7 de marzo de 2022

Rafael Sotomayor

Rafael Sotomayor
Rafael Sotomayor

Nació en Santiago en 1822. Cursó leyes en nuestra Universidad y obtuvo su título de Abogado el 2 de Febrero de 1848.

Fué Secretario é Intendente de la Provincia de Maulé, Juez de Letras é Intendente de Concepción, y luego después Ministro de Justicia, Culto é Instrucción Pública, bajo el Gobierno de don Manuel Montt, 1857 á 1861.

En el desempeño de este último puesto fundó más de 150 escuelas primarias, 20 superiores y 22 nocturnas para adultos; estableció bibliotecas populares, aumentó el número de visitadores de escuelas y sancionó la ley orgánica sobre instrucción primaria.

Don Rafael Sotomayor ha sido uno de los Secretarios de Estado que han prestado mejores servicios á la causa .de la instrucción pú­blica en Chile.

En 1865 se le envió al Perú en el carácter de Agente Diplomá­tico, y prestó en el desempeño de tan importante misión señalados servicios, que fueron debidamente reconocidos por el Gobierno y el país.
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Con motivo del fallecimiento repentino, mientras desempeñaba el alto puesto de Ministro de la Guerra en campaña durante la contienda del Pacífico, el brillante escritor y notable publicista don Justo Arteaga Alemparte se expresa así de don Rafael Sotomayor:

«El señor Sotomayor no era una inteligencia brillante. Era una inteligencia clara, sólida, modesta, que no sentía prisa por manifestarse. La celebridad jamás le preocupó, y llegado á los honores, no luchó consigo mismo para abandonarlos. Comprendía y temía sus responsabilidades; nó con el miedo de los pusilánimes, sino con el legítimo miedo de los fuertes que miden el peso de la carga y dudan de su fuerza. Ello le enseñó á ser siempre discreto, moderado, reflexivo, firme sin rudeza, activo sin vana jactancia, hombre de acción y hombre de consejo. Á ser hombre de guerra, nunca habría hecho sonar su espada, ni la habría desnudado sin motivo ni envainádola sin honor. Encargado de tomar un reducto habría ido tranquilo á su asalto, y habría vuelto á dar cuenta de su comisión, sin que se advirtiera en su voz, en sus ademanes ni en la expresión de su fisonomía otra satisfacción que la del deber cumplido.

Era un flemático, pero un flemático sin egoísmo, hombre de corazón fírme en sus amistades, serio en sus juicios, bondadoso, tolerante: sabía querer á sus amigos y estimar y respetar á sus adversarios.

Esto explica como, siendo hombre de partido que nunca escusó su responsabilidad. Intendente, Ministro de Estado en épocas agitadas, de pendencia, de injusticia, de odio implacable, no le arrastrara el turbión de los desquites.

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Intendente de Concepción durante el Gobierno del señor Montt, supo conquistarse sólidas amistades y generales simpatías entre sus gobernados de aquella provincia, que no manifestaban vivo afecto al régimen político reinante por aquel entonces. Pero su administración cuidó de evitar las asperezas de la autoridad. Fué mansa como mando y activa como mejora local.

Esa intendencia le dió un puesto de primera fila entre los servidores del Gobierno, y no tardó en darle paso basta el Ministerio, á donde llegó, como Ministro de Justicia, Culto é Instrucción Pú­blica, en hora agitadísima.

Se aproximaba la revolución de 1859.
Ser Ministro en tal hora imponía el deber de afrontar todas las audacias del luchador infatigable, ardiente, apasionado.

El señor Sotomayor no estaba en su atmósfera: no era un luchador. Y no porque le faltara la energía del carácter ni el valor de la empresa. Faltábale el temperamento de la empresa. Sus gustos, sus hábitos, su índole le alejaban de la política batalladora.

Guardó silencio en la asamblea: no había nacido orador, pero so paso por el Ministerio no fué estéril en actos administrativos y le procuró su parte de influencia en la transformación política con que el Presidente Montt se despidiera del país.

Desde aquella época, 1861, el señor Sotomayor vivió alejado de los negocios públicos, mas no indiferente por la marcha del país.

Le veía entrar, con franca alegría, en los caminos de la reforma, y continuaba dispuesto á prestarle sus servicios siempre que fueran reclamados, como lo probó aceptando una misión de patriotismo y de arrojo durante la guerra con España. Se le envió al Perú para auxiliar á la revolución del castigo, que el Coronel Prado iniciaba en Arequipa contra el gobierno de la humillación. Siguió ejército revolucionario en su campaña á Lima, contribuyó á negociar la alianza, y ella firmada, se encargó de conducir á Chile, por entre la escuadra enemiga, á la escuadra peruana. Era de esos hombres que no invitan á nadie á ir al peligro sin hacerle compañía.

