Jeneral de Brigada
I.
No es sólo el plomo en las batallas el insidioso metal que mata a los héroes en la guerra, ni son únicamente las epidemias las que diezman los ejércitos en las campañas. Porque trabajados muchas veces los músculos i las entrañas de los combatientes por duras fatigas o acerbo clima, agonizan muchos lentamente, en ocasiones de una manera invisible, i al fin pagan el tributo al sacrificio común, mucho antes de la fecha señalada por poderosa o privilejiada naturaleza.
I esto ha acontecido de tal manera en nuestras prolongadas campañas tropicales en el Perú, que durante los tres últimos años hemos estado leyendo la larga lista de órdenes del día en que se disponía por la comandancia jeneral de armas, los últimos honores acordados por las Ordenanzas del Ejército a los que sucumbían “a consecuencia de las fatigas i penalidades de la campaña.".
I caso singular! Era el jeneral don Pedro Lagos el que en su condición de comandante de armas de Santiago, firmaba los boletines de esas tristes pero honrosas defunciones.
II.
I en pos de los otros tocóle temprano su turno, siendo el primer jeneral que desaparece de los que vencieron al Perú i a Bolivia en las más memorables batallas campales de la segunda Alianza i tercera guerra púnica del Pacífico.
Suele en efecto el propio rayo, que en la medianía del bosque derriba la ramosa encina i hiende i descuaja el roble altivo, cuando fulmínalo el cielo contra las multitudes humanas, escojer para su ira las mas altas tallas, las frentes más enhiestas, los pechos más levantados, i en hora no aguardada tráelos de súbito al suelo.
I eso precisamente aconteció con el hombre de guerra i de batalla que, refuljente todavía de juventud i de gloria, yace en temprano ataúd, herido por daño aleve, después de haber pasado ileso por el raudal de fuego de cien fieros combates.
III.
El jeneral D. Pedro Lagos, muerto a los 52 años de edad i a los 40 de su gloriosa carrera de soldado, era la encarnación más viva, más brillante, i a la vez más popular i más famosa del verdadero tipo del caudillo de guerra, en esta tierra en que los hombres, a semejanza de las lejiones de Pompeyo, nacen armados, del calcaño al yelmo, a la invocación de la patria o al simple ruido de las cornetas que apellidan la niñez i la juventud a los combates.
De aquí la honda impresión que su fin ha causado de un confín a otro de la república, i que mañana irá a repercutir como un eco fúnebre, a las puertas de las tiendas en que todavía velan nuestros soldados.
IV.
Nació el jeneral Lagos en la ciudad de Chillán, o más probablemente en la estancia de Mengol, (hoi subdelegación de Nebuco,) donde su padre trabajaba con cortedad de recursos i sobra de hijos, en 1832; i de los últimos, que eran quince, nacidos de dos matrimonios, cuatro abrazaron la carrera de las armas. Su padre llamábase don Manuel Lagos, su madre doña Rosario Marchant, i sus hermanos soldados, don Gabriel que murió de cadete, don José María, hoi sarjento mayor retirado i don Anacleto que milita todavía en el ejército con el grado de teniente coronel.
Don Pedro llevó en la pila el nombre de su abuelo, que fué soldado voluntario de la patria, durante la guerra de la independencia junto con sus hijos.
V.
Desvalida la familia por el abultado crecimiento de la prole, hízose clérigo uno de los hermanos mayores del futuro jeneral, llamado don Antonino, i este trájole consigo a Santiago en uno de los viajes que fuera de su diócesis solía emprender.
Comenzó el brillante caudillo que el país acaba de perder su primer aprendizaje militar en la esfera mas humilde de su escalafón. Nacido en la comarca de Chillán, como el coronel Juan Martínez, de atacameño renombre, como Vargas Pinochet, como San Martín, como Jiménez Vargas. como Marchant i tantos otros que murieron en el campo de batalla o después del campo de batalla, entró a la escuela de cabos en 1846 cuando no había cumplido 16 años, i allí formóse su alma intrépida, bajo la caballeresca vijilancia del jeneral Aldunate, tipo antiguo del honor militar que rije todavía por fortuna nuestro joven ejército i lo enaltece.
Tuvo allí el cabo segundo don Pedro Lagos, dos compañeros que le precedieron en el sendero de la inmortalidad i fueron dignos de su consorcio en el aula i en el combate; el cabo Vivar, muerto gloriosamente en Tarapacá, i el cabo Marchant, su primo hermano, inmolado más gloriosamente al frente del heroico Rejimiento Valparaíso, en Miraflores. En esos tres cabos de 1846 el país ha visto desaparecer tres de sus más nobles adalides, dignos todos de ceñir la faja azul de su primera categoría militar.
VI.
Cuatro años llevó el jeneral Lagos atada a su manga derecha la jineta de subalterno que carga mimbre i fusil, i cuando en 1850 salió destinado al ejército, el joven cabo ganó uno a uno todos sus grados. Los combates de la revolución de 1851 lo hicieron teniente. Los de 1859 lo hicieron teniente coronel.
Llamó la atención de sus jefes por sus tempranos actos de bravura, el subteniente Lagos durante el porfiado sitio que la ciudad de la Serena, defendida por sus hijos en armas, sostuvo contra las tropas mas aguerridas del gobierno, desde Octubre de 1851 a Enero de 1852.
Al mando de una mitad del batallón 5° de línea, sostuvo en efecto el juvenil oficial, varios encuentros en las calles de la heroica ciudad dando siempre pruebas de un valor sereno i de una jenerosidad magnánima, con los que, talvez a su pesar, combatían en lucha fratricida. El jeneral Lagos, como hombre de guerra, solo sería terrible e implacable con los enemigos extranjeros de su patria.
VII.
Era entonces el jeneral Lagos, un esbelto mozo. de veinte años, alto, delgado, hermoso como la adolescencia, flexible como los empinados robles de su montaña natal; i por la gallardía de su porte así como por la franqueza espontánea i varonil de su índole caballeresca, cautivábase de continuo, no sólo el aprecio de sus jefes sino la simpatía de sus propios adversarios. En una ocasión en que el capitán de las fuerzas sitiadas, don Nemesio Vicuña, hizo una salida hacia San Francisco con un destacamento de infantería, marchando agazapado por adentro de los huertos de las casas, que tenían sus murallas preparadas, salióle al encuentro con sus tropas d teniente Lagos, i después de cambiarse algunos balazos, concluyeron por acercarse i darse afectuosamente la mano en la medianía de sus trincheras. El actual bizarro jeneral de división, don Emilio Sotomayor, en aquel tiempo capitán de artillería i que mandaba la contra-trinchera de San Francisco, fué testigo i actor en aquella escena caballeresca, de una guerra entre chilenos. Por esto talvez, tan noble soldado fué el único de su clase que acompañó al antiguo e ilustre amigo, haciendo ensanchar bajo sus órdenes la cavidad de la sepultura que debía contener el abultado ataúd del héroe que había crecido con su fama.
El jeneral Vidaurre, comandante enjefe de la división sitiadora de la Serena i el vice almirante Simpson, que allí se encontró como capitán de la corbeta Esmeralda, habían adivinado, entretanto, al futuro adalid de la república; i en la familia de uno i otro de aquellos dos valerosos jefes se ha conservado la tradición del cariñoso recuerdo que de los hechos del joven oficial durante el sitio de la Serena ambos guardaron.
VIII.
Ascendido tres años después de terminada la revolución de 1851 (febrero de 1854), a capitán del batallón 4.° de línea, el teniente Lagos hizo de este bizarro cuerpo su lejión sagrada, i por esto prefiriólo a los otros rejimientos del ejército en el asalto de Arica, un cuarto de siglo más tarde. Hallábase al mando accidental de ese cuerpo como su sarjento mayor, el año memorable de 1869, i todavía recuérdanse en la línea militar del Nuble sus proezas de soldado i su jenerosa conducta de jefe con los que habiendo sido en la víspera sus amigos i sus camaradas, combatían ahora de nuevo con las armas en la mano la misma política que habían combatido sin éxito en 1851.
IX.
Diez años después de esos luctuosos sucesos (abril de 1859) un rasgo de altivez de carácter contra las sospechas de la recelosa política de la capital, le arrancó al ejército de las fronteras, donde mandaba con raro prestijio el batallón 4. de línea, arrastrando en su caída a cuatro capitanes que prefirieron seguirle en su desgracia. Uno de esos capitanes es hoi el coronel Soto, otro el coronel Fuensalida, otro el coronel Gorostiaga. El comandante Lagos no sólo sabía ser soldado sinó que sabía también hacer soldados. Para ello había sido cabo.
X.
Retirado desde entonces el comandante Lagos, a causa de los afanes medrosos de los partidos, a su ciudad natal, donde vivía como empobrecido cultivador, los azares de la política volvieron a llamarle al servicio activo; porque, desconfiando el gobierno de la actitud del pueblo de Chillán en la campaña presidencial de 1875, quiso contentarle colocando otra vez bajo las banderas a su más prestijioso i más popular caudillo militar.
En esta situación, un tanto pasiva, hallóle la guerra, i en el acto tomó servicio, siendo nombrado en abril de 1879 comandante del Tejimiento Santiago, que él mismo debía reclutar de entre la jente bravía de los arrabales de la capital.
XI.
Elijió el activo jefe para compañeros de campaña a dos soldados de su mismo metal, i que, acribillados de balas, le han sobrevivido para glorificarle con incontrastable amistad. Aludimos a los coroneles don Demófilo Fuensalida i don Francisco Barceló; i con la ayuda de estos dos disciplinarios, entraba el comandante Lagos en campaña pocos meses más tarde, a la cabeza del más formidable rejimiento de línea de nueva creación que ha paseado su bandera por los médanos i las montañas del Perú.
Promovido a coronel i a jefe de estado mayor del ejército de operaciones pocos meses más tarde (enero de 1880). otro rasgo de su jenial arrogancia le hizo abandonar su alto puesto i regresar desazonado a su retiro favorito de Chillán.
XII.
Pero cuando el clarín de Tacna iba a sonar, el brioso soldado montó de nuevo a caballo, i aceptando el puesto humilde de primer ayudante del jeneral en jefe, después de haber sido la segunda personalidad del ejército, batióse en esa condición en Tacna, cubriéndose de gloria por su imponderable denuedo i por su jeneroso, resignado i sublime sometimiento al deber i a la disciplina.
XIII.
Todos saben cuál fué el comportamiento personal del coronel Lagos en aquella batalla campal. El le mereció, como un honor conferido cu el campo de batalla, la designación que su jefe inmediato hizo de él, para mandar en persona i directamente el asalto de Arica una semana más tarde.
Pero lo que no todos saben es un episodio de la primera de aquellas batallas que demuestra cómo sabía pelear el jeneral Lagos, i cómo enseñaba a pelear a los que a su lado servían.
Atascado un cañón durante lo más recio del conflicto en la pesada arena, el coronel Lagos pidió un lazo a uno de sus asistentes i amarrándolo al eje de la pieza entorpecida, i atándolo a su cincha, condújolo a la loma e hizo fuego. Interrogado más tarde por este hecho verdaderamente heroico i digno de Bueras, negábalo sonriendo, i atribuíalo a uno de sus ayudantes favoritos, el comandante Julio Argomedo, que a su vez culpaba de él a su jefe. Lo mas cierto es que ambos fueron cómplices en el afortunado lance del pehual. Era lo que había hecho Ibáñez en Rancagua i don José María Benavente en las pampas arjentinas.
XIV.
Mostrábase por esos días no lejanos el coronel Lagos como un verdadero titán de hierro i realizaba sin la menor ostentación las proezas de Hércules. No se apeaba jamás del caballo.
I por esto su amigo i jefe, el jeneral Baquedano, había encontrado un aditamento tan pintoresco como expresivo para calificar a sus ayudantes petrificados como él en la silla. La ruda simplicidad del calificativo no nos permite estamparlo aquí, pero era relativo a las peladuras de la piel, que de seguro llevaban todos los que seguían en sus excursiones al infatigable centauro, verdadero Argos del ejército que todo había de verlo i todo había de vijilarlo.
XV.
No sabemos a este propósito si los lectores de esta leve memoria lo rocordarán todavía, pero nosotros haremos mención por ellos de un hecho extraordinario de locomoción i de actividad militar, que precedió, de parte del coronel Lagos, a la batalla de Tacna.
El día en que desdichadamente sucumbió el ministro de la guerra en campaña, en el campamento de las Varas, el coronel Lagos practicaba un reconocimiento sobre las líneas enemigas, en el Campo de la Alianza, i sólo cuando escuchó las nocturnas dianas de los aliados dio sin dormir la vuelta. Hallóse entonces con la triste nueva del fallecimiento del ministro, i sin descender del caballo escoltaba su cadáver ese mismo día hasta la caleta de Ite, distante veinte leguas; regresaba inmediatamente llevando consigo los Cazadores del Desierto, i entraba el 26 en pelea con tanta frescura de fuerzas que, como dejamos contado, túvolas para enlazar cañones en el campo de batalla. El coronel Lagos había galopado cien leguas por la inerte arena del desierto en los últimos tres días. ¿I cómo era posible que la victoria no siguiese los pasos de semejantes hombres?
Ea historia ha contado ya la pájina más gloriosa de la vida militar i heroica (que es una sola cosa) del coronel Lagos, i de tal suerte que para su fama eterna bastaría esculpir el nombre de esa pájina en su losa; "Arica."
Diéronle los peruanos por apodo de horror i en ese tremendo hecho de armas el nombre de "Lago de sangre," pero de esa onda roja en que flotaba el pálido cadáver del ínclito San Martín, surjían rayos de esplendorosa gloria que empapaban con su luz los colores de Chile flotando en el mástil del alto Morro, que Chile no soltará jamás devolviéndolo ni por plata, ni por sangre, menos por miedo, a sus eternos históricos enemigos.
XVI.
De Arica partió el coronel Lagos hacia Lima a la cabeza de la tercera división, cuyo núcleo era el ya aguerrido Santiago, comandado por Fuensalida i por Barceló, i nadie habrá olvidado que desde el día en que el ejército tomó posesión de Lurín, valle ameno, imbécilmente abandonado a nuestro paso por el “jeneral" Piérola, el coronel Lagos fatigó todos los caballos de su división en reconocer personalmente i a todas horas las posiciones enemigas como en Tacna. Solo un jefe alcanzó a igualarlo en vijilancia, i ese jefe era un hijo de Chillán como lo era él i como lo fué O'Higgins.
El coronel Lagos mandó en persona el gran reconocimiento de Villa. Pero el coronel Orozimbo Barbosa mandó también en persona los reconocimientos del Manzano i de Ate.—¡I ese coronel que mandaba desde Tacna una brigada no es todavía sino coronel!...
XVII.
No cupo en el día de Chorrillos una parte conspicua en la repartición de la gloria común a la tercera división, que cerraba nuestra extrema derecha. Pero en Miraflores sus valientes cuerpos, el Concepción, el Aconcagua, el Caupolicán, i especialmente el Naval i el Santiago, hicieron el rescate sobrado de la esquiva fortuna, manteniéndose como una muralla de cal i canto contra todo el ejército peruano i la sorpresa. El coronel Lagos, su comandante jeneral, mantúvose de pié durante tres horas a la sombra de verdosa higuera, cubriéndole a cada paso el quepi, el pecho i los hombros los ganchos que el plomo i la metralla tronchaban sobre su erguida cabeza.
