Por Alejandro Montani
Caían sobre la ciudad de Huancayo las primeras sombras de la tarde...! Allá, sobre el camino a Quebrada honda, el cielo cubríase de tintes rojos, como reflejos de una inmensa hoguera esmaltando las vegas del camino a Concepción.
La arboleda y los sembrados de la parte más lejana del valle, se sombreaban lentamente. El verde esmeralda del follaje y la amarillenta tierra del camino, iban perdiendo su limpieza de luz, invadidas por la penumbra leve y diáfana del crepúsculo. Pequeñas nubecillas de ceniciento aspecto, como si ofrecieran su concurso indolente y pausado a la noche, se arremolinaban sobre el Mantaro oscureciendo sus márgenes sobre el puente de La Mejorada.
Hacia la extrema derecha quedaba Chorrillos, pintoresco caserío, con su arboleda dispersa y sus espinosos magueis, sembrados con caprichoso desorden en los bordes de la senda que conduce a Concepción o sobre los atajos del camino a la carretera.
Tras de nosotros, la ciudad de Huancayo, con sus techos rojos y limpios y su campanario diminuto y blanco, como las nieves de su camino. Huancayo, el pueblo histórico de nuestras luchas por la libertad; la ciudad de nuestros afectos por la virilidad de sus hijos, nobles y hospitalarios, ¡... ayer no más bulliciosa y expansiva por sus ferias dominicales; ahora triste, como el caer de la tarde, y como anunciándonos algo fatal, inexplicable y severo!
Desde el mediodía tomaba allí descanso el maltrecho ejército de la resistencia nacional, al mando del mágico e inolvidable general Andrés A. Cáceres. En casas, edificios públicos y en la iglesia inclusive, descansaban ya los defensores del territorio que, cediendo y cediendo en retirada, venían de atravesar las más altas cumbres de los Andes en marcha fatigosa desde Chosica. Las frías etapas de Ticlio y La Oroya; las hermosas campiñas de Tarma, Jauja y Concepción habían pasado a la vista de esos hombres abnegados, como sombras en medio de su peregrinación rápida y ordenada.
Los ya veteranos muchachos del "Zepita", "Junín", "América", "Libres de Ayacucho", etc., sólo habían podido estimular sus ateridos músculos con la velocidad de sus escaramuzas y combates, acosados de cerca por diversas divisiones de tropa contraria. Verdaderos ejercicios de resistencia, cuyos festivos comentarios formaban la santa charla del vivac.
Los chilenos no avanzarían impunemente; con aquel grupo de patriotas, iba la figura extraordinaria, inimitable del general, título que por antonomasia se daba al hombre y al soldado que mejor nos había personificado, el valor, el patriotismo y la gloria. Gloria digna de imitarse, muriendo a su lado; gloria de tenerlo contento, sin enojos de indisciplina, como maestro y amigo, como a nuestro jefe; como a nuestro general, como a nuestro semi-dios en fin.
En los últimos días de diciembre de 1881, el ejército chileno de ocupación en Lima, comenzaba a inquietarse con la presencia de varias partidas de guerrilleros peruanos que, en defensa de su territorio, se organizaban en Chosica a las órdenes del general Andrés A. Cáceres, avanzando con más o menos frecuencia hasta los valles cercanos a la ciudad. Con el fin de deslojar a tan incómodos enemigos, el cuartel general chileno ordenó al coronel Estanislao del Canto, hacer un reconocimiento sobre la quebrada de Huarochirí, para desalojar de ella a las fuerzas peruanas. El coronel del Canto salió, pues, a cumplir su cometido; pero bien pronto pudo apreciar que en Chosica, como en el "Purhuay", las guerrillas peruanas, sin temor a los fuegos de la artillería llevada en su contra, estaban resueltas a impedir el paso a su enemigo. Con tal convencimiento regresó a Lima el coronel del Canto, para coordinar mejor un plan de ataque.
Como el ejército de ocupación en Lima era, por esta época, de quince mil hombres y las operaciones que se debían realizar, debía tomarles más de la mitad de ese efectivo, se pidieron nuevas tropas a Tacna y Valparaíso, las que enviadas sin tardanza, permitieron el desarrollo del siguiente plan de operaciones.
