17 de noviembre de 2024

Diario de R.S.P.

Roque Sáenz Peña
El diario de Roque Sáenz Peña sobre la batalla de San Francisco o Dolores.

"Una página de mi Diario de Campaña (1879)

18 de Noviembre. - Llevamos siete días de marcha, cruzando los arenales de un desierto impracticable. Los chilenos han desembarcado en Pisagua e internádose por tren hasta Dolores, (30 millas), cuyo cerro han artillado con presteza, y lo defienden con 9000 soldados y 35 piezas de artillería.

Nuestro ejército viene en marcha desde Iquique y consta de 10.000 hombres. Se mueve en combinación con la división de ejército, que al mando del General Daza, ha salido de Tacna y marcha también sobre Dolores para tomar entre dos fuegos al ejército de Chile. El presidente boliviano manda 5000 soldados, siendo su tropa selecta y aguerrida.

Nuestra marcha desde Iquique es muy penosa por la naturaleza del terreno; los calichales, con sus cantos filosos y cortantes, hieren los cascos de las cabalgaduras y hacen sangrar la planta del soldado; después, los arenales de un desierto sin término se levantan al paso de la tropa y nos envuelven en una densa nube que hace el ambiente irrespirable. El agua y el forraje los traemos a lomo de mula, pero las recuas vienen a retaguardia y no se puede detener la columna para apagar la sed creciente. A las 12 de la noche se siente el toque ¡alto! y se va por las acémilas para distribuir raciones de agua, pero las bestias no están en la columna y los troperos han desaparecido; se discute si serán desertores o si se habrán perdido en la obscuridad, pero se trate de accidente o de delito, la discusión no interesa ni mejora la suerte de los sedientos. Continuamos marchando sin agua ni vituallas, masticando arena. La cerrazón y el polvo de la marcha apagan la mirada y no se ve una estrella en el firmamento. Las columnas pierden a cada momento la línea de dirección, estrechándose las unas sobre las otras y produciendo el desorden a favor de las tinieblas.

Es la una y media de la mañana; los baqueanos declaran que han perdido todo rumbo y sospechan que vamos contramarchando. Se trata de buscar orientación, pero es inútil. ¿Acampamos? No; había que forzar la marcha para no caer en retardo en la cita combinada con el ejército de Daza. El clarín tocó a caballo» y seguimos marchando toda la noche.

Día 19. Las primeras claridades de este día despejan nuestra situación; habíamos estado enfrente del enemigo y a tiro de sus fusiles; dos veces habíamos rodeado el cerro, envolviéndolo con nuestro ejército; ahora lo tenemos enfrente. El cerro de San Francisco o de Dolores mide 800 pies de elevación; la inmensa mole erguida en la llanura hace el efecto de una máquina de guerra, con las crestas erizadas por las bayonetas, cuyas puntas describían sobre el azul del cielo una amplia línea luminosa; las tropas enemigas nos ven llegar, nos tienen a tiro de fusil, pero guardan formación y no hacen fuego.

Nuestro ejército hace alto, y las dos masas se observan y se miden en un largo silencio; parecen dos ejércitos cumpliendo un armisticio, pero, ¿por qué no funciona la artillería chilena? ¿Esperará refuerzos? Nadie lo sabe, pero aquella actitud se prolongó desde el amanecer hasta las dos y media de la tarde. Nuestro ejército se dividió en tres columnas, izquierda, derecha y centro que debían corresponder a los tres puntos del ataque. Se maniobró impunemente; se armaron pabellones y la tropa se desplomó al costado de las armas, postrada por el sueño, la sed y el hambre.

El General Daza no ha llegado a la cita; hay que esperarlo, y entretanto, se desprende una avanzada para ocupar un manantial que corre a una gran profundidad al pie del cerro. Los chilenos no lo defienden. Por fin tomamos agua en cantidad, y se distribuyen a los cuerpos algunas llamas, berros y cabras para el rancho. Son las dos de la tarde y Daza no se divisa. En este instante circula la noticia de que ha contramarchado, dando la espalda al enemigo. La moral de nuestro ejército está vencida sin batalla.

