Pongámonos de pié y en actitud reverencial para hablar de Alfonso Ugarte, ese digno émulo de los que en Trafalgar combatieron, y de los espartanos que dejaron el testamento de su patriotismo grabado sobre la roca que señalaba al caminante que todos perecieron.
Alfonso Ugarte lanzándose al océano, es un héroe cuya talla crecerá con los siglos y dará motivo á algún cantor épico para componer un poema de aliento.
Pero ¿á qué diluiremos nuestro pensamiento pobre, si de Ugarte podemos repetir lo que el autor del "Catecismo Patriótico" ha condensado en las páginas de tan importante trabajo?
He aquí lo que dice el señor Don José Luis Torres:
Este joven abandonó hogar, familia, fortuna, todo por la patria.
Nacido en Tarapacá en 1846 pasó Alfonso Ugarte los primeros años de la vida entre los goces que le brindaba la fortuna de su familia.
Fueron sus padres un acomodado vecino de esa ciudad, don Narciso Ugarte, que murió el año de 1852, y doña Rosa Bernal, respetable señora, también tarapaqueña.
En 1861, cuando se estableció en la costa la familia de Ugarte, fué mandado Alfonso á Valparaiso, al Colegio inglés que dirigían los señores Goldfinch y Blühm.
Alfonso Ugarte recibió una educación esencialmente mercantil.
Poseía perfectamente los idiomas ingles, francés y alemán. Tenía suma facilidad para los cálculos aritméticos, y demostró, desde niño, dotes especiales para el comercio.
Su diversión favorita, en el colegio, era la gimnasia; logró con esta clase de ejercicios, dar á su cuerpo el vigor que la naturaleza le negara.
En 1864 pasó del colegio de los señores Goldfinch y Blühm, al colegio alemán, para practicar ese idioma. Allí apenas estuvo un año; y en seguida ingresó en una casa de comercio de ese puerto, en calidad de dependiente.
A principios de 1868 regresó Alfonso á la provincia de Tarapacá, y se ocupó en organizar los trabajos de una pequeña hacienda que poseía en la quebrada de Aroma.
El aciago y memorable terremoto de Agosto de ese año, y la luctuosa epidemia de fiebre amarilla que duró hasta principios de 1869, le encontró en sus labores agrícolas, salvando así del terrible flagelo que diezmó Iquique.
A fines de 1869, cuando se habían disipado los temores de la reaparición de aquella epidemia, se estableció Alfonso en Iquique con su familia, tomando participación en los negocios del esposo de su señora madre, don Jorge C. Hilliger, uno de los más acaudalados y activos comerciantes de esa plaza.
Desde aquella época hasta el año de 1872, adquirió Alfonso grandes conocimientos mercantiles. Su padre político se esmeró en que Ugarte estudiase detenidamente la clase de negocios en que giraba su firma, para dejarlo, más tarde, en posesión de la casa de comercio que había fundado, y apto para seguir el curso, siempre caprichoso, de las transacciones salitreras.
Mediante su contracción, la clara inteligencia de Alfonso se adaptó á aquel jiro, y era reputado, últimamente, como uno de los comerciantes más hábiles é instruidos de la difícil plaza de Iquique.
Ugarte profesaba amor entrañable á su país natal. Apénas puede concebirse otro joven que poseyera en más alto grado lo que el púgo llama provincialismo, y lo que, en realidad no es sino la idolatría que se profesa á ese pedazo de tierra en que se despierta á la vida.
Tarapacá, para Alfonso, era antes que todo y sobre todo. No desperdició jamás ocasión de hacer bien á su pueblo.
Posición social, fortuna, juventud, inteligencia y carácter le llevaban constantemente á ocupar puestos distinguidos en la Municipalidad, la Beneficencia y otros cargos públicos.
En 1876, fué electo Alcalde del Concejo provincial de Iquique.
Como socio de Beneficencia, gratos son los recuerdos que el nombre de Alfonso dejó en el seno de esa corporación: á ella consagró su trabajo personal, su inteligencia y su dinero.
Alfonso era caritativo sin ostentación; se condolía de las desgracias ajenas, con tanta sinceridad, que fué muchas veces explotado á causa de esta virtud.
Dedicado exclusivamente, al trabajo, por cuenta propia, desde 1872; con actividad y honradez, logró Ugarte, apesar de la crisis en que sumiera á Iquique el Estanco y la Expropiación de las salitreras, formar un capital considerable.
Fatigado de un excesivo trabajo diario, y, sobre todo deseoso de acompañar á su señora madre, á Europa, había determinado Ugarte dejar á Iquique por tres ó cuatro años, el 1° de Marzo de 1879. ¡Cuán distinta era la combinación del destino!
Con este propósito, había encomendado Ugarte los negocios á su primo hermano y socio, don Juan Bernal y Castro, en Enero del año citado.
Mientras tanto, los sucesos de Antofagasta, la ocupación sorpresiva del litoral de Bolivia la actitud agresiva de Chile, habían colocado al Perú, muy á pesar suyo, en una situación escabrosa; el honor, la lealtad de los pactos, el amor propio nacional, herido por la conducta de esa República con la de Bolivia, inducían á creer que las relaciones diplomáticas quedarían rotas entre nuestro Enviado Extraordinario, señor Lavalle, y el gabinete de Santiago.
Por desgracia nuestra, así vino á suceder: el 5 de Abril de 1879, Chile nos declaró la guerra.
A Ugarte se le encargó en Iquique de la organización de un cuerpo de Guardias Nacionales y á los diez días de expedida la orden, tenía Ugarte, quinientos hombres, escogidos entre lo más selecto de la clase obrera, de Iquique, y una oficialidad que honraría al ejército de línea.
Ugarte se dedicó, desde aquel día única y exclusivamente á su batallón.
Llegó el memorable 5 de Abril, fecha en que la escuadra chilena ocupó de facto la bahía de Iquique, notificándose la guerra y declarando bloqueado ese puerto.
Y desde aquel instante se preocupó con mayor ahinco de su batallón, y, apesar de las dificultades para trasportar carga desde Lima á Iquique, á consecuencia del bloqueo; logró internar á esa plaza dos juegos de vestuario para la tropa y oficialidad, que les obsequió generosamente.
No se contentó Ugarte con uniformar su batallón; conociendo la aflictiva situación del Erario y las penurias de la Caja Fiscal de Iquique con la aglomeración de dos divisiones, regaló á nombre de la casa de que era jefe, diez mil soles, y se suscribió con la suma mensual de mil soles como donativo para la guerra.
Todo el país conoce con minuciosos detalles la memorable batalla de Tarapacá, en la que el denuedo de nuestros soldados traspasó los límites de lo creíble, rechanzándo y poniendo en vergonzosa fuga al ejército vencedor de la víspera. Al coronel Ugarte, al jefe improvisado, cúpole no pequeña parte en tamaña gloria.
La caballería enemiga, ansiosa sin duda de cumplir las ordenes que cobardemente olvidó cuando se retiraba nuestro ejército de San Francisco, atacó vigorosamente, y á mansalva, nuestras tropas: la izquierda del batallón de Ugarte pagó bien caro su temerario arrojo, pues tratando de resistir el ímpetu de la caballería chilena, fué envuelta por ésta, que era inmensamente superior en número. Ugarte acosado así; ardiendo en deseos de salvar á los suyos, olvidó que era jefe, y empuñando un rifle dió el ejemplo, haciendo fuego briosamente sobre el enemigo.
Un tiro funesto disparado á corta distancia, lo trajo por tierra. El valiente jefe se levantó ensangrentado, y se lanzó de nuevo á la lucha. Sus subordinados, sus superiores, todos le suplicaron que se retirara de aquel sitio de peligro para atender á su herida; y el, desoyendo las justas observaciones de los que le rodeaban, vendándose con un pañuelo la herida cuya sangre le cegaba, se empeñó más y más en el combate.
La herida sin embargo, no era leve. El proyectil le hirió en la región frontal, y resbaló, dejándole una huella sangrienta é indeleble, hasta la región occipital.
La bala debió herirle cuando inclinaba la cabeza, en el acto de preparar el winchester con que hacía fuego.
Las tropas vencedoras cansadas de la jornada, se hallaban tranquilamente durmiendo la noche del 27 de Noviembre.
El General en Jefe, y el Estado Mayor habían acordado hacer descansar al ejército hasta la mañana siguiente, y ocuparse el día 28, de recoger las armas (más de dos mil rifles), municiones y piezas de artillería tomadas al enemigo, enterrar nuestros muertos y emprender en seguida; la retirada sobre Arica, para replegarse sobre el ejército del General Prado.
Pero motivos que ignoramos hicieron contrariar esta disposición y a la una de la mañana se obligó al ejercito á ponerse en marcha. Esta se hizo en estremo penosa.
Ugarte á su paso por Codpa, donde permaneció dos días, fué atacado por las tercianas, endémicas en ese valle. Esta circunstancia vino a empeorar el estado de su herida, que, a consecuencia de las insolaciones, se había inflamado considerablemente.
Una vez en Arica, el coronel Ugarte, observando el general Montero el estado alarmante de su herida, le indicó amistosamente que fuera, por un mes, al lado de su familia, á Arequipa. Ugarte se negó rotundamente á ello.
Tanta abnegación, no puede, indudablemente, sino levantar el espíritu de los que dudan de la influencia mística del patriotismo.
Mientras tanto la pobre madre se consolaba en Arequipa con recibir noticias telegráficas de su hijo. Ni una palabra de reproche, ni una queja, nada decía la respetable matrona, que pudiera entibiar el ardor patriótico de su hijo.
Recordamos, y recordaremos siempre, sus palabras, en contestación á una señora que le aconsejada insistiera en que Alfonso se retirara del ejército. — "Si todas las madres, dijo, fuéramos á retirar á nuestros hijos del ejército ¿quién defendería á la patria!”
Tal madre para tal hijo!
Los anales de Esparta y Roma no consignan respuesta más sublime: ella sola es un timbre de gloria para toda la República .............
En la reorganización del ejército efectuada en los últimos días de Diciembre en Arica, fué el coronel Ugarte promovido al puesto de Comandante General de la 8a. División; desde entónces se duplicaron sus labores, y no desperdiciaba Ugarte ocasión alguna, de instruirse en los deberes anexos á su importante cargo.
Llegó por fin, la hora de combatir por segunda vez con los enemigos del Perú.
El último acto de la corta, pero interesante carrera de Alfonso Ugarte, revela de cuanto era capaz esa alma verdaderamente grande.
Acosado por innumerables enemigos, vencido ya en la cumbre del Morro histórico, presenciando la mutilación de los caídos, la profanación de esas reliquias sagradas del heroísmo, quiso sustraerse á las manos enemigas, y, clavando las espuelas en los hijares de su caballo; se lanzó al espacio, desde aquella inmensa altura para caer despedazado sobre las rocas de la orilla del mar.
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Texto e imagen tomados de "El Perú Ilustrado" núm 167, Lima, 19 de julio de 1890.
Saludos
Jonatan Saona
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