23 de agosto de 2013

Memorias de un perro

Imagen del libro
Memorias de un perro escritas por su propia pata

Novela costumbrista del escritor chileno Juan Rafael Allende, publicada en Chile en 1893.

La obra expone los avatares de la vida política y las costumbres sociales chilenas, a través de la mirada de un perro quiltro (sin linaje). El protagonista se llama originalmente Rompecadenas, pero va cambiando de nombre a medida que cae en poder de un nuevo amo. 

El siguiente texto es lo ocurrido con un veterano de la guerra del Pacífico

"Un día ví pasar a un soldado inválido, y me fui detrás de él.

Yo me hacía esta reflexión: este pobre inválido, que ha perdido una pierna y un brazo por darle territorios y glorias a su patria, vivirá a ración de hambre, como viven todos los buenos servidores de esta tierra; pero, al menos, en su tugurio podré roer un hueso con honradez y dignidad.

Cuando el inválido notó que seguía sus pasos, se detuvo y como que pareció enamorarse de mi figura, que ¡vamos! no era tan despreciable; con el brazo bueno sacó un pedazo de pan de su faltriquera, me lo arrojó al aire, y yo lo peloteé en el hocico con la mayor destreza. Esta lo cautivó y haciendo castañuelas con los dedos, me decía: Pichicho! pichicho! pichicho!

Yo lo segui hasta su rancho, donde, como soldado veterano, lo primero que hizo fue darme el rancho, que fue bastante frugal.

Mi nuevo amo me bautizó con el nombre de Chorrillos, nombre de guerra que no debía ser el último.

Este cambio de nombres es corriente entre los racionales, por lo cual no me avergonzaba, ya que en Chile es tan frecuente que uno que ayer se llamaba radical o liberal, mañana se llame montt-varista o conservador.
Y los brutos no debemos avergonzarnos de hacer lo que hacen los sabios.

De seguro que el inválido me encontró marcial catadura, pues desde el primer día me dedicó a la carrera militar.

De algo que en su tiempo debió ser colcha roja, me hizo un par de pantalones, y de lo azul de un harapo que debió ser bandera chilena, una chaqueta de soldado; el quépis fue herencia de un tambor.

Digo mal cuando digo que el inválido hizo mis arreos militares, ya que lo que hizo fue sólo pedirle que los hiciera a una vecina del conventillo en que mi amo vivía.
Un aprendiz de carpintero trabajó el fusil.
A los pantalones tuvieron que hacerle el marrueco en la parte posterior, para darle salida a la cola.

La primera vez que me vistieron el traje militar, me sentí hombre, y miré con cierto orgullo a los demás quiltros y perros del conventillo.

¡Yo, un pobre perro, había sentado plaza de soldado!

¡Cuánto debía yo más tarde de arrepentirme por haber abrazado aquella ingrata carrera!

La cosa no era así como así tan fácil y sencilla: el traje era lo de menos: había que andar en dos patas. Esto, que para algunos señores diputados suele ser cosa de poco más o menos, para mi fue obra de romanos, no de gatos romanos, sino de romanos de los buenos tiempo del paganismo.

El veterano era un terrible instructor. Cuando yo, aquejado por dolores de riñones y caderas, largaba el fusil y caía sobre mis cuatro patas, rendido de cansancio, con la pierna de palo me propinaba un puntapiés que me hacía ver estrellas a medio día.

En mi nueva carrera llevaba una vida de perro, que me hacía recordar con pena mi permanencia en casa de la beata y hasta me sentía dispuesto a sufrir los actos indecorosos que la solterona me obligaba, con tal de colgar la casaca y dejarme de ejercicios militares.

¿Qué pensaba aquel veterano hacer de mi? ¿Un militar hecho y derecho que, en caso de necesidad, fuera a una batalla a hacerse matar pour le roi de Prusse?.

Yo me decía: que los hombres peleen como los perros, está dentro de la lógica; pero que los perros peleen como los hombres, no es justo ni razonable.

No diré que a fuerza de puntapiés, sino que a fuerza de puntapalos, pues que el inválido me pegaba con la pierna postiza, aprendí a marchar en dos patas y algunas evoluciones de la táctica militar.

Entonces, mi jefe me sacaba a la calle a hacer maniobras, recibiendo muchos Dios-te-guardes del público callejero.

Un día acertó a pasar por allí un militar, que por el acento parecía extranjero, y cuya fisonomía me hizo recordar la de mi padre, que era un sabueso ñato, de la nariz partida.

Como todos, su detuvo a admirar mis habilidades marciales; luego, dirigiéndose al inválido, le dijo:
-Infálito, enseñe usted el orten tisperso a ese soltato recluta.

El inválido se cuadró, le hizo el saludo de Ordenanza y le contestó:
-Está bien, mi general.

¡Aquel cara de mi padre era todo un general!

Mi amo hizo que los muchachos del conventillo se transformaran en soldados: todo era cuestión de un sombrero de 3 picos, fabricado con un pedazo de diario, y un palo de escoba vieja, que se trocaba en fusil.

Puestos los chiquillos en columna de batalla, el cojo me dijo:
-Chorrillos, voy a enseñarte el orden disperso. Cuando yo te pase un puñado de plata y te toque la corneta, levantas la culata de tu rifle, y a paso de carga te pasas a las filas contrarias. ¿Has entendido?

Yo me quedé en ayunas. ¿Qué podía saber de orden disperso un pobre bruto como yo, que sabía ser leal como un perro y que, ni por todo el oro del mundo, habría traicionado al que me daba un hueso que roer?

Pero los hombres dicen: los palos enseñan a gente.
Y yo digo: los palos me enseñaron el orden disperso.

En efecto, a las cuatro o cinco lecciones, me aprendí la nueva táctica al dedillo.

En cuanto el veterano me gritaba:
-Chorrillos, en orden disperso, ¡marchen¡ y simulaba darme dinero, que también yo fingía recibir con la pata izquierda, ponía la culata de mi fusil hacia arriba y en cuatro patas echaba a correr en dirección a las filas enemigas.

Tan satisfecho estaba el inválido conmigo, que un día me lanzó este piropo, que me llenó de orgullo:
-Has aprendido tan bien el orden disperso, que ni hijo de mi general que fueras!

Al día siguiente, mi quépis tenían dos galones.
¡Me habían ascendido a teniente!

Pero no por eso me dejaba descansar el cojo veterano; al contrario, los ejercicios se repetían muchas veces al día, pues mis admiradores pagaban la paciencia de mi maestro en buenos vasos de ponche.

Este trabajo continuo, que no me dejaba tiempo ni para hacer mis urgentes diligencias, acabó al fin por enfermarme de estitiquez...

Cierto día en que me hacían lucir en la acera de la calle mis habilidades militares, acertó a pasar por allí un italiano, a quien todos llamaban con el nombre del señor Platuni, que trabajaba en el Circo Trait con una compañía de perros y monos sabios.

Al instante se dirigió a mi amo y le dijo:
-Cuánto volete per cuesto cane?

-Cien pesos, respondió el inválido.

El bachicha los sacó de su cartera y se los entregó al coji-manco, que se santiguó con ellos, los metió en su bolsillo, me dió un beso en el hocico y, cojeando, cojeando, se fue a un despacho a beber aguardiente.

¡Me vendieron; pero no me vendí!


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Saludos
Jonatan Saona

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