23 de agosto de 2024

Pedro Lagos

Pedro Lagos
Todo un militar: Don Pedro Lagos

Como en la Francia de Napoleón, en Chile un marinero o un soldado pueden llegar a convertirse en oficiales, si son capaces, y alcanzar altos grados del escalafón. Esta puerta abierta es antigua: el general Lagos, héroe de la Guerra del 79, probaba con su hoja de servicios que había empezado desde cabo. Podría objetarse que es un caso raro y que este hombre nació dotado de todas las virtudes requeridas para distinguirse en la milicia; pero queda en pie que es posible en nuestro ejército ascender desde la base a la cumbre, sin necesidad de liquidar a la oficialidad, como en ciertas revoluciones modernas, sino por la sola fuerza del mérito.

Hijo de un pequeño agricultor que cosechó quince hijos en dos matrimonios, el joven Pedro Lagos Marchant no tuvo recursos para ingresar a la Academia Militar. Había nacido en la subdelegación de Nebuco, cerca de Chillán, y fue traído a Santiago por un hermano sacerdote que obtuvo del general Aldunate su matrícula en la Escuela de Cabos. Tres años después egresaba con calificación óptima, y a la vuelta de otro año ya había dado el salto a teniente. Con todo lo que estudiaba, la mitad de su ciencia iba a adquirirla en la escuela práctica de los combates, porque le tocó expedirse en una época en que Chile olía a pólvora. Desde 1811 hasta 1891 este país tuvo cuatro guerras internacionales y otras tantas guerra civiles, sin contar la guerra permanente de Arauco. A partir de entonces los chilenos dialogan; y la diferencia entre ambos métodos radica en que disparando balas ganamos la independencia y conquistamos las salitreras, y disparando palabras perdimos la Patagonia. Un hado infalible favorece a este pueblo cuando se juega su destino con resolución viril, aún en empresas fantásticas y locas; misterio que O'Higgins y Portales descubrieron con su instinto poderoso y nos legaron como enseñanza y mandato. Y don Pedro Lagos había nacido en 1832, en plena hazaña portaliana, y su cuna chillaneja era casi vecina de la del Padre de la Patria...

Tenía la estatura de un Hércules, y con todo el blanco que presentaba, la metralla que rodeó su vida no lo tocó, pasándole por encima y por los lados como a un invulnerable combatiente de sueño. Quizá él mismo no sabía al final en cuántas refriegas épicas anduvo metido. Se bautizó a fuego en el sitio de la Serena, en la contienda intestina de 1851, cuando aún no cumplía los veinte años. A los veintidós ya era capitán y servía en el batallón 4º de línea destacado en la Frontera, que llegó a mandar como jefe. Por segunda vez salió en defensa de la Constitución con motivo de la lucha civil de 1859. Su extraordinaria eficiencia le hizo alcanzar el grado de teniente coronel a una edad en que casi nadie llega a esa altura. Intempestivamente abandonó el servicio activo, molesto por el clima de intrigas y sospechas políticas que envolvía a los militares, y se instaló en Nebuco a trabajar la heredad familiar.

Parecía alejado para siempre de las filas, cuando resonó el clarín de la guerra del Pacífico. De manera espontanea acudió a ofrecer su experiencia y recibió la misión de organizar un regimiento con la recluta de los suburbios de la capital. El conflicto había sorprendido a Chile sin resolver la pacificación de la Araucanía y con la Escuela Militar y la Fábrica de Cartuchos cerradas desde tres años atrás, y contaba con 2.400 soldados entrenados cuando Perú y Bolivia reunían 10.000. A la escasez de armamento se sumaba la peor de las angustias: la crisis económica, ese factor que por sí solo puede dejar a un país militarmente indefenso. Nada más que un prodigio a lo Portales podía hacer frente a los gastos gigantescos del rearme y la movilización masiva. Los contemporáneos lo creyeron imposible, pero el presidente Pinto y el ministro Augusto Matte supieron cómo hacerlo, llegando a armar a cuarenta mil hombres y a financiar la guerra sin crear un impuesto ni recurrir a empréstitos exteriores.

Del flamante regimiento Santiago, formado por Lagos, dijo Vicuña Mackenna que era «el más formidable cuerpo de línea de nueva creación que ha paseado su bandera por los médanos y las montañas del Perú». Su incomparable disciplina le valió al organizador y comandante la promoción a coronel y el nombramiento de jefe del Estado Mayor. Pero el choque de su arrogancia con la intransigencia del general Escala produjo el cortocircuito que dejó a éste separado del mando y al coronel Lagos dimitido y de vuelta en Chillán.