—¿Por qué ese árbol no fué un laurel? preguntaba alguien comentando más tarde la impertérrita serenidad del capitán chileno.
Un escritor nacional, tan brillante como espiritual, llamó desde aquel tiempo la batalla de Miraflores "la batalla de los tres compadres», porque los que no recularon ni el ancho de la suela de sus zapatos, fueron Lagos, Fuensalida i Barceló, que eran en efecto tres compadres de pila, de valor i de afecto.
No venía ciertamente mal aquella denominación familiar al jefe de la tercera división, porque siendo un ríjido disciplinario no vivía reñido en el campamento ni con el buen humor ni con las fáciles alegrías del soldado.
En Lurín dormía con sus ayudantes (si es que él i ellos alguna vez durmieron) en el ángulo de un rústico potrero bajo los árboles; pero ahí nunca faltaba sabroso bastimento, como en Jazpampa, viejo cuartel del Santiago, medio a medio del desierto de Tarapacá; i así, mientras en otras mesas los jefes comían burros asados, en el mantel del compadre Lagos, tendido sobre la grama, sobraba el pavo.
XVIII.
Era el coronel Lagos, en campaña, sumamente llano, festivo i decidor en el círculo de sus amigos de intimidad i de sus jóvenes ayudantes que le miraban como a padre. Pero no perdonaba en ellos la mas lijera falta o desliz en el servicio. Habiéndole llevado uno de éstos una orden en la noche que precedió a la batalla de Chorrillos, manteniéndose a caballo mientras él velara de pié, contestóle secamente que no le conocía.
¿Cómo, señor? Soi su ayudante ta!.
—Nó, señor, no lo conozco i no sé lo que me dice...
Comprendió entonces su bisoñada el joven oficial i apeándose del caballo repitió, la orden.
—Ahora sí, replicóle el rudo jefe.
I la orden fué en el acto cumplida.
XIX.
Sóbrales de continuo la chispa a nuestros soldados, i no há mucho, habiendo sido nombrado padrino de la inauguración de un templo de Santiago el jeneral Lagos, en su calidad de comandante de armas, junto con un escritor amigo suyo, en la hora grave de la colecta de los padrinos i madrinas opulentas, inclinándose al oído del último, díjole el primero:—"Lo que es nosotros, compañero, damos lo que tenemos; usted probablemente les dará a los buenos padres un poco de tinta, i yo ya les he dado un poco de pólvora...» I en efecto oyóse luego el ruido de las descargas que solemnizaban la pomposa fiesta...
XX
Existe otro rasgo del jeneral Lagos que es poco conocido i que revela, como con un solo lampo, su terrible enerjía i su resolución a toda prueba, en el arte tremendo de la guerra.
Marchando él siempre adelante llegó con sus ayudantes i su pequeña escolta de cazadores a caballo al pueblo del Barranco, al caer la noche en la víspera de Miraflores; i observando que en todas partes había puestos de vinos i despacho de italianos como en Chorrillos, ordenó a seis cazadores de su escolta que entraran a la pintoresca aldea i le prendieran fuego por sus cuatro ángulos.
Una hora después el pueblo mimado de la aristocracia limeña ardía como una inmensa hoguera, pero en la batalla del siguiente día no hubo un sólo ebrio i como consecuencia no hubo una sola cobardía, ni un solo crimen. I eso, que es guerra, llámase sencillamente saber hacer la guerra. Si el jeneral Lagos hubiera inspirado con su alma los soñolientos consejos de la Moneda, la guerra de los cinco años habría sido una guerra de cinco meses.
