Por Héctor López Martínez
Son numerosos y de variado origen los testimonios sobre la participación de los culíes chinos en la Guerra del Pacífico. Estos trabajadores asiáticos de las haciendas costeñas del Perú se plegaron casi masivamente al ejército invasor en la Campaña de Lima.
En su marcha desde Pisco a nuestra capital, a su paso por Chincha, Cañete, Asia, Mala y Bujama, las tropas chilenas fueron acogidas jubilosamente por los culíes que abandonaban las faenas del campo. "Los chinos nos sonreían y en el afán de demostrarnos sumisión y amistad -dice Alberto del Solar en "Diario de Campaña"- hacíannos toda clase de saludos, de la manera más cómica y servil".
Lo cierto es que gran cantidad de chinos se plegaron a la división comandada por Patricio Lynch "y le prestaron toda la cooperación que podían". Este respaldo fue tan significativo que no escapó a la perspicaz observación del Teniente de Navío francés M. Le Leon quien en sus memorias tituladas "Recuerdos de una Misión en el Ejército Chileno. Batallas de Chorrillos y Miraflores", señala: "Más de mil chinos habían venido a ponerse a disposición de los regimientos (chilenos), esperando de este modo verse libres de sus compromisos con sus dueños. La esperanza de saquear a Lima -prosigue el marino- no era extraña a la presencia de muchos de ellos. Mientras tanto, ayudaban a los soldados a llevar sus armas y equipajes".
Destacó muy pronto como caudillo de los culíes un personaje que adoptó el nombre de Quintín Quintana. Dicho asiático, según repetía constantemente, se unió a los chilenos para vengar los sufrimientos de la virtual esclavitud a la que estaban sometidos sus connacionales en las haciendas donde "los trataban como a pelos (perros)".
Sería un error, sin embargo, pretender juzgar como un todo la conducta de los colonos chinos en el Perú durante la guerra. Creemos que hubo dos actitudes que se pueden diferenciar claramente. Los culíes de las haciendas, los asiáticos que seguían ligados a un duro contrato, aquellos que estaban sometidos a las tareas del campo, se plegaron casi masivamente a las tropas invasoras. Para decirlo en pocas palabras, estuvieron contra el Perú. Los otros, los chinos que ya tenían una posición hecha en base al comercio, como veremos más adelante, estuvieron en favor de su patria adoptiva.
Hacia 1879, recuerda Watt Stewart en "La servidumbre china en el Perú", más de la mitad de los colonos orientales había cumplido sus compromisos y estaban libres. En suma, había comenzado ya una activa integración social, sobre todo en Lima y otras ciudades y pueblos costeños.
Laboriosos, austeros, los chinos se incorporaron a la vida de la ciudad dedicándose principalmente a los negocios. Tenían bodegas, carnicerías, barberías, etc. Casi todas estas tiendas o talleres estaban agrupados en torno al Mercado Central limeño, en las calles Cañete, Ucayali, Paruro y Paita. Por ese tiempo, la colonia china tenía también varios teatros que se convertirían, en los años de la ocupación, en lugar exótico y atractivo para la soldadesca invasora.
La Matrícula de Patentes, que los industriales de Lima estaban obligados a pagar en el año 1879, nos ofrece datos muy interesantes para conocer sobre las principales actividades a las que se dedicaban los asiáticos. Les vemos allí ejerciendo el oficio de barberos. Amán, por ejemplo, en la calle Paseo 72, pagaba matrícula de primera clase. Como barberos de segunda estaban Agustín Acán, en Ucayali 130 y otro Amán, nombre al parecer muy común pues se repite constantemente en la Calle Cañete 89.
Algunos asiáticos habían adoptado, para todos los efectos, apelativos del santoral, conservando sus apellidos chinos, pronunciados y escritos anárquica y pintorescamente por los limeños. Otros, más conservadores, seguían usando sus nombres primigenios que para muchos eran casi impronunciables.
En la Matrícula de Patentes ya mencionada vemos también una "Compañía de chinos", de tercera clase -en la calle Cañete 151- dedicada a trabajos de carpintería. Pero en donde destacaron aún más fue como cigarreros. Antonio Ponchán, en Carabaya 103, pagaba matrícula en la clase superior. Otros cigarreros como Sifó, en Ucayali 168; Manuel Amán, en Paruro 146 o Hijí, también en Paruro, estaban catalogados en la segunda y tercera clase.
Abundaban los chinos dueños de carnicerías. De primera clase era la de Afú, en la calle Chiclayo 53. No menor era el número dedicado a regentar chinganas (1). Destacaban en ese ramo José Asao, que era dueño de una de primera clase, en Ucayali 156. Sin embargo, en la segunda, tercera y cuarta clase era donde los asiáticos copaban el mayor número de chinganas. Había también numerosas fondistas (2) como Achón, en Camaná 28; Anselmo Asén, en la calle Paita 50 y José Aní, en la calle Trujillo 257.