La quebrada de Huarochirí, corre paralela a las de Canta y Yauyos; siendo la de Canta especialmente de fácil comunicación con Chosica por Santa Eulalia y un poco más arriba.
Siendo la posición peruana formidable en las altas y estrechas gargantas de esta quebrada, el ataque de frente se hacía peligroso y muy difícil. Flanquear Huarochirí por la quebrada de Canta, y con un simple amago por la de Yauyos, ofrecía la ventaja de imponer a los defensores la necesidad de abandonarla, y con ello, sus posiciones más ventajosas de combate.
Así lo había comprendido también el general Cáceres, enviando con hábil precaución al coronel M. Reyes Santa María a defender el paso de la quebrada de Canta, y al venerable coronel Gaspar Tafur el paso y quebrada de Yauyos, manteniendo él la defensa de Huarochirí. Pero los chilenos, que contaban, además de su buena artillería y caballería, con un efectivo de tropa cinco veces mayor a las peruanas, bien pronto comprendieron que, forzando cualquiera de los flancos del ejército del general Cáceres, la retirada de ese puñado de hombres era indefectible, como indefectible hubiera sido su total destrucción, al no dejar el campo libre. El aforismo militar de "plaza sitiada, plaza tomada", podía entonces cambiarse por este otro: "posición flanqueada, posición abandonada”.
Con tal evidencia, pues, se organizaron bajo las órdenes del coronel chileno Gana, dos divisiones de ataque: la primera al mando directo de dicho coronel con un efectivo de "tres mil quinientos hombres", compuestos de una compañía de granaderos, una división de infantería, formada por los batallones "Buín", "Pisagua", "Santiago", "Esmeraldas" y "Maule"; dos baterías de artillería de montaña y el regimiento "Carabineros de Yungay"; y la segunda con un total de 1,556 hombres, al mando del coronel Estanislao del Canto. Ambas fuerzas se desplazarían simultáneamente por las quebradas de Canta y Huarochirí, tomando Gana la primera y Canto la segunda, tratando de reunirse sobre la línea del ferrocarril a Chicla, o un poco más adelante, o sea en Casapalca. Esta disposición de ataque, sospechada, como hemos visto, por el general Cáceres, al resguardar sus flancos con las tropas de los coroneles Santa María y Tafur, fue confirmada bien pronto, con el ataque chileno sobre Canta y la disposición de los defensores de aquel lado. Dominada la posición de Canta, las de Chosica y Purhuay, mantenidas tan porfiadamente, habían perdido toda su importancia haciéndose peligrosísimas momento a momento.
He aquí, pues, perfectamente explicada la retirada del ejército peruano sobre la nevada cordillera, con la concentración de las fuerzas de Yauyos sobre La Oroya, punto de concentración en esta nueva etapa de nuestros infortunios militares.
Los chilenos, a su vez, efectuaban su marcha ofensiva logrando su concentración en Casapalca el día 2 de enero de 1882.
Del arte y maestría puestos en juego por ambos beligerantes, debían deducirse los éxitos futuros. En cuanto a los elementos de guerra puestos en acción, no cabía establecer comparaciones. Los chilenos marchaban sobre una línea férrea, unida por el alambre telegráfico a su cuartel general y en contacto con sus flancos; tenían sus efectivos homogéneos, sus armas calibradas a un solo sistema; un parque inagotable; sus caballerías bien conservadas, con diez piezas Krupp de montaña y con una administración de sanidad completa, condiciones todas de empleo eficaz en las operaciones sobre un enemigo descalzo, mal alimentado, sin pago, sin caballería, sin parque abundante, sin artillería y lo que era peor -si cabe- dominado por una serie de inmerecidos reveses.
Pero no obstante tales diferencias, el ejército conducido por el general Cáceres iba infligiendo, sin detenerse en sus fatigosas marchas, muy serios perjuicios al invasor. Hasta La Oroya, pues, la evolución del ejército peruano superó en actividad y talento al de ofensiva chileno, porque, si el plan del ejército invasor concebido con madurez y en tiempo apropiado, con efectivos muy superiores a los de sus enemigos, con caballería y artillería ligera, no pudo desarrollarse tal cual se inició, es innegable que el triunfo moral -por lo menos- correspondió al ejército que frustró la tentativa, atrayendo a su contrario a parajes en los cuales no sólo lo distanciaba de su centro de operaciones (Lima), sino que lo exponía a perder su superioridad numérica, internándolo en regiones difíciles, lluviosas y abruptas, en las cuales una buena posición podría equiparar las fuerzas combatientes.
Concentradas en La Oroya, las fuerzas del general Cáceres, con las de Yauyos, comandadas por el coronel Tafur, se cortó el puente sobre el río, continuándose la marcha sobre la hermosa campiña y pueblo de Tarma. En esta ciudad, un consejo de guerra debía resolver estos puntos, a saber:
1° Si se esperaba allí al enemigo; y
2° Si se continuaba la retirada en demanda del auxilio de tropas (3,000 hombres) que desde Ayacucho, se habían mandado venir al cuartel general de Chosica.
Las tropas de Ayacucho (las mejores de aquella época), habían sido dejadas en aquella plaza por el Dictador Piérola y estaban comandadas por los coroneles Panizo, Pedro Más, Bonifaz, Barreda, Juan Vargas Quintanilla y otros. Contaban con pocos cañones, pero bien municionados, estaban bien vestidas, descansadas y con buen número de mulos y caballos en larga inverna.
Esperar, pues, la incorporación de estos efectivos, cuya marcha se les impuso por mandato expreso y patriótico, trasmitido desde Chosica por los coroneles Manuel Cáceres y Pedro Montani, fue lo que, con sujeción a la lógica, se resolvió en el consejo de guerra en Tarma.
Queda así explicado, dentro de un perfecto plan táctico, el movimiento de retirada del ejército peruano y su sorpresiva aparición en Huancayo. Esta operación, que además de efectuarse ya sobre caminos llanos, tuvo la afirmación de los comisionados, coroneles Cáceres y Montani, de que las tropas de Ayacucho, tras ciertas exigencias, más o menos censurables, habían convenido en salir en ayuda de sus camaradas del centro, previos ciertos pagos y bagajes satisfechos por el patriota y acaudalado minero don Tomás Patiño.
Sólo en derredor de la casa ocupada por el general Cáceres y su estado mayor, muy cercana a la plaza principal de Huancayo, se notaba relativa actividad. Los jóvenes ayudantes de campo de ese jefe inolvidable a través de los años -que ya han desaparecido a unos, y envejecido a otros- se movían siempre entusiastas y ligeros, siempre sonrientes y expansivos, iban de un lado a otro por entre un tropel de caballos en descanso. El ruido de los sables; el rin, rin, rin, acompasado de las espuelas; las risas de allá; la llamada a voces de acá; la charla franca y alegre de esos grupos juveniles y galoneados; y el respetuoso silencio de la parte interior del edificio, albergue de un hombre tan querido como el general Cáceres, hacía un conjunto guerrero, aunque desordenado, grandioso y admirable por su gran fondo de virtud.
Seres todos sin una sola ambición de provecho individual y con millares de ambiciones por la gloria. Voluntarios todos a figurar en la lista de los héroes; temeroso ninguno a los sufrimientos del combate.
De pronto se escuchan los clarines de tropa en marcha. Era el escuadrón del mayor Celso Zuleta, nombrado gran guardia avanzada, sobre Quebrada honda. Uno que otro vecino curioso lo contemplaba asombrado, sin darse explicación clara de cómo una tropa, sin descanso, cubierta aún por el lodo del camino, severa, silenciosa y marcial, volvía sobre el terreno recorrido, sobre el ya obscurecido horizonte, en busca del enemigo. El coronel Arturo Morales Toledo, secretario del general Cáceres, avanza hasta las filas en marcha, comunica alguna orden al mayor Zuleta y regresa poco después, rodeado por los ayudantes.
Y así, como por la salida a Concepción, iba lentamente la gran guardia, por la opuesta carretera hacia el caserío de "La Punta", dejando a la derecha el pueblillo de Marcavalle -célebre poco después-, avanzaba también hacía dos horas el resto del ejército.