XXI.
La carrera militar del jeneral Lagos culminó con el mando del ejército chileno en Lima; pero llamado a Santiago i relegado a la comandancia jeneral de armas, junto con el reposo pasivo de su retiro, comenzó a declinar su salud, i tan aprisa, que cuando un senador, no hace todavía de ello un mes, solicitaba que se crease un puesto especial de jeneral de división, significaba que ello sería sólo un honor de ultratumba i apenas una mediana compensación a su joven i abnegada viuda que queda con una hija tierna en nobilísima pobreza.
XXII.
Pero el jeneral Lagos debía morir como había vivido. Era hombre que ni a la muerte daba treguas, i cuando su robusta i hercúlea organización le habría permitido resistir todavía durante largos años al pérfido pero lento mal que se había apoderado de sus entrañas, un telegrama súbito como el rayo, anunció al país que quien vivió incólume cincuenta años, peleando en cien batallas, ha muerto ahogado por unos cuantos litros de agua hidrópica.
XXIII.
La vitalidad poderosa del jeneral Lagos había comenzado a desfallecer desde el último verano minada por una afección rápida al hígado. Aconsejado por los médicos, buscó primero como lenitivo, el clima de Viña del Mar, i después el de Valdivia, de cuya provincia díjose con ese motivo que iba a ser nombrado intendente. Pero en su viaje a esa rejión salutífera, detúvose por cansancio o por afecto en Concepción, i allí su incurable mal agravóse aceleradamente. Resistiendo éste no obstante con férrea voluntad a los continuos asaltos de incurable hidropesía, escribía todavía el 1° de enero afectuosas salutaciones a aquellos de sus amigos que había probado como leales. Mas por desdicha la enfermedad arreció desde ese día; i en la noche del 18 de enero, cuando acababan de cumplirse tres años de la entrada triunfante de nuestro ejército a la ciudad de Lima, entregó su alma a su Creador, aquel titán de la victoria que habría merecido morir como Epaminondas en un lecho de laureles.
XXIV.
Tomó honrosamente a su cargo desde el primer momento, el gobierno, los funerales del héroe que moría talvez con el último maravedí de su escaso sueldo (1); i mientras se disponía la traslación de sus restos a la capital, el Presidente de la República dirijía a su desolada viuda la siguiente noble carta de condolencia, honra especialísima, porque aun en señalados casos anteriores, ese último deber había sido cumplido por los ministros respectivos, a nombre del jefe de la nación:
XXV.
"Santiago, enero 19 de 1884.
"Señora:
"El Gobierno se ha impuesto con vivo sentimiento del fallecimiento del señor jeneral don Pedro Lagos, digno esposo de usted, sentimiento de. que participa hoi todo el país, que ve desaparecer con él uno de sus mas ilustres servidores.
"El jeneral Lagos empeñó mas de una vez la gratitud de la nación en su larga i gloriosa carrera militar, i ha dejado al ejército, que veía en él uno de sus jefes más distinguidos, un ejemplo de valor, disciplina i verdadero espíritu militar, cuyo recuerdo conservará con cariñoso respeto.
"Pueda, señora, mitigar en algo la honda pena que hoi aflije a usted, el saber con cuánta sinceridad la nación entera se asocia a su dolor; i quiera aceptar, al mismo tiempo, junto con la expresión de la viva condolencia del Gobierno, los sentimientos de consideración mui distinguida con que soi, señora, de usted obsecuente servidor.
Domingo Santa María.
A la señora Juana L. de Lagos.”
XXVI.
No estará de más agregar aquí, en este apresurado rasgo biográfico, que el Presidente de la República profesaba una estimación personal i especialísima al jeneral Lagos.
Cuando un año después de la ocupación de Lima resolvióse enviar una división sobre Arequipa, i fué designado el jeneral Lagos para mandarla en jefe, llamóle el Presidente a su despacho, i habiéndole preguntado cuántos hombres necesitaba para emprender aquella ruda campaña. dióle por única respuesta de soldado esta lacónica cifra:
—«Iré con los que S. E. me señale."
XXVII.
Los despojos mortales del jeneral que más intensamente representaba la gloria combatiente del ejército chileno, fueron trasportados a Santiago desde Concepción el 20 de enero, aniversario de la batalla de Yungai, escoltados por comisiones cívicas i militares delegadas por aquella noble ciudad, i en su trayecto a la capital cubrían los pueblos del tránsito los festones de su duelo, que al día siguiente habrían de trocarse por las vistosas guirnaldas de las públicas manifestaciones ofrecidas al Presidente de la República en su paso hacia las inauguraciones del Sur.
Las honras fúnebres del héroe tuvieron lugar esa misma mañana de la partida presidencial (enero 21 de 1884) en el grandioso templo de la Recolección Dominicana, en cuya consagración hacía apenas un año el jeneral Lagos había tomado conspicua parte como padrino.
XXVIII.
Conducido su féretro inmediatamente al cementerio jeneral, en hombros de doce coroneles i seguido de un pueblo inmenso que rodeaba todas las fuerzas de la guarnición de Santiago, oyéndose al borde de su fosa los últimos adioses de sus amigos, expresó uno de ellos (2) los sentimientos que en aquel instante ajitaban todos los corazones, en la siguiente alocución inspirada allí mismo por el afecto i por la admiración.
XXIX.
"Señores:
«Nos encontramos esta vez bajo la impresión de un gran dolor público.
«Acostumbrados nuestros espíritus a simbolizar en una alta personalidad guerrera toda la fuerza, todo el heroísmo, toda la gloria de los hombres de combate propios de nuestra tierra; divisando en todos los horizontes de la sangrienta guerra que aun no acaba, la figura radiante del adalid que por doquier mostraba con su espada a nuestros bravos el camino de la victoria; que atropellaba en todas partes con el pecho de su caballo de batalla las filas enemigas; que en la llanura o la montaña quitábales con su fornido brazo sus banderas, i que iba escribiendo de etapa en etapa en las más altas rocas del Perú esta leyenda inmortal:—"Chile invencible"... al verle ahora aquí, yerto, helado, inerme en ese ataúd de plomo, sin que haya sido siquiera una bala enemiga la que en gloriosa lid atravesara su altivo pecho, profunda congoja apodérase del ánimo, i el luto envuelve como en un sudario todos los corazones,
«Ah señores! no parecería que en ese sarcófago que cubren las enlutadas insignias del jeneral don Pedro Lagos, cupiesen juntas su alta talla i su gloria más alta todavía. No se creería, a la verdad, que allí duerme el reposo eterno aquel brioso jinete que arrastró los cañones de Tacna a la cincha de su caballo, ni el heroico caudillo que, lanzando al trote al asalto del Morro de Arica dos intrépidos rejimientos, arrebató al enemigo su más formidable fortaleza en el espacio de unos pocos minutos, que él iba acompasando con el paso de su impaciente bridón de combate, ni menos aquel soldado inmortal que convertido t u baluarte de granito tras los muros de adobes de Miraflores, dijo a los suyos esa mañana, que ayer cumplió su tercer año:—«Aquí está la gloria de Chile i aquí me quedo!"
“Ciertamente, señores, la muerte del jeneral don Pedro Lagos es la primera i la única derrota que ha sufrido nuestro glorioso ejército en su marcha ascendente hacia la historia.
«El Gobierno no ha decretado, es cierto, el duelo nacional; pero no lo necesitaba.
«El ejército entero de Chile viste hoi el luto del invicto caudillo dentro de sus cuarteles, dentro de sus tiendas, dentro de sus corazones, aquí mismo donde asoman tantas jenerosas lágrimas ofrecidas a su memoria.
«I por otra parte, el país sabe que lo que ha perdido en el jeneral don Pedro Lagos no es solo una alta categoría del ejército, sino un ejército entero. El país comprende que donde estaba Lagos sabia el soldado que allí estaba la victoria, i cuando no divisaba aquél su alta cimera por entre el polvo de la batalla, preguntaba todavía cuál era el ala en que él se hallaba, porque por allí debía comenzar la derrota i el exterminio del enemigo
«Su solo nombre valía por esto un ejército; porque a su solo llamamiento, los millares de héroes que él enseñó a pelear habrían marchado sonriendo al oír el toque de los clarines que los apellidaba bajo su espada a las banderas.
«La muerte, entretanto, señores, se ha interpuesto por hoi entre él i nosotros, entre el pasado i la historia, entre las glorias fugaces i la eternidad que no halla término.
«Pero lo que eres tú, jeneral Lagos, no has muerto para siempre en el seno de la patria inmortal que fué tu madre. Tu nombre sobrevivirá a tus días. Tu fama será trasmitida a las jeneraciones como los astros lejanos trasmiten su luz a los espacios. El lago desbordará en el océano.... I entonces si algún día espadas de conjuración aleve vuelven a alzarse sobre la frente augusta de tu suelo, en son de amenaza i de peligro, tu espada, que yace atada a esa faja blanca sobre tu frájil urna, saltará por sí sola de la vaina; i seguido tú, cual caudillo, de los que antes que tú murieron i que a tu voz, que solía imitar en las refriegas el ronco grito de las águilas heridas, batirán sus palmas ensangrentadas dentro de sus ataúdes; San Martín, i Santa Cruz, i Ramírez, i Vivar, i Martínez i Marchant, formarán tu escolta invisible en las futuras lides que el renombre gana antes que el cañón.
"Jeneral don Pedro Lagos!
"Mientras allá en el remoto océano se alce inmutable, adusto, sombrío el Morro histórico en cuya cima batióse al viento de los mares la bandera tricolor que tu brazo i el de los tuyos enarbolara en un día de inmarcesible gloria, tu nombre no perecerá, porque los siglos i las jeneraciones en cada eco del cañón que salude la estrella del pabellón, deletrearán las letras de tu nombre imperecedero, como la enseña del adalid que dijo a Chile entre el Pacífico i los Andes:—"Esta es por hoi tu frontera i tu baluarte!"
"Gloria a los hombres que así han vivido i así han muerto!
"Gloria a tí, jeneral Lagos, invicto campeón de nuestro invencible ejército!"
XXX.
Decíamos al comenzar esté brevísimo bosquejo, que el jeneral Lagos por su alma, por su carrera i por su hercúlea estructura había sido uno de los soldados de más alta talla en la gloriosa falanje de los servidores armados del país, i que, por lo mismo, el rayo, buscando su acero, le había derribado.
I a la verdad que si de la austera historia fuera lícito llevar los parangones a la leyenda, habríamos de encontrar sólo dos tipos de comparación para el guerrero ilustre que a estas horas yace pálido e inerte dentro de estrecho ataúd.
El jeneral Lagos en Arica fué el Ajax de Troya, i en su suelo patrio i en el de los enemigos de su patria fué el terrible Caupolicán de sus batallas.
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(1) "Ha muerto el jeneral Lagos, ha muerto ese jeneral que a su salida de Lima en el año 81 pidió a un amigo un poco de dinero prestado para saldar cuentas usuales del particular en el comercio i para poder llegar a Chile con algunos pesos en el bolsillo: muere pobre: era la lójica de su vida." (Carta al autor, del sub-intendente de ejército don G. Redón, hacienda de Bureo, febrero 7 de 1884).
(2) El autor de este libro.
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Texto e imagen tomado de "El Álbum de la gloria de Chile", Tomo I, por Benjamín Vicuña Mackenna.
Saludos
Jonatan Saona
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