Por segunda vez parecía malograda la carrera del mejor dotado oficial del Ejército, cuando un telegrama de Baquedano lo hizo retornar al frente para dar por fin la medida cabal de su capacidad.

Tuvo que contentarse ahora con el puesto de subalterno de primer ayudante del General en Jefe. Poca cosa para él, ¿pero no conquistó Prat la más alta gloria utilizando un buque inservible? Todo depende de uno, y esto fue lo que Lagos se propuso confirmar. De entrada, probó que era infatigable. Llegó a decirse que dormía sobre el caballo. Después de reconocer al enemigo en las cercanías de Tacna, se dirigió al campamento de Yaras, donde acababa de fallecer el Ministro Sotomayor; de allí partió escoltando sus restos hasta la caleta de Ite; y desde ese punto cruzó otra vez a la cabeza de un regimiento de cazadores completando en tres días y noches un recorrido de seiscientos kilómetros por el desierto, para llegar a Tacna horas antes de romperse el fuego y casi sin haber pegado los ojos. Cuando lo creían exhausto y durmiendo a pierna suelta, entró en batalla ejecutando la proeza famosa de sacar un cañón atascado en el arenal, el que ató con un lazo hecho firme a la cincha de su silla para arrastrarlo hasta una loma. Pero en Tacna exhibió algo más que su vigor titánico: demostró que era capaz de trocar en victoria una derrota casi consumada. Habiendo llegado una vanguardia chilena a media cuadra de las posiciones Perú-bolivianas, se agotaron sus municiones y quedó la infantería inerme bajo el fuego graneado de las trincheras, mientras los carros portadores de proyectiles permanecían pegados en la arena. Cuando se ordenó transportar los cajones a lomo de mula, descubrieron que sus tapas estaban atornilladas, y entretanto la vanguardia acribillada retrocedía en desorden, las granadas de la artillería caían en suelo blando sin estallar y el comandante Yávar, sublevado contra el civil Vergara, se negaba a atacar con sus jinetes sin orden directa del general. En esos momentos de total confusión fue cuando Lagos intervino como brazo derecho de Baquedano para conjurar el pánico y rehacer la batalla. Su primer acierto consistió en lanzar toda la caballería al ataque: pululante turbonada de sablazos que dio tiempo a reaprovisionar a la infantería vaciando las cartucheras de los caídos y haciendo saltar a culatazos las tapas de los cajones de municiones. Reorganizados en cuadros de resistencia, los batallones lograron contener a bala y bayoneta el avance aliado, mientras que Lagos, tomando en persona el mando de una División, caía como un torrente sobre el centro y la izquierda del enemigo. Esta embestida desesperada hizo subir al veinte por ciento las bajas chilenas, y el batallón Atacama perdió la mitad de sus hombres; tal fue el costo de tomar Tacna y de eliminar a Bolivia de la guerra.

Así ganó don Pedro Lagos el derecho a dirigir días después el asalto del Morro de Arica. Este diamante de la historia militar fue obra exclusiva de su genio original, mezcla feliz de astucia y audacia, y lo que hizo de él la figura legendaria del Ejército. Para atacar esa fortaleza natural defendida por siete bastiones equipados con diecisiete cañones, tres kilómetros de parapetos, minas explosivas y dos mil soldados, el coronel Lagos disponía de tres regimientos de infantería municionados con sólo ciento cincuenta tiros por hombre, suficientes para combatir noventa minutos. Algo parecido a un suicidio o a un acto de locura, porque el Morro a simple vista era inexpugnable y los observadores neutrales calculaban que con fuerzas abrumadoras podría tal vez tomársele en una o dos semanas... Para desconcertar a Bolognesi acerca de por dónde atacaría, bombardeó la víspera los fuertes del norte y oriente, los que de inmediato el peruano mandó reforzar a expensas de los que su contrincante quería tomarse. Viendo que ni el Buin ni el 3.º de línea aceptaban quedarse en la reserva, don Pedro zanjó la cuestión como sólo a él podía ocurrírsele: ¡al cara o sello! Ganó el 3.º, y al alba despachó a este cuerpo a atacar el fuerte Ciudadela, mientras el 4.º de línea marchaba contra el del Este. El desayuno tendrían que conseguírselo en la plazoleta del Morro, si eran capaces de llegar arriba; como aperitivo les habían dado la chupilca del diablo, hecha de aguardiente con pólvora... Para engañar de nuevo a Bolognesi, Lagos dejó encendidas las fogatas del vivac. La voladura del polvorín del Ciudadela delató el comienzo del combate cuando Bolognesi ya no tenía tiempo de trasladar refuerzos a la cima. Su suprema esperanza eran las minas explosivas de que estaban sembrados los senderos y laderas; pero la mortandad causada por ellas cegó de furor a los atacantes y convirtió la repechada en tarea de exterminio a la bayoneta. 

