21 de mayo de 2016

Zanca Barone

Rosario Zanca Barone
Testimonio de Rosario Zanca sobre el combate de Iquique

En el discurso del 21 de Mayo hecho en homenaje a la Armada de Chile por motivo de cumplirse un aniversario del combate Naval de Iquique, don Lorenzo Çaglević Baković comenta el testimonio del italiano Rosario Zanca que había sido publicado en un diario.

Transcribimos el discurso y el testimonio histórico:

"Cuando nuestro presidente me distinguió con el honor de ofrecer el discurso a nuestra querida Armada de Chile, homenaje que me ha correspondido efectuar ya varias veces, pensé en lo mucho que se ha dicho sobre la epopeya de Iquique, lo cual se recoge normalmente desde los libros confeccionados por historiadores quienes, a su vez, lo han recogido de otros historiadores más antiguos o bien directamente desde los partes oficiales del combate o de documentos relacionados, emitidos por otras personas de la época, ya que ningún historiador chileno tuvo la fortuna de presenciar las heroicas acciones de ese día. 

Debido a lo anterior es que, en esta solemne ocasión para nuestros clubes rotarios, he querido ofrecerles algo distinto: Se trata de un relato de primera fuente. De un testigo privilegiado de los hechos de ese día, tanto en los momentos anteriores; durante el combate y posteriormente a éste. Es el relato de un muchacho, a la sazón, de sólo 14 años. Este testimonio fue recogido muchos años después por un periodista del diario Iquiqueño El Tarapacá cuando ese niño, del año 1879, ya era un hombre mayor pero conservaba, aún intacto en su recuerdo, los detalles de los acontecimientos tales como quedaron grabados en forma indeleble en su mente y alma de adolescente.

El personaje, cuyo relato entregaré a continuación, se llamaba Rosario Zanca Barone y podríamos asumir la imparcialidad de su relato por cuanto era de nacionalidad italiana, hijo de un destacado emigrante quien había llegado a Iquique, años antes, como Cónsul de Italia en ese puerto peruano. Posteriormente, don Rosario Zanca vivió el resto de su vida en ese mismo Iquique ya bajo la soberanía e integración a nuestra patria.

Aquí va entonces su testimonio:
Sentado en un escaño de la plaza de Iquique, don Rosario comienza su descripción. Su índice apunta hacia el mar, