1 de abril de 2015

Mensaje de Iglesias

Miguel Iglesias
Manifiesto del Jefe Político y Militar del Norte, 1° de Abril de 1882

Miguel Iglesias
A sus conciudadanos

Por mucho que contrarié mis naturales inclinaciones ocupándome de mi persona, consagrado como estoy al servicio de la patria, creo que tengo la perfecta obligación de explicar a los pueblos los móviles que determinan mis actos, a fin de que, conocidos con claridad y precisión, se juzguen y se estimen, si lo merecen, mis verdaderos propósitos.

Vencido en la jornada de Chorrillos, después que las tropas que me obedecían dejaron bien alto el honor nacional, víme reducido a la condición de prisionero de guerra, hasta tanto que el jefe de las fuerzas invasoras tuvo a bien no poner obstáculos a mi regreso a esta ciudad.

Ningún compromiso verbal ni escrito contraje con las autoridades chilenas para volver a mi hogar. Mi prisión fue rota por el hecho del consentimiento.

La conducta generosa que se usó conmigo y que no puedo desconocer, me colocaba en situación bien excepcional; pero, como no había dejado de ser peruano, sentía en el corazón los rudos golpes que el infortunio se ha complacido en descargar sobre mi desventurada patria.

Llegó un momento en que, aniquilados nuestros elementos de combate, vacilante la fe de los hombres verdaderamente patriotas y alterado el orden interior del país por incalificables rivalidades, le amenazaba un porvenir de desorganización y de ruina.

Se trataba de una cuestión meramente interna. Se trataba de impedir que el Perú se presentase ante el mundo como una horda de insensatos devorándose entre sí, cuando precisamente reclamaba el común peligro, que nuestra sociedad afianzase sus vínculos de cohesión para salvarse en un esfuerzo supremo a la sombra del orden, de la justicia y de la ley.

A situación semejante, no podía, como ningún buen peruano, permanecer indiferente.

Conciliando mi fe de caballero y mi honor de soldado con mis deberes de ciudadano y cuando la patria pedía a gritos un impulso de abnegación a todos sus hijos leales, acepté un puesto público bajo las banderas de la ley, resuelto a secundar el pensamiento grandioso, reaccionario, que agita a la nación entera y que se precisa y desarrolla por sus órganos más acreditados. 

La unificación de la República era una necesidad inaplazable, perentoria. Se creyó que mi concurso, en condición determinada, podía contribuir a robustecerla y mi patriotismo me dictó apoyar al Gobierno que acaba de inaugurarse con el beneplácito unánime de la nación. 

Así, no sólo me siento tranquilo, sino también aplaudido por mi conciencia, que me señala la causa de todos nuestros desastres en la criminal desunión que nos enerva, en el egoísmo de los titulados partidos políticos, y la única esperanza de mejores días para el patria en la concordia de la familia peruana, en la identidad de miras y de intereses, en el orden, en la libertad, en la paz.

Fomentando indefinidamente la idea de una guerra insensata, después de San Juan de Miraflores y de las crueles revueltas de Lima y Arequipa, las fuerzas nacionales se debilitaban día a día, alejándose cada vez más el ambicionado período de la convalecencia.

La urgencia de ajustar la paz con Chile del mejor modo posible, y de que la República se levante unida y vigorosa para sacudirse de los pasados extravíos y entrar de lleno en la senda regeneradora, se me presentaba fuera de toda duda.

A ambos fines quiero contribuir con todas mis fuerzas.

Soldado de la nación, no comprendo las luchas intestinas, cuando no las guía una idea elevada, una necesidad absoluta de recobrar derechos que se nos arrebatan, de salvar el honor nacional comprometido, de sostener las libertades públicas holladas.

Pero mi espada no ha lucido ni lucirá jamás en los campos estériles de la anarquía, para ensangrentar el suelo patrio en servicio de pasiones personales.

Si algo ambiciono por mi parte, es la gloria del buen ciudadano, la satisfacción de haber cooperado, por los medios dignos y a mi alcance, a la reconstrucción del gastado edificio nacional, el respeto y la estimación de mis compatriotas, y un nombre sin mancha que legar en mis hijos al porvenir.

Afortunadamente, para realizar estas nobles aspiraciones, me siento rodeado de hombres que piensan y quieren como yo; que, ajenos a toda pretensión mezquina, consagrados están por entero a la obra santa de la rehabilitación del país, y mi fe renace y mis esperanzas se ponderan, porque veo iniciada,
creciente, próxima a realizarse la revolución pacífica que debe salvarnos.

Conocedor de la suspicacia exagerada de los diversos bandos que aún se agitan en la República, he creído indispensable dar este público testimonio de mis ideas y sentimientos.

Desnudo estoy de ambiciones bastardas.

La ventura de los pueblos será siempre mi suprema complacencia.

La pompa de los caudillos no me seduce.

Otros laureles más hermosos y duraderos aspiro para mi frente, aún serena.
Voluntad inquebrantable, guiada por un corazón ferviente de patriotismo, tengo, a Dios gracias, para alcanzarlos.

Miguel Iglesias. 
Cajamarca, Abril 1° de 1882.


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Saludos
Jonatan Saona

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