Tomados los fuertes auxiliares, los dos regimientos hicieron caso omiso de la orden de esperar al Buin para dar unidos el ataque final; siguieron de largo sin escuchar cornetas ni gritos, siguieron sin jefes, porque el comandante San Martín cayó herido de muerte y su reemplazante fue pasado a llevar. Era una horda de bárbaros que trepaban pisando la dinamita, vociferando, deshaciendo a cuchilladas los parapetos de arena ensacada y saltando por encima de las trincheras. Así se explica que casi nadie escapara vivo en la plazoleta, ni Bolognesi, que debió ser respetado, ni los heridos y rendidos; y se comprende que la bandera chilena haya aparecido en el mástil de la fortaleza a los cincuenta y cinco minutos de haberse asaltado los fuertes menores.

Arica explica a su vez el inmenso esfuerzo desplegado por el dictador Piérola para defender Lima. Treinta y dos mil hombres y doscientos cañones esperaron la embestida emplazados en Chorrillos y Miraflores, protegidos por parapetos de cinco metros de espesor, fosos de siete metros de ancho y tres de profundidad, llenos de agua, y los conocidos regueros de dinamita que explotaban al pisar sus detonadores ocultos bajo la arena. Todo ello a dos pasos de los recursos logísticos de la ciudad y con su fácil transporte por ferrocarril. Visitando estas colosales defensas, el almirante francés Du Petit Thouars opinó: «No hay ejército que pueda tomar esto». El resultado de Chorrillos probó que estaba en el error. Entre esa batalla y la de Miraflores, el coronel Lagos vigiló como un centinela. Dormía a la intemperie y al pie de su caballo, que para eso había sido cabo. Como todo lo preveía, mandó incendiar el vecino balneario elegante de Barranco para impedir que la soldadesca saqueara las cantinas y se embriagara como sucedió en Chorrillos. Aunque llano y bromista en el vivac, no toleraba en el servicio la más leve falta. A un oficial que llegó con pliegos de Baquedano y permaneció sin desmontarse, estando él a pie, le dijo que no lo conocía; y se lo repitió hasta que el subalterno comprendió y se apeó de la montura. Mandando la Tercera División, ya con rango de general, le tocó resistir con sólo cuatro mil hombres la inesperada ruptura del fuego, consecuencia del imprudente reconocimiento de Baquedano a tiro de honda del enemigo, y antes de saber si el Gobierno limeño aceptaba el armisticio propuesto por el Cuerpo Diplomático. Mientras las otras dos Divisiones se reponían de la sorpresa y acudían en su auxilio, la de Lagos se aguantó «como una muralla de cal y canto contra todo el Ejército peruano», al decir de Vicuña Mackenna. Una hora permaneció el gigante dirigiendo la acción a la sombra de una higuera cuyas hojas arrancadas por las balas le caían sobre el quepis y los hombros. Alguien preguntó después:
-¿Por qué ese árbol no fue un laurel?...

Su estoicismo aprendido en Arauco dio tiempo a que el resto de las tropas, e incluso la artillería de la escuadra, se unieran al estruendo grandioso que sacudía las ventanas de Lima y enrojeció de sangre el agua de acequias y fosos para abrochar la victoria.

Muy justo, pues, que el artífice de tres batallas, el virtual vencedor de la guerra, haya recibido la Jefatura del Ejército en los comienzos de la ocupación de la capital peruana.

Con todo lo que había dado de sí, al partir de vuelta a la patria tuvo que pedir dinero prestado para pagar unas deudas y traer algún regalo a su esposa y a su hijita...

La gloria y el asombro que producía su presencia no hicieron mella en su sencillez de campesino de Nebuco. Siendo Comandante General de Armas de Santiago le tocó asistir con su amigo Vicuña Mackenna a la inauguración de la nueva Recoleta Dominica. Al ver acercarse al sacristán con el cepillo de las limosnas, susurró al oído del escritor:
-Nosotros, compañero, damos lo que podemos. Usted habrá dado su tinta, yo voy a dar un poco de pólvora.

Y se oyó del lado de la calle una atronadora descarga de fusilería.


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Bunster, Enrique. "Bala en boca" Santiago, 1973.

Saludos
Jonatan Saona

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