Hubo también chinos que regentaban grandes negocios, con pingües ganancias que les permitían vivir en la opulencia. Todo Lima conocía las oficinas importadoras de Wing Sein y Cía., en la calle Ucayali, así como las de Gaón Chay Junylá y las de Wing On Chon y Cía., ambas igualmente en la calle Ucayali.
Vemos, pues, que hacia 1879 la colonia china en Lima era heterogénea en cuanto a capacidad económica se refiere. Había chinos muy adinerados; los numerosos pequeños comerciantes, a su vez, gozaban de una posición infinitamente superior a la de sus paisanos que seguían ligados a las tareas del campo.
Forzando los términos podríamos decir que entre ellos había la distancia existente entre esclavos y libertos. Una distancia que ocasionaría rivalidades y envidias que estallaron en forma desenfrenada y sangrienta en las horas trágicas que vivió nuestra capital la noche del 15 de enero de 1881, después de la derrota de Miraflores.(3)
A los pocos días que Chile nos declarara la guerra, las diversas colonias extranjeras residentes en Lima, Callao y otras ciudades del país, hicieron llegar sus aportes económicos a la Cruz Roja y a la Junta Administradora de Donativos, designada para tal efecto por el Gobierno.
La colonia asiática limeña -mejor dicho, una fracción organizada de la misma- al igual que sus similares italiana, francesa, española, etc., nominó una comisión para que recaudara fondos entre sus connacionales, destinados a la Cruz Roja. Esta primera colecta entre la comunidad china produjo una suma pequeña, apenas ciento cuarentiocho soles. Los donativos más altos fueron de diez soles -como los de San Quil y Cía., Quen Son, Ponchón y Cía., o el de PunYad Choo, uno de los médicos asiáticos- y los más modestos fueron de dos soles, corno los de Chay Long y Tan Gin.
Pese al voluntario e inmediato aporte de la colonia china, la opinión pública limeña -excitada al máximo por la guerra- se manifestó en contra de ella. Se decía que los orientales permanecían al margen de las inquietudes del momento, que no les interesaba la suerte del Perú, que no demostraban fervor ni generosidad para con su patria adoptiva.
Esta imagen negativa cobró matices aun más sombríos a raíz de un suceso que conmocionó la la ciudad durante varias semanas. En mayo de 1879, el Alcalde de Lima, atendiendo a las reiteradas solicitudes de muchas personas y del periodismo, ordenó una investigación en las viviendas de los asiáticos consideradas corno verdaderos focos de insalubridad y delincuencia.
Debemos recordar que la numerosa colonia china en Lima se había agrupado en torno al Mercado Central. Allí tenían sus tiendas, talleres y viviendas. Sin llegar a constituir una suerte de ghetto, los chinos eran poco inclinados a vivir en otras zonas de la ciudad, lo que trajo corno consecuencia que ese barrio -en la década de 1870 al 80- se tugurizara de un modo alarmante.
El resultado de la pesquisa municipal causó un gran impacto. "Los lugares que ocupan los asiáticos y la manera como en ellos viven -decía el documento pertinente- presentan el cuadro más terrible y alarmante. Esas habitaciones tan abundantes y tan estrechamente construidas se puede decir que son verdaderas colmenas humanas, donde la inmundicia, los vicios y los crímenes han llegado a su mayor apogeo. La atmósfera que allí se respira -prosigue el informe- es venenosa y se puede asegurar que esas guaridas son laberintos de muerte".
Las autoridades ediles, ante cuadro tan dramático, solicitaron al Prefecto el apoyo de la fuerza pública para obligar a los asiáticos a que cumplieran con las ordenanzas municipales sobre vivienda. Al mismo tiempo se decretó una fuerte multa de cien soles diarios para los reacios en el cumplimiento de la ley.
Los propietarios de esos tugurios infrahumanos eran algunos personajes importantes de Lima o bien otros asiáticos que se enriquecían explotando la necesidad de sus compatriotas.
Pocos días más tarde, tal vez con la intención de borrar la imagen negativa que había dejado en la opinión pública el informe municipal ya mencionado, un grupo numeroso de pequeños comerciantes chinos dirigió un oficio al Presidente de la Junta Administradora de Donativos para la Guerra, adjuntando la suma de dos mil quinientos ochenticinco soles.
