22 de julio de 2024

Lima ocupada -Verneuil

Adriana de Verneuil
La muerte de mi padre

Muy poco se salía a la calle en esos tiempos de la ocupación chilena, a pesar de la aparente tranquilidad de la ciudad, aun dominados por el temor de encontrarse con ellos y ser víctimas o testigos de sus injusticias.

Sin embargo, desde el principio del año, a raíz de los acontecimientos, yo había visitado a Margarita y me contó ella todas las angustias sufridas en aquellos terribles momentos por los diferentes miembros de la familia: Sólo se habían quedado los cinco hermanos en la casa, al lado de la mamá Pepa, rodeada de la servidumbre, empleando toda su energía en hacerlos rezar. Por el tío Francisco no había sufrido temores su madre, sabiéndolo enrolado prudentemente en la Cruz Roja. No así por el tío Manuel que había estado en la Batería del Pino, fiel en su puesto hasta el fin.

La tía Isabel dirigía la ambulancia del Palacio de la Exposición y a su lado su hermana Cristina la secundaba, sin aceptar cargo titular; ambas dándose igualmente a la caritativa labor de asistir a los heridos.

Consumada la derrota, el tío Manuel se había reconcentrado en su vergüenza y humillado se había encerrado en su casa sin querer salir ni ver a nadie. Más que nunca parecía reinar el dolor en la lúgubre casa de la Merced, con su puerta de calle cerrada y las dos hijas ausentes. Pesado se me hacía contemplar esa tristeza tan justificada y pocas veces iba, a pesar de los repetidos ruegos de mis amigas.

También habíamos regresado a visitar a la familia Laurie al volver de los pontones, encontrándolas a todas ellas ocupadas en atender a un herido de la batalla de San Juan. Por gran casualidad lo conocía yo de nombre, pues era el General Vargas Machuca, compadre de la señora González de Prada, padrino de su hijo Manuel. Por esa razón me interesé especialmente por él y pedí referencias sobre su estado, notando divergencias de opiniones: Nadie estaba de acuerdo en decir si la bala había penetrado por el pecho o por la espalda, lo que daba lugar a malévolas interpretaciones sobre el valor personal del general herido y provocaba nuestras risas a nosotras muchachas, a escondidas de las personas mayores. Lo más raro para mí fué que al ir a visitar a Margarita y contarle del caso del antiguo amigo de la familia, noté cierto tono de burla también, justificando nuestras dudas.

Verdad que en ese tiempo nosotras las mujeres habíamos adquirido el derecho de burlarnos de los militarotes de profesión, pavos cebados con el dinero de la nación y al utilizarlos en el momento oportuno, tan mal se habían portado en los campos de batalla. "Corredor de Campamento!" era la típica frase que las mujeres del pueblo aventaban a la cara de los hombres, al pelear con ellos en la calle y les oí gritarles más de una vez.

Un mes después, más o menos, ya curado, el herido pudo regresar a Arequipa su tierra nativa al lado de su mujer, sin haberse aclarado nunca nuestra duda, respecto a la herida del famoso General...

Después de mi salida del colegio, había estrechado más mi amistad con Juanita, pasando muchas tardes juntas, yo en su casa o ella en la mía. Nuestros papás también habían intimado, siendo ambos grandes jugadores. de ajedrez; se agarraban en largas partidas, exigiendo siempre su revancha el que perdía.
Esto nos encantaba, pues daba lugar a que se prolongasen nuestras visitas, comiendo juntas las más veces, sobre todo los domingos. En ese año Lima desprovista de teatros, no ofrecía ningún atractivo, fuera de esas reuniones íntimas entre amigos y sin ellas habrían resultado muy tristes esos largos meses de la ocupación chilena.

El padre de mi amiga don Santiago Wylemann, de 55 años, tenedor de libros de la casa "Le Chevalié freres, Dugenne et compagnie", suizo, de carácter algo brusco, era un excelente hombre. A su madre, francesa, de unos 35 años, yo le notaba cierto carácter enrevesado; pero dejándome juntar con su hija y no contrariando nuestra amistad, yo no le pedía más. La antigua "Fundición del Sauce" local inmenso, ocupando casi una manzana, era un sitio ideal para nuestros juegos a los escondidos. Juanita tenía otras amigas que se reunían con nosotros y allí fomentábamos unas partidas interminables y entretenidísimas.