Noticias de aquel mismo día, traídas por los patriotas paisanos de las comarcas vecinas, anunciaban la presencia del enemigo en Concepción. La distancia era corta; el camino fácil y muy llano; la sorpresa podía efectuarse en cualquier momento de la noche, y no satisfecha todavía la concentración del ejército de Ayacucho, la retirada sobre Pucará se impuso desde el primer momento.
Y allí iban, encorvados por la fatiga y el peso del equipo, humedecido por las lluvias, los viejos veteranos de la campaña del sur, los hombres envejecidos en las tareas del campo, hechos soldados a influjo de una energía admirable; los muchachos de alegres fisonomías, los guerrilleros, en fin, con sus sombreros de anchas alas y su divisa roja en la copa, con sus armas terciadas sobre las monturas. Jinetes cubiertos por el poncho, raído y húmedo; bestias en tropel, maltrechas y enflaquecidas, o gravemente lastimadas del lomo; enfermos y heridos con sus ennegrecidos y pálidos semblantes; miradas tristes y párpados caídos, como si se concentrara su dolor en sí mismos, sin lamentos y sin quejas.
¡Allí iban! Y en torno de ellos, como esfinges de impotente caridad, la india amorosa, cargada con el enorme peso de sus ropas y trastos de cocina en las espaldas. Otras, más jóvenes o más robustas, como hijas de sus climas fuertes, con sus gruesos y multicolores faldones de lana, terciando sobre el promontorio de sus quipis(1) el fusil del hijo herido, del hermano enfermo o del padre inválido. Por el centro del camino, la tropa en fila y en paso de camino, armas de hombro, medio encorvados y en bulliciosa ansiedad, seguían y seguían, volviendo de vez en cuando la mirada a Huancayo, como deseando entresacar de sus calles solitarias la venerable figura de su general. Tras un pequeño descanso en "La Punta", continuó esa marcha precursora de cuadros de mágico ardimiento.
A esa hora también el general Cáceres y su estado mayor dejaban Huancayo, con la evidencia de que el enemigo avanzaba resueltamente a su alcance.
Replegada la tropa del mayor Zuleta, la despedida a ese vecindario, sometido a las graves exigencias y represalias chilenas, fue altamente conmovedora.
Junto a las esperanzas de un feliz éxito de nuestras armas, se sucedían las despedidas efusivas, como anunciándonos una larga y penosa despedida, o el temor de un nuevo y sangriento desastre; a todo lo que el general respondía, acentuando sus prevenciones de darle inmediato aviso del ingreso del enemigo a la ciudad.
Por fin partieron en ruidosa cabalgata, dejando tras de sí los rostros conmovedores de los patriotas Cevallos, Carbo y veinte más, padres de familia y de sus pueblos. El llanto de las mujeres, el adiós con los pañuelos y después... los últimos rayos del sol.
Pucará es una aldea verdaderamente pintoresca. A sus pies, el valle, sembrado con sus matices de verde y amarillo, colores de las alfalfas y cebada, serpenteando por el sembrío que se ancha por los lados de la carretera un riachuelo que la corta a cien metros del pueblo; a la derecha, Marcavalle con sus chozas y tejas arremolinadas; luego el Mantaro, río caudaloso que corre paralelo al camino real y a dos kilómetros más o menos de distancia; quintas de un lado y otro, que, aun cuando esparcidas a trechos largos, son de interesante y rústica perspectiva; al frente, la amplia carretera, y encerrando este conjunto variado y alegre, dos barreras de granito a derecha e izquierda, dejando una campiña de cinco kilómetros de ancho. Luego el caserío de Pucará, como término de la carretera, se distingue en lo alto, como a cincuenta metros sobre el valle. La senda que hay que recorrer para llegar a sus casas sigue por una gradiente amurallada, haciendo un desarrollo de 600 metros por las dos vueltas del zig zag. Al lado Este de la plaza se eleva una pequeña torrecilla de 15 metros de altura. El atrio, no terminado en aquella época, ofrecía magnífico resguardo de la lluvia y dentro de él descansaban ya algunos oficiales y jefes, tendidos sobre fardos de pasto, pellejos y equipos de campaña. Los caballos ensillados, pero sin bridas, masticaban, hambrientos, el pienso que se les había proporcionado.