¿Quién difundió en las filas la triste nueva? Nadie lo sabe. ¿Será traición o cobardía? No son incompatibles los dos estigmas; por el contrario, ambos proceden de la misma degeneración moral. Al General Daza lo he conocido en Tacna. Me impresionó desagradablemente; era imperioso con los jefes y cruel con los soldados; carecía de toda ilustración y su inteligencia era vulgar. Vestía con pésimo gusto; en campaña, calzaba botas de charol y espuelas de oro con rodajas sonadoras, envolviendo su persona un albornoz de paño blanco con insignias; la pluma de su falucho no caía sobre las alas para decorar el cono, la usaba de punta sobre la frente según las reglas canoras de la ornitología andante; el espeso plumaje tricolor flameaba nerviosamente sobre el cráneo macizo como los empavesados de un mangrullo batido por el viento, o contraía sus plumas estremecidas al paso tamborilesco del guerrero; penacho, albornoz y espuelas, le prestaban la arrogancia de un gallo de pelea, con los inconvenientes de estas aves cuando la naturaleza resuelve decorarlas con plumaje blanco; después, mucha pedrería en los dedos y en el puño del alfange; allí había un excedente de teatralidad.

Al volver grupas, D. Hilarión de Daza ha herido en el corazón los destinos de la alianza perúboliviana; pero él ha muerto civil y militarmente y no tardará en sentir el anatema de su pueblo y de su ejército, sufrido y valeroso.

El Presidente del Perú General Prado, acaba de telegrafiar a nuestro general en estos términos: «Ataque Vd. sin vacilar». Este despacho confirma la defección del General Daza y de su ejército; por ese lado no hay nada que esperar. Son las 2,30 y asisto a una conferencia del general en jefe y el jefe de Estado Mayor. Se discute el ataque inmediato, cumpliendo con la orden presidencial, o el descanso de la tropa, para dar la batalla al día siguiente; pero, de pronto, se siente una descarga de fusilería hecha discrecionalmente por nuestro destacamento que guardaba el manantial. Los chilenos contestan con toda su artillería y nuestros soldados deshacen los pabellones sin orden de sus jefes, y queman sus municiones, sin plan de ataque ni organización táctica. Los batallones más próximos al cerro lo trepan y lo asaltan, sin orden superior; en el resto del campamento, cada soldado hace fuego desde el punto en que se encuentra, y los de atrás fusilan por la espalda a los que marchan adelante. El campamento se incendió como una sola granada; los proyectiles se cruzan en todas direcciones como llama arrebatada por vientos encontrados; la tropa indócil a las voces de mando, insensible al castigo de la espada y sorda a los toques de corneta que recorrían el campamento mandando cesar el fuego, hacía creer que aquel ejército hubiera perdido la razón, al despertar de un sueño febriciente con vértigo homicida; fué imposible contener el ataque ni organizarlo. Llegan hasta la cumbre los batallones peruanos Lima, Zepita, Puno y Ayacucho, pero fueron quemados por la metralla y fusilados por la retaguardia. A las 7 de la tarde, el cerro estaba libre de atacantes y sembrado de cadáveres.

Comenzaba a anochecer y me retiraba con el general en jefe, cuando acertamos a pasar por los restos del batallón Ayacucho que encontré sin jefes ni capitanes, bajo el mando de un teniente. Los soldados se ocupaban en ajustar a sus espaldas las mochilas y equipos de campaña que habían dejado en orden de columna, al alijarse para el asalto y ascenso de la montaña. Pregunto al teniente por sus jefes. Me contesta que dos de ellos han abandonado el cuerpo. ¿Y los capitanes? Los unos habían seguido tras de sus jefes, otros habían sido heridos o muertos en el asalto, y el teniente que me hablaba había tomado el mando de su batallón, lo hacía equipar y oprimía bajo su brazo los libros de la mayoría y el archivo de campaña, preguntándome qué debía hacer. Le ordené que una vez equipado su batallón marchara sobre Tarapacá, siguiendo la rastrilla de los cuerpos que lo precedían, porque allí debía operarse la concentración. Yo me retiré pensando en la circunspección de este teniente, tan refractario a los contagios del pánico de que le dieran ejemplo sus superiores inmediatos; debía tener dotes de mando para desenvolverse e imponerse a la tropa como jefe accidental de regimiento; el salvamento de los libros fué otro detalle que me llamó la atención. Me pareció haber visto sobre su pecho, bajo la capa de polvo que cubría todo el uniforme, un bronce de metal blanco encuadrando un distintivo o una condecoración, pero no pude distinguir los colores de la cinta. porque el último crepúsculo del día comenzaba a ser vencido por la noche.