Pasados los meses, más o menos curados los pobres heridos de las batallas, se clausuró la ambulancia de la Exposición y las hijas de la señora Pepa regresaron a su casa: Cristina a seguir su vida contemplativa de rezos y mortificaciones, Isabel de continuada actividad caritativa.

En los últimos meses de 1883, terminaron las funciones de "Guardador Judicial" del señor Wylemann y la familia se trasladó a vivir a la calle de Plateros de San Pedro. Ya no gozaríamos del extenso local para jugar, pero al estar más en el centro nos veríamos con más frecuencia. Pensaban estrenar la casa el primero de enero y convidarnos "a planter la Crémaillere" ese mismo día, para festejar juntos, la fecha más celebrada por los franceses. Pero todo quedó en planes al enfermarse mi papá en la segunda quincena de diciembre. Llamado el doctor Flores, médico nuestro, no lo mejoró, pensando como mi papá lo temía, fuese un nuevo ataque de parálisis. Era muy terrible la amenaza y mucho me impresionó. Sin embargo me consolaba verlo conservar toda su lucidez de espíritu y hasta seguir sus partidas de ajedrez con su amigo. Pero una mañana, no pudo levantarse, quedando en cama, notando él mismo los progresos del mal; sin sufrir, sentía retirársele la vida de los miembros inferiores preveyendo su pronto fin. Mi primera idea al verlo enfermo había sido implorar a Dios, para que me lo conservara y empecé una novena de misas "de segura eficacia, para obtener del cielo, lo que se le pide con fe y fervor".- Felizmente, ni una ni otra me faltaban.

Para ir, escogí la hora en que todavía descansaba mi papá, y salí con mi muchacha, dejándolo al cuidado de la cocinera, recomendándole, que si me llamara, no le dijera que había ido a la iglesia.

Pasaron bien los primeros días, pero una mañana me llamó en vano varias veces, teniéndole que confesar la cocinera, que yo estaba ausente. Mucho le sorprendió y cuando llegué me preguntó dónde había ido. Francamente le dije la verdad:
-"Fuí a Santo Domingo a pedirle a Dios tu salud", -le contesté, abrazándolo. -"No concibo que me abandones, para Ir a rezar por mí", me dijo burlonamente. -"Sin embargo es así, papá", -agregué ·entonces,- ya llena de la fuerza de mi razón, impulsada por mi fe en las enseñanzas que había recibido desde mi niñez en esos centros religiosos, donde él mismo me había colocado. -"Creí que tu inteligencia te habría hecho comprender y discernir la imbecilidad de todas estas cosas", insistió él.
-"Cada vez que mi razón se ha querido rebelar contra esas enseñanzas, he acallado su voz en mi conciencia y si bien sabía que tú no participabas de ellas, siempre esperé que algún día tú mismo confesarías tu error"... En esos momentos me abracé de él llorosa y se enterneció abrazándome él también. -"Tienes cierta razón, agregó; pero al no tener ya madre, era muy difícil tenerte a mi lado y pienso que ahora mismo si vengo a faltarte, será necesario que vuelvas a Belén, por algún tiempo... temo mucho que no puedas congeniar con tu hermano".

Yo le seguía escuchando muy emocionada y le contesté: 
-"Justamente es mi propio deseo, solamente por cuidarte no lo he hecho antes". -"Sobre todo no lo tomes como mi última voluntad", insistió de nuevo; luego se quedó pensando un rato y acabó por decirme con mucha tristeza: -'Tal vez seas más feliz!" ...

Ahora mismo, después de más de 50 años transcurridos, al recordar la escena y hacerla revivir en mi pensamiento, he tenido que dejar de escribir, los ojos empañados por las lágrimas y descansando mi cabeza sobre mi brazo, he sollozado largo rato...  ¡Qué amargura llenaría el corazón del infeliz en ese momento, cuando a pesar de toda su incredulidad, concebía preferible me fuese a encerrar en un convento!...