A pocos pasos de este lugar acababan de desmontar el general Cáceres y su estado mayor; y lo que fue entonces más hermoso y conmovedor, la señora del general y sus dos tiernas hijas, Zoila y Hortensia, compañeras y felices testigos de las heroicidades de su padre.
La noche había invadido todo el campo, con ese negro aspecto de los cielos brumosos. Por todas partes de advierten los pabellones de a cuatro sobre la línea, armas recostadas a equipos o paredes, delante de la tropa en descanso, inmóviles, cubiertos de cabeza a pie. Sombras queridas de cien almas, cuyo destino nadie podía calcular.
Las avanzadas, puestas sobre el camino, mirando siempre ansiosas hacia Huancayo; el tic, tic, tac del golpe sobre las baquetas, exigiendo la respuesta del centinela inmediato; ni una luz, ni un cigarrillo: sólo el sonido acompasado del ¡alerta! al compañero.
Pasaron así las horas, eran cerca de las cuatro de la madrugada, el frío glacial de esa altura comenzaba a exigir movimientos a los rendidos hombres que horas antes parecían masas petrificadas. La niebla helada, penetrante y espesa, lo envolvía todo. ¡Qué horrible mañana aquella!
De pronto, se siente un ruido atronador y nuestros cuerpos quedan cubiertos de tierra, cañas y fragmentos de construcción, adobones, etc. Una segunda vibrante detonación nos hace conocer ya la voz del cañón enemigo. El primer disparo, hecho probablemente de la banda opuesta del Mantaro, había hecho blanco en el campanario de la iglesia, cubriéndonos de polvo. Al segundo disparo, todo el campamento estuvo de pie y arma al brazo. Fue entonces que, mientras se embridaba a los caballos, claros y bien perceptibles se escucharon los fuegos de nuestras avanzadas. Era el fuego tan vivo desde ese instante que, aún confundidos, nos imaginamos presa de una pesadilla. Con rapidez indecible y nunca explicable para mí, pasó al trote, conduciendo al bravo "Zepita", el valiente camarada Arturo Morales Toledo. Instantes después la voz sonora, tranquila, inimitable del general Cáceres, en su hermoso caballo blanco y seguido de todos sus ayudantes, conducía a los soldados del "Lima" y "Junín", recomendándoles calma y no disparar sino de muy cerca.
¡Qué hermoso espectáculo el que se presentaba a la vista, cuando se pudo distinguir la acción empeñada! Dos líneas de relámpagos, pero no interrumpidos; siluetas de hombres y jinetes que se movían activamente tras esa enorme gasa formada por la niebla; gritos de uno y otro lado; voces enérgicas de mando; vivas atronadores al Perú y al taita Cáceres, que tan bravamente supo personificar el amor a la patria. Ayudantes que subían al pueblo, otros que bajaban transmitiendo las órdenes del general, toques de corneta y el sonoro tronar del cañón: he aquí mis recuerdos a través de 25 años.
El día comenzaba con la indecisa claridad de una mañana invernal: de hielo hacia arriba, con fuego hacia abajo. El general, empeñoso en atender todos los incidentes del combate, pasó el flanco derecho de nuestra línea para estimar la actitud de nuestras tropas en el llano (se peleaba allí a 150 metros de distancia). Parado sobre una pequeña meseta, observaba con el anteojo la briosa resistencia de nuestra tropa. Una hora había transcurrido desde el primer disparo y el enemigo no había podido avanzar al riachuelo. En tales momentos, alguien advirtió el avance rápido de la caballería chilena sobre el general; se le hizo presente el peligro, cuya magnitud él no quería apreciar. Diversas indicaciones de retirarse de aquel punto fueron desoídas; pero al fin el coronel Morales Toledo y otros jefes se lo impusieron como necesario. El peligro de caer prisionero arreciaba por minutos, pero cuando se resolvió a volver sobre el pueblo, el caballo, mal cinchado, dejó al jinete en tierra y a la montura en sus ancas. Todos los ayudantes, entonces, dejaron sus caballos, cubriendo con sus cuerpos al general, y rompieron el fuego sobre el ansioso escuadrón chileno. Cinco minutos duró este lance hermosísimo; el "Inmortal" (se denominaba así al caballo blanco del general Cáceres) recibió al amo querido sobre sus lomos, y, brioso y ligero, púsolo fuera de ese inminente peligro.