Desempeñada su misión, volvió de nuevo á su hogar y á sus (unciones administrativas, como Superintendente de la Casa de Moneda.

Á pesar de que no se contaba entre los amigos de la administración, siempre era llamado y escuchado en los consejos de gobierno, porque se tenía justa confianza en su rectitud y en su patriotismo.
Y con justicia. Era un adversario que no confundía la independencia con la violencia y que no olvidaba los deberes del funcionario ni del ciudadano. Sabía que esos deberes deben estar siempre sobre hombres, partidos, facciones, intemperancias, impaciencias, arrebatos de vencidos ó vencedores. Todo eso pasa. Aquellos deberes nó. Era un político esencialmente de conciliación. Y no porque fuese un flemático ó un incrédulo, ni porque las rencillas de la política le fastidiaran, ni, en fin, porque no sintiera las cóleras del sectarismo ni las fascinaciones del poderío: nó! era porque creía que no había para Chile una política hábil, discreta, capaz de bien, bajo la conducta de partidos exclusivos. No quería emigrados en el interior.

Obedeciendo, sin duda, á esa convicción, se acercó al Presidente Errázuriz en las postrimerías de su gobierno y sostuvo la candidatura del señor Pinto, hasta acercarla buen número de sus viejos camaradas.

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Héle ahí que vuelve á la vida pública, para no alejarse de ella sino con la muerte.
Se le señala como Ministro del nuevo Gobierno. Su nombre anda en todas las combinaciones ministeriales, se le llama á todas las conferencias, parece uno de los árbitros de la situación. Es indudable que tenía la confianza del Presidente Pinto, á quien le ligaba afecto antiguo, afecto de la niñez y del aula, fortificado, andando los años, por una justa estimación.Por aquellos días. Septiembre de 1876, mientras la caza á las carteras turba el sueño de muchos, sólo turba el sueño del señor Sotomayor la perspectiva de entrar eu el Gobierno.

No se cree á la altura de los deberes de la situación financiera, que reclama iniciativa atrevida, innovadora, infatigable; una idea por día. Ó el conductor de la Hacienda nada hace ó mneve un mundo.
Pero su presencia en el Ministerio se declara indispensable para dar confianza á los hombres de negocios, que conocen sn cordura, y darla á la mayoría del país, que conoce su rectitud. Se resuelve y entra en el Ministerio acompañado por generales simpatías. Quié­nes, lo acogen porque no será una temeridad; quiénes, porque no será un perezoso ni un cobarde para el bien; quiénes, porque sino esperan de él grandes actos, tampoco temen de él grandes errores; todos, porque todos están seguros de su probidad. Fué un Ministro bienvenido.

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Mas, parecía escrito que el señor Sotomayor habla de llegar á la conducta de los negocios de su país en hora infortunada para él.

Recibe una carga abrumadora. Necesita hacer economías, reclamar nuevos impuestos, reorganizar la administración; ó continuar viviendo del crédito, que experimenta enorme y mortal fatiga.

Su presencia en la Hacienda alienta el crédito. Pero aquel es aliento artificial, reflejo de la confianza de los negocios en el Ministro. No era posible engañarse, y el señor Sotomayor no se engañó.

¡Qué de problemas y de dificultades!
¿Se alzaría el impuesto?
Protestarían los contribuyentes, si el alza no coincidía con un aumento en las fuerzas productivas. Era indispensable despedir al estanco y á un régimen aduanero imprevisor, anárquico, inconveniente, ávido como físcalismo y ciego como ciencia.

«Está muy bien, se decía el Ministro. Eso será escudos para mañana, no lo dudo; pero el tesoro necesita hallar los escudos del día. Va en ello su crédito como deudor.»

El empréstito debía triunfar. Era la idea dominante en la corte, el camino rápido y conocido, la liquidación retardada, el diluvio detenido; y todo ello sin lentitudes, sin romper con hábitos inveterados, sin severa labor ni tremendas mutilaciones en las munificencias del Estado.

Y después, ¿dónde habría encontrado el señor Sotomayor cooperadores para luchar y vencer? Apenas si habría encontrado en el parlamento, en la prensa, en la opinión, un puñado de hombres de buena voluntad que le procuraran el honor de morir en buena compañía.

No temía á la muerte; pero temía romper de frente con las ideas consagradas. Amigo de las innovaciones, estaba con ellas mientras no se ponían en lucha con el pasado, y para procurar que se
entendieran. ¿Su inteligencia era imposible? Guardaba su puesto en los reales del pasado.

