañaba hacíamos todo género de esfuerzos para organizar y armar las tropas del centro, y mantener en alto el pabellón nacional, la anarquía devoraba al país. Existían dos gobiernos en la república: el de Arequipa, con Montero que, vacilante, no se resolvía a continuar la guerra enérgicamente con las fuerzas y recursos con que contaba, ni prestaba el menor auxilio al ejército del centro; y el de Cajamarca, con Iglesias, que había alzado la bandera de la paz y lanzado en Montán (hacienda situada en la provincia de Chota) el 31 de agosto de 1882, un manifiesto desconociendo al gobierno provisional de Montero y aceptando la paz, bajo las condiciones impuestas por el enemigo.
En la región del centro, uno de los primeros pueblos que se declaró por el manifiesto de Montán fue el de Canta. Nada de extraño hubiera tenido que la opinión de sus habitantes se manifestara en el sentido de la paz, no obstante sus humillantes condiciones, si sólo allí hubiese quedado; pero lo lamentable y delictuoso fue que los corifeos de la paz, encabezados por Vento, hicieran causa común con los enemigos de la patria y fueran los más eficaces instrumentos para la destrucción y exterminio de los defensores de la integridad nacional. Así como Canta, otros pueblos se plegaron al manifiesto de Montán; pero las provincias que eran la llave de las operaciones militares en el centro, como Canta y Huarochirí, tenían para el alto mando chileno particular importancia.
En el "Diario Oficial", órgano del jefe de la ocupación, apareció el manifiesto de Iglesias junto con el decreto expedido en Cajamarca segregando de la autoridad de Montero la región del norte de la república. Ese número del citado periódico fue recibido en mi despacho. La lectura de tales documentos me estremeció de estupor; y no pude menos que dirigir, de inmediato, dos proclamas: a mi ejército y a los pueblos del centro, respectivamente, protestando de la ominosa e insólita actitud del general Iglesias. Y seguidamente envié una circular a las autoridades políticas y comunales de mi dependencia.
"Los pueblos del Perú —decía en el último párrafo de esta circular— y en particular los pueblos del centro, que me obedecen, no hacen la guerra por el deseo de continuarla y llenar el territorio de luto y de miseria; no derraman la sangre preciosa de sus hijos por el insensato placer de sacrificar estérilmente víctimas en los altares de la patria; prosiguen la guerra y hostilizan infatigablemente al enemigo con el único objeto que se proponen los pueblos y que prescriben las leyes eternas del derecho internacional respecto de la guerra, con el fin de alcanzar el desagravio de sus derechos, por medio de un tratado que no esté en pugna con su dignidad y soberanía nacional".
Tal era el criterio que dominaba mi espíritu, porque jamás, nunca, podía avenirme a la aceptación de una paz de servidumbre.
Y así lo expresaba también en la Memoria que envié al gobierno de Arequipa, en enero de 1883:
"... El infortunio sufrido con nobleza y dignidad es preferible a un cobarde y vergonzoso abatimiento; si la guerra impone sacrificios, fuerza es apurarlos hasta la última gota de sangre, cuando la paz no ofrece más expectativas que un porvenir sombrío. En vez de legar a las generaciones venideras la herencia de una transacción oprobiosa condenada por la conciencia nacional, es preferible sucumbir en la demanda, dejando abierto el campo de la lucha, para que nuestros hijos se encarguen de vengar la sangre de sus antepasados..."
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Cáceres, Andrés A. "Memorias de la Guerra del 79". Lima, 1976.
Saludos
Jonatan Saona
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