Luego le rogué decirme si creía en Dios y después de reflexionar un rato, condescendiente, me dijo que sí; "pero por favor continuó, no me traigas cura, déjame morir tranquilo". Todo prometí, pensando haber obtenido un verdadero triunfo sobre su ateísmo empedernido y abrazándolo de nuevo lo dejé descansar tranquilamente. Esto pasaba el 31 de diciembre en la mañana.

Por la tarde, me llamó aparte mi hermano y me dijo su deseo de traer a un cura para que se confesase. -"No, le dije yo, le he prometido no hacerlo". -"Pero yo no", me contestó muy secamente, "y mi conciencia me dicta el deber de hacerlo".

Por más que le rogué, tomó su sombrero y salió a la calle. 
Temblando quedé ante la espectativa de la escena que iba a ocurrir y así al poco rato volvió con el cura del Sagrario. Al verlo entrar a su dormitorio, mi papá se incorporó con mucha ira y me reprochó haber faltado a mi promesa. -"No soy yo, le contesté sollozante, Alfredo ha querido". Con gesto airado, despidió al cura, ordenándole salir. Este bárbaro se puso entonces a maldecir a mi padre, llamándolo "pecador empedernido", "presa de Lucifer". Entonces yo, impulsada por el cariño a mi padre, más fuerte que todas mis creencias, a empujones boté al cura del cuarto, para que no le siguiera insultando.

Después le reproché a mi hermano haber motivado tan terrible escena y muy fríamente me contestó: -"Cumplí con mi conciencia" ... -¡Con tu egoísmo! -pensé yo aterrada. 

Volví al lado de mi padre, me senté a su lado, le tomé la mano; fría estaba ya su querida mano y la acaricié. El me miró y se sonrió tristemente.

Por la noche lo velamos, estaba muy decaído y a las doce de la noche cuando repiquetearon las campanas, me acerqué y lo besé en la frente: -"Feliz año nuevo. -"No será muy largo para mí"... me contestó no más. Poco a poco siguió decayendo y sin sufrir, a las seis de la tarde, exhalaba el último suspiro.

No puedo expresar lo que sentí, una gran angustia me embargó: un miedo terrible a la vida misma, sentí al verme ya sola.

Como un paquete me llevaron a la casa de Juanita. Ella a mi lado, sentada, sin hablar, respetaba mi semi-inconsciencia al no querer oír ni pensar. Por varios días quedé así, hasta que descansados mis nervios, ya secos los ojos, recuperó la naturaleza sus derechos y volví a tomar posesión de mí misma.

Desde los primeros días había venido Margarita a acompañarme; muy cariñosamente de parte de su mamá Pepa me ofreció su casa, a ir a vivir al lado de ellas. También la madre Superiora de Belén me llamaba en una carta muy afectuosa: -"Venez ma chere enfant", me repetía varias veces. Yo sin ánimo,- necesitando aún descansar de ese gran golpe moral que había sufrido, a nada me decidí.

El doctor Flores le ordenó a mi hermano me sacara al campo creyéndolo necesario para mi salud. Y él alquiló un rancho en la Punta por tres. meses. Allí me vinieron a ver mis amigas pasando tardes enteras a mi lado. El aire del mar, los baños me entonaron y poco a poco recupere m1 serenidad habitual pero extrañando siempre al ser querido que tanta falta me hacía....

Desde la entrada de los chilenos victoriosos a Lima, el señor Manuel se había encerrado en su casa, sin querer salir, humillado ante esa conquista fácil que habían obtenido, la mitad del ejército peruano sin combatir, mal dirigido y vergonzosamente abandonado por Piérola después de su aparatoso plan de defensa que acabó en huida. Tanta rabia le dió a Manuel que no quiso salir de su casa permaneciendo encerrado durante los tres años de la ocupación chilena.


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Adriana de González Prada. "Mi Manuel". Lima, 1947.

Saludos
Jonatan Saona

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