20 de Noviembre. - La retirada de Tarapacá es más penosa que el avance a Dolores; lo es de suyo toda marcha en derrota; pero ésta tiene agravantes que la harán inolvidable. Volvemos a caer sobre el desierto sin habernos desmontado del caballo, sin descanso, y otra vez sin agua. Después de un sol abrasador, sobrevino por la noche el intensísimo frío de las salitreras que penetra hasta los huesos y paraliza nuestros miembros; una niebla helada y densa ha empapado los uniformes de brin, y los cargueros se han llevado, en su temprana fuga, los capotes y mantas de campaña. El sueño de aquella noche tuvo síntomas de muerte, y al despertar del día siguiente, extenuadas nuestras fuerzas, nos costaba trabajo incorporarnos para continuar la marcha.

22 de Noviembre. - Llegamos a Tarapacá. El coronel Suárez ha preparado una abundante cantidad de maíz tostado; pero antes hemos secado los abrevaderos del ganado, saciando la sed devoradora. Bebimos todos juntos: mulas, caballos y jinetes. Por fin viene el descanso; no esperé nunca acumular mayor dósis de sueño y de fatiga. Mi nuevo asistente me despierta a las 9 de la noche. El teniente del Ayacucho quiere hablarme.

El joven oficial había logrado interesarme, y abandoné mi blando lecho, excavado en las arenas. Me dice que acababa de acampar pero quería hacerme saber que la bandera del cuerpo había sido enterrada por su jefe, en un medanal próximo al cerro. Pero, ¿por qué han peleado sin bandera? - El coronel, me contestó, preveía la derrota porque consideraba la posición inexpugnable y no quiso exponer el estandarte. Se trataba de la histórica bandera de la batalla de Ayacucho, que en la guerra de la independencia había flameado al pie del Condorkarqui. Vamos a la comandancia general. El teniente repite su referencia y el general manda llamar a la oficialidad del Ayacucho. Formada la rueda de oficiales, el general pregunta por el abanderado. Es un adolescente, casi un niño; informa que él enterró el estandarte por orden de su coronel. -¿Y le puso Vd. siquiera una señal? - Sí, señor; en la parte exterior clavé una corneta rota, con la campana descubierta. - Pues, ¡a traer la bandera! Usted saldrá esta misma noche. ¡A montar a caballo! - Señor, replicó el adolescente, yo no sabré orientarme en el desierto; luego ese médano está en poder del enemigo, caeré en sus avanzadas y seré juzgado como espía. El general comprendió que la empresa no era para un niño e invitó a los oficiales a pedir la comisión, para merecer bien de la patria. Hay un momento de silencio que se interrumpe por una voz juvenil, serena y firme, que dice, resueltamente: «La comisión la desempeñaré yo». Es la voz de mi teniente; solicita dos caballos y el pase para nuestras avanzadas. Se mandan alistar las cabalgaduras, y acompaño hasta su carpa al general. Un momento después, el teniente se presenta a solicitar el pase.

El uniforme había sido alivianado de su capa de polvo, y a la luz de una vela de baño, recogida en la aldea, se escribió el pase, y pude mirar entonces los colores de la cinta que el teniente llevaba sobre su dolman. Saludó militarmente y abandonó la carpa con cierta prisa, pero lo alcancé a muy pocos pasos, interrogándolo: 
¿Quiere Vd. decirme, mi teniente, por qué lleva Vd. en su dolman los colores de mi bandera? -Porque soy argentino, me contestó, sonriéndose, y tengo autorización para llevarlos. 
-¿Cómo se llama Vd.? -Pedro Toscano. Tengo el gusto de ser su compatriota, he nacido en Tucumán y he venido voluntario a prestar mis servicios en el ejército peruano. Yo lo conocía a Vd., mi comandante, y por eso he querido su consejo y cumplido sus órdenes estrictamente. Nos estrechamos en un cordial abrazo y lo acompañé hasta dejarlo a caballo, con dirección al desierto y en rumbo al sacrificio.

Después de dura y larga marcha, el teniente del Ayacucho avistó el cerro y esperó que lo envolviera la noche, para avanzar hasta los médanos. Próximo a su destino, rozó el flanco de un destacamento de caballería chilena; éste le da el ¡quién vive! y el teniente contesta serenamente, sin faltar a la verdad: "Oficial en comisión"; el centinela le contesta "Avance", creyendo que se trataba de oficial chileno y sin sospechar la audacia del teniente argentino. Va derecho a su médano, lo rodea diversas veces; pero la obscuridad no era propicia para descubrir una corneta. El teniente rodeó el cono repetidas veces, estrechando y dilatando su marcha circular alrededor del eje imaginario.

Hay un abismo de melancolía entre aquel girón de gloria oculto bajo la tierra, y el clarín, su pregonero enmudecido, con la garganta anudada por la arena, sordo al viento que soplaba con furia e indolente al depósito sagrado confiado a su custodia. Al encontrarse en su prisión de arcilla, no hay duda que los dos viejos amigos se habían desconocido, desatando las relaciones simbólicas de las cosas inanimadas que el destino genera o extingue.

En aquel hogar sin techo de la muerte insepulta, con sus cuerpos deformes y mutilados, no se escucha ni el graznido de las aves piadosas que depuran y amortajan el esqueleto humano lejano de sus deudos. El desierto, con su suelo inclemente, les niega alimentación, no les da asilo, y el festín que improvisa la barbarie, precario e imprevisto como el hallazgo, no provee de reservas para la vuelta; por eso los cadáveres están intactos, tal como los dejó la obra del hombre, llamando en vano con sus emanaciones a los convidados que no llegan.

En el silencio de la noche sólo se oye el resuello de las dos cabalgaduras, jadeante y desesperado hasta parecer asmático, por el esfuerzo de la marcha sin término ni fin, como el círculo que trazaban en la arena; con cortos y frecuentes intervalos, la respiración parece suspendida por el bufar sonoro de las bestias al espeler con rabia las arenas que se alojan en las fosas nasales; pero ello no interrumpe la ronda misteriosa, que prosigue resignada con los remos hundidos hasta la rodilla en el tapíz profundo y movedizo.

En una de las rondas y contrarrondas del jinete, el casco de la cabalgadura que marchaba en el costado, produce una vibración como si hubiera chocado con un cuerpo metálico; el oficial se desmonta y marcha en distintos rumbos arrastrando los pies sobre la arena en busca del foco del sonido; no lo ha logrado descubrir, y se disponía a montar, cuando una de sus espuelas repitió la vibración.

¡Era el clarín!

Escarba con sus manos largos momentos hasta encontrar el fleco del estandarte y descubrir enseguida la tela secular; la ciñe con un nudo sobre la cintura y la cubre con su capote militar; excusa el destacamento y vuela, en alas del triunfo a devolver al ejército peruano su histórica reliquia, la digna hermana de la bandera de los Andes.

.....

Hasta aquí los fragmentos recortados de mi diario que no estaban escritos para publicarse y sólo doy a luz por un propósito tan justo y tan sincero, que mi conciencia lo reputa inexcusable.

El ex teniente Toscano fué ascendido a capitán y con ese mismo grado ingresó en el ejército argentino. Ha servido durante veinticinco años, sin dejar de mandar tropa un solo día y sin haber recibido un apercibimiento ni un arresto. La revolución de 1890 le sustrajo el batallón, pero solicitó fuerzas de gendarmería que fueron colocadas bajo su mando y pelearon con bravura en la plaza Libertad, y si las balas de aquel día no se alojaron en su cráneo fué porque se conformaron con morderle por dos veces el aro de su quepís.

Los enemigos le acusan de negligencia y abandono de su puesto, en el movimiento habido en Córdoba; no me es dado defenderlo por razones que son de notoriedad, pero me atengo a lo que he visto, a los recuerdos y a los hechos, sin que conmuevan mi juicio las corrientes encontradas que lo atacan y lo defienden. El ex teniente de la guerra del Pacífico, es para mí, el mismo oficial valiente, sereno y pundonoroso, que supo merecer respeto y honra en un ejército extranjero y que conserva, no lo dudo, el sentimiento del deber y el amor a las filas y a la bandera.

ROQUE SAENZ PEÑA."

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(*) «La Nación», 9 de marzo de 1905.

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Olivera, Ricardo (Compilador). "Roque Sáenz Peña. Escritos y discursos". Buenos Aires, 1935.

Saludos
Jonatan Saona

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