Aquel combate, que llevaba ya trazas de continuar sangriento y porfiado, comenzaba a truncar también, con sus entusiasmos, el plan táctico resuelto en Tarma por el consejo de guerra, ofreciendo al enemigo la ocasión de batir en detalle a las tropas de Chosica y seguramente después a las de Ayacucho, que se suponían en marcha sobre Izcuchaca. Estimándolo así, el general Cáceres ordenó entonces la retirada más difícil y hermosa de nuestra historia militar. Con la misma decisión y disciplina con que nuestros batallones habían entrado al fuego, fueron retirados gradualmente y de modo que uno sostuviera el ataque enemigo, mientras las demás tropas comenzaban su lenta y difícil ascensión sobre la cuesta empinada a "Nahuimpuquio"; poco después, cada batallón escalonaba una compañía, en guerrilla, sosteniendo el avance de sus camaradas. Al ceder así el terreno, las fuerzas chilenas empeñadas en terminar la acción que suponían triunfal para ellas, avanzaron con incauto ardimiento, recibiendo de la altura muy severa lección. Nuestras tropas entonces, ya mejor dispuestas, dominaban la acción con graves pérdidas para los contrarios y con la salvación del ejército en marcha hacia la ejecución estratégica anhelada. El honor militar y la suerte del ejército de la defensa nacional, quedaron allí resueltos favorablemente, como que quedó a los atacantes la misión única de recoger a sus muertos y totalmente desorientados de nuestras perspectivas ulteriores.
En esta parte de la campaña destacó la retirada de Pucará como su mejor y más hermoso movimiento táctico; y el enemigo no pudo menos que reconocerlo así, cuando daba cuenta a su general en jefe de esa acción en los siguientes términos: "Nuestra vanguardia de infantería no tardó en ser atacada por el enemigo y se le reforzó apresuradamente con tres compañías del segundo de línea. El resto de este cuerpo recibió orden de tomar el flanco derecho de Cáceres, que atendiendo únicamente a su retirada, había descuidado ocupar un cerro dominante de su retaguardia. El fuego se hizo entonces general y el enemigo cedió después de una hora, más o menos, de resistencia, confundido por el certero fuego de la artillería; no obstante se defendió todavía en una segunda línea y en mejor situación, pues lo separaba de nosotros una fragosa quebrada. Entró entonces en combate medio batallón segundo, mandado, por el comandante Dañín y las primeras compañías del Lautaro y se obtuvo una rápida victoria. Llegó, pues, el caso de ordenar una carga de caballería, más fue infructuosa a causa de las dificultades del terreno. Inmediatamente, la infantería protegida por los fuegos de nuestros cañones, ocupó la mejor posición; pero cuando ya se creía que el enemigo se hallaba derrotado por completo, se vio que, a una distancia de veinte cuadras, había formado una nueva línea en un portachuelo de altura dominante. Se volvió de nuevo al ataque y allí los de Cáceres presentaron más tenaz y ordenada resistencia. Sin embargo, los nuestros lograron despejar su frente y vencerlos por tercera vez”.
Como se ve, el ejército chileno tomó como un éxito y una victoria de sus armas, lo que no fue ni una ni otra cosa. No fue un éxito, porque el plan del ejército peruano pudo seguir su ejecución calculada respecto de las tropas de Ayacucho. No fue una victoria, porque el general Cáceres y los suyos se retiraron con sus efectivos y en orden, sin perder una bandera, un oficial prisionero, salvo el caso de los que, por su gravedad, quedaron heridos en el campo: diecinueve hombres.
Tal fue la batalla del Primer Pucará, realizada el 5 de febrero de 1882.
Lima, octubre 15 de 1906
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(*) Fuente: El Comercio 7 de noviembre de 1906.
(1) Quipi. Atado que las indias suelen llevar a la espalda cuando van de camino.
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Comisión Permanente de Historia del Perú. "La Resistencia de la Breña I: De los Reductos a Julcamarca (16 Ene, 1881-22 Feb. 1882). Lima, 1981.
Saludos
Jonatan Saona
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