María Quiteria Ramírez |
Cantinera del 2° de Línea, en cuyos brazos murió Eleuterio Ramírez, nos cuenta su historia de heroísmo.
—Se ha escrito muchas veces lo que yo he hecho que no ha sido nada del otro mundo.
Me habla desde su lecho colocado en la semi obscuridad de su alcoba; su tez morena, cerosa, se destaca sobre el fondo blanco de la cama, y las líneas que en su hermoso rostro de anciana marcan los ochenta años, me dan solucionado el teorema de su vida.
Pero yo no lo he oído, señora.
A su lado está su hija, una mujer alta y macisa que nos mira con expresión cariñosa, al interior de la sala y veo los objetos familiares derramándose por todas partes, como si tuvieran inquietud. Por una ventana penetra una luz tamizada y descompuesta por el verde del jardín, que es mancha pictórica en los cristales.
—¿Cuál es su más hermoso recuerdo?, insisto.
—En mis brazos expiró mi comandante Ramírez, dice y detiene en mí sus ojos grandes y afiebrados que tienen no se qué de arcano, que parece que me miran desde el otro mundo.
—¿Usted se encontró en la acción de Tarapacá?
—Sí, y tengo el convencimiento de que si el enemigo no hubiera recibido refuerzos, lo habríamos vencido.
Se queda pensativa, y agrega:
—Necochea ha sido uno de los hombres más alentados que conocí en la guerra. Estaba herido de gravedad, las botas llenas de sangre y no paró un momento, paseándose de punta a punta, animando a los soldados. El comandante Ramírez no se alteró jamás. Murió sin una protesta. La historia ha recogido sus palabras. Yo le oí decir segundos antes de morir : —¡Muchachos, no hay que rendirse!
Nos quedamos en silencio. Ella continúa quedamente, con voz traspasada de honda melancolía:
—Y allí perdimos también el estandarte del regimiento. Muerto mi comandante, nos replegamos a otro edificio; pero hasta allí nos siguieron las balas y el incendio... y perdimos... y los que no cayeron fueron tomados prisioneros.
Contemplo a doña María Quiteria Ramírez mientras habla: veo fulgir en sus ojos una luz severa, casi mística. Me doy cuenta de que ha sido una hermosa mujer y me la imagino en las filas, atravesando el desierto, erguida, sin demostrar fatiga, guerrera, con todo el sentido de una amazona legendaria, efectiva, inspiradora de heroísmo. La veo en el combate distribuyendo agua a los soldados, curando los heridos, siendo la última y la más óptima visión de los moribundos. Estremecida, vibrante, bajo el dominio eléctrico del toque de cala-cuerda, alegre en el vivac, sonora en la victoria. Milagrosa, magnífica dentro del infierno de la batalla, clara, con claror de altruismo entre la cárdena luz del fuego, entre el crepitar de los proyectiles y la cadena de gemidos... hollar con sus pies breves, hechos para ir por la senda del amor, el campo ensangrentado, andar dado la mano a la muerte.
María la grande, como la llamaban los peruanos, es un símbolo de esta raza pródiga que no conoce la fatiga ni el odio.
—Prisionera, me llevaron a Arica, prosígue —yo casi no la oigo, la miro. — Me llevaron oculta pues se decía que allí las mujeres peruanas me lincharían.
La guerra es así, terrible, no tiene aspectos generosos Dos cantineras del 4° de Línea fueron quemadas por el enemigo. María corrió también infinitos peligros. Me habla de esos peligros; sin orgullo me muestra una página de la historia en que Vicuña Mackenna habla de ella con respetuoso elogio. A ella le parece todo natural; está segura de que cualquiera mujer chilena puede hacer lo mismo.
Después de referirme sus peripecias, me cuenta que llegó de nuevo a su querido 2° de Línea, comandado entonces por don Estanislao del Canto. Allí la trataron muy bien, y como el uniforme que llevaba no era de su propiedad, se hizo entre los Jefes y oficiales una colecta para regalarle uno, que fué del más fino terciopelo, que aún conserva y que su hija me lo muestra.