El oficio, sin duda escrito por algún letrado limeño, decía en uno de sus acápites principales: "Teniendo V.S. en consideración que en la lista no aparecen donaciones algunas (sic) de parte de las casas fuertes de la misma nacionalidad (china) en el país, deploramos a la vez que la cantidad erogada no ascienda a la suma deseada por los que suscriben. En nuestra ofrenda -concluía el documento- sólo debe mirarse el tesoro de gratitud de la colonia asiática para el generoso Perú, y nada más".
Era evidente el reproche de sus paisanos a los chinos propietarios de "casas fuertes" que dando muestras de insolidaridad no habían querido vincularse con los humildes, criticados chinganeros y artesanos. Contrastaba esa actitud con la de los miembros de la colonia italiana, que sumó los donativos de todos sus miembros -desde los más opulentos a los más pobres- brindando así a su patria adoptiva una crecida suma y un hermoso ejemplo de fraternidad.
Cabe mencionar que los ricos importadores chinos, en forma individual, hicieron llegar también su aporte -generoso la más de las veces- al esfuerzo de guerra del Perú. Vistas así las cosas, la colonia asiática en nuestro país estaba dividida -social y económicamente hablando- en tres sectores: los importadores, los pequeños comerciantes y los culíes de las haciendas. Cada uno de estos grupos, en orden ascendente, envidiaba y estaba enemistado con el otro.
Cuando a fines de 1880 se supo en Lima que los culíes de las haciendas marchaban en la vanguardia del ejército invasor, la reacción contra los chinos fue muy dura, pero no hubo ninguna represalia con los que vivían en la ciudad. Mariano Felipe Paz Soldán en su "Historia de la guerra de Chile contra el Perú y Bolivia", anota: "Servían también de espías y mensajeros (de los chilenos) más de 300 chinos de las haciendas; en esta raza abyecta y degradada encontró un excelente auxiliar, el propósito de devastación que había empujado a la guerra a Chile".
La noche trágica del 15 de enero de 1881, cuando Lima estaba inerme y los campos de San Juan y de Miraflores habían quedado cubiertos con los cadáveres de sus bravos defensores, los miles de chinos culíes que venían con los chilenos "conocedores de la fortuna de sus compatriotas y de los lugares en que estaban situados sus almacenes -dice Mariano Felipe Paz Soldán-, entraron a la ciudad y principiaron a saquear a sus mismos paisanos, prendiendo fuego después a los almacenes".
Así, en esas horas inciertas, tal vez las más negras en la historia de nuestra capital, los desposeídos culíes, mezclados con el lumpen de la ciudad, atacaron con furia siniestra a sus más afortunados paisanos.
La eficaz intervención de una guardia cívica internacional, formada por miembros de otras colonias, principalmente europeas, impidió que el ataque de los culíes se extendiera a otros barrios. El resultado de esa infausta jornada fue de más de 300 chinos muertos y muchos más económicamente arruinados.
Mas la suerte de los culíes -circunstanciales tropas auxiliares- no mejoró con el triunfo de los chilenos. Poco después buen número de chinos fue enviado por la fuerza a trabajar en las salitreras del sur. Otros, la mayoría, fueron devueltos a sus patrones de las haciendas, ya que los invasores comprendieron que no se podía paralizar la producción agrícola y la mano de obra asiática era insustituible.
Por otra parte, los vencedores tenían prejuicios raciales contra los chinos como queda demostrado por este significativo párrafo del "Diario de Campaña" de Alberto del Solar, quien en sus años mozos participó en la Guerra del Pacífico y en la ocupación de nuestra capital. Al respecto dice: "En Lima se calcula en casi un quinto de la población el número de chinos que la habitan. Raquíticos, sucios y mal traídos, pendencieros y flojos, suelen ser manejados a látigo como las bestias, a las cuales llegan a asemejarse cuando el abuso del opio los ha embrutecido casi del todo".
Esta prevención contra los asiáticos, extensamente compartida, perduró hasta las dos primeras décadas del presente siglo. Hoy, totalmente superada, nadie duda del valioso aporte chino en la forja de nuestra nacionalidad.
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(1) Chingana. Dice Juan de Arona, en su "Diccionario de Peruanismos", que chingana es "una pulpería ínfima, que nunca está en esquina como aquélla, ni pertenece a un italiano".
(2) Fonda. El Repertorio de Peruanismos del Diccionario Santillana (Madrid 1975, Edición del Ministerio de Educación) define fonda como "lugar modesto donde se consumen comidas y bebidas a precios módicos".
(3) Según el Censo de 1876, había en Lima. 5,496 chinos hombres y sólo 128 mujeres.
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López Martínez, Héctor. "Notas sobre Grau y otros temas de la guerra con Chile". Lima, 1980.
Saludos
Jonatan Saona
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