Tal le vimos durante el tiempo que condujo la Hacienda.

No resistió á ninguna reforma, pero tampoco puso su hombro á ninguna. Su espíritu parece que experimentaba igual distancia por la resistencia que por la precipitación. No había nacido reformador.
Por eso, comprendiendo que un reformador era el hombre del momento dispuesto á llevarle su cooperación, había aceptado el Ministerio sólo para facilitar el parto, y vivía en él siempre al asecho de una oportunidad que le permitiera devolverle su cartera al Jefe del Estado, sin producir perturbación en la marcha de los negocios públicos.

Y aprovechó la primera oportunidad.

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Durante su alejamiento del poder, mantuvo su influencia en los consejos presidenciales, á los qne siempre llevó un espíritu tranquilo, conciliador y sagaz.

Elegido Senador en 1879, no entró en el ejercicio de su mandato.

La guerra, á que iba á dar su vida, reclamó sus servicios y desde entonces vivió sólo para ella.
Había llegado para el señor Sotomayor su hora más discutida, más brillante y más gloriosa; había llegado para él su hora postrera, su grande hora.

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Declarada la guerra al Perú, sorprendido en delito de felonía, se ordena á nuestra escuadra hacerse á la mar é ir á bloquear á Iquique.

Se llama al señor Sotomayor para que sea en la escuadra la palabra del pensamiento gubernativo. Como siempre, se resiste á la honra que se le acuerda. Pide al gobernante que fije en otro su elección. Su hogar reclama su presencia y la reclama también su modesta fortuna herida, como tantas otras, por la crisis. Al fin cede y parte.

La misión que se le confía es delicada y es equívoca. ¿Qué va á ser en la escuadra? ¿Va á ser consejero ó señor? ¿Va á fortificar la acción del Almirante, dando á sus empresas la consagración de la palabra oficial; ó va á vigilarla, á contenerla unas veces, á acelerarla otras, á conducirla siempre?

Es un hecho que el ilustre muerto no tuvo nunca en la escuadra, en el primer período de la guerra, como no tuvo más tarde en la Escuadra ni en el Ejército, autoridad, iniciativa, carácter bien definido. Se le llamó á un puesto de lucha, de responsabilidad y, digamos la palabra, de martirio.

Apesar de su sagacidad, que siempre revestía formas fáciles, sin pretenciones campechanas, no logró impedir que se cosechara lo que se había sembrado. Se habia sembrado rivalidades: debía cosecharse embarazos, celos, descontentos, intrigas, desavenencias, riñas, rupturas.

Aguardando remediar lo irremediable, se llama al señor Sotomayor al Ministerio de Guerra y Marina. Pero nada se obtiene.

La rivalidad ha desembarcado. Ya no está en la cámara de la nave capitana. Está en la tienda de campaña del General en Jefe, donde concluye por ser no menos viva y tenaz que en el mar.

La responsabilidad del ilustre muerto crece. Todo es su obra y su culpa. Él guarda silencio.
¿Por qué? Porque sabe que se debe á su país, ó porque su ambición le domina?

He ahí interrogaciones cuya respuesta no se hará esperar.
Mientras llega la respuesta de la justicia y de la historia, ahí está la respuesta que nos da su muerte.»

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El fallecimiento del señor Sotomayor, ocurrido el 20 de Mayo de 1880, fué comunicado al Gobierno por el siguiente aviso telegrá­fico:
«Iquique, Mayo 21.—11 hs. 30 ms. P. M.
— La Magallanes acaba de fondear.
El Comandante de Armas de Ite, me encarga transmita á S. E. el siguiente parte del General en Jefe del Ejército, que recibió ayer á las 6 hs. 30 ms. P. M.:
«En este momento, á las 5 hs. 10 ms. P. M , hemos tenido la desgracia de perder al señor Sotomayor, Ministro de Guerra.
Murió de un ataque apoplético, que le quitó la vida en 5 minutos.»
Dios guarde á V.E.—Lynch.»

Haciendo verdadera justicia á este eminente servidor público de Chile, le dedicamos estas páginas á su memoria como acreedor al eterno y respetuoso recuerdo de sus conciudadanos, que supieron reconocer en él al insigne patriota, honrado y probo hombre de estado; á quien la Nación entera le debe los más importantes y desinteresados servicios prestados en los instantes más solemnes para el prestigio y honra de la patria amenazada.


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Fuenzalida, Enrique Amador. "Galería Contemporánea de Hombres notables de Chile (1850-1901) Tomo I." Valparaiso, 1901.

Saludos
Jonatan Saona

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