—Es hermoso, comento.
—Tiene sitio para las medallas, dice María. Luego se calla.
Su alma se llena de la evocación de la guerra; Chorrillos, Miraflores, Tarapacá...
—¿Usted entró a Lima?
—Sí, y allí pedí mi baja por enfermedad. Yo le había dicho al señor del Canto que sólo lo acompañaría hasta Lima.
—Y dígame, ¿cómo llegó usted a cantinera?
—Yo estaba en Iquique cuando se declaró la guerra; pero no me di cuenta sino porque me expulsaron de la ciudad. En la arena dormimos enterrados varios chilenos, los primeros días. La guerra es cruel. Por fin nos embarcamos hacia Antofagasta. Como yo era costurera, ofrecí mis servicios al comando que estaba haciendo fabricar trajes para el ejército. Me trataron muy bien, dándome desde el primer día ración y todo lo que me faltaba. Después, cuando las tropas iban a partir, el propio comandante Ramírez, que era un hombre desde donde se le mirara, me propuso que acompañara al regimiento. Al principio me negué; pero fui. Y así fué cómo me tocó saber lo que era una guerra.
¡Con qué serena firmeza me cuenta episodios, nada ha olvidado; sus facultades no han sufrido absolutamente nada. Desde el fondo de su alcoba ata con las antenas impalpables de su pensamiento, un pasado distante, cincuenta años, y encadena una charla que no vacila, que marcha como ella, cuando bajo el infierno del sol, sobre la pampa tórrida de alma de oro iba a la guerra...
El silencio dorado de la tarde va inundando poco a poco la estancia; la charla se sutiliza hasta la confidencia. Me siento perdido entre el tropel de sus recuerdos — que redoblan como un tambor — rodeado de sombras de héroes, espectador de esa epopeya maravillosa que me ha encantado desde las historias que meció mi niñez y que hoy día me produce convicción.
Las cosas que rodean el lecho de doña María se van desdibujando; pronto no serán más que una masa perdida en la habitación; sólo fulgirán las pupilas obscuras—que me miran desde el pasado—de doña María Quiteria Ramírez, que me tiende, al despedirme, su mano marfileña, antigua como la de una estampa de museo que se animara...
He vivido muchos minutos con la historia de Chile, que es el relato de la vida generosa de muchos chilenos y que ojalá pueda también aumentarse con el relato de la mía.
A. ACEVEDO HERNANDEZ
En Sotoquí, octubre 1929."
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Texto y fotografía, tomados de la revista chilena Zig Zag, octubre de 1929.
Saludos
Jonatan Saona
Un relato conmovedor,de una compatriota que en la simplicidad de sus palabras me transporta a la época,a sus esperanzas y sufrimientos,y finalmente a su lecho donde su cuerpo ya cansado espera su descanso eterno.Sus palabras me hacen ver a una mujer que vivió con dignidad y con la mas simple humildad en su vivir,pero con la mayor de las riquezas que pudo ofrecer a esta tierra que la vio nacer...su vida.
ResponderBorrarEspero algún día,que alguien se inspire en esta legendaria existencia de quien tanto dio y que tan poco se le pagó,para que sea llevado a la gran pantalla,al cine,y se mentenga en nuestras memorias su gesto y el de tantas mujeres como ella,que con el orgullo y el último pago de no olvidarlas,se inmortalicen sus sacrificios,donde entregaron sus vidas para darle mas vida a CHILE.
no si es verdad ...pero del curtido y aguerrido batallon atacama solo rehresaron 100...la mayoria dejosus huesos como abono en tierras peruanas...HOY NO REGRESA NINGUNO.....
ResponderBorrarPor amigos de lo ajeno
ResponderBorrarEsta señora tuvo la suerte cde caer prisionera bajo el ejército peruano y vivió para contarlo, di hubiera sido peruana y caída bajo la nota chilena, no estaría contando está historia. Esos salvajes no tomaban prisioneros y mataban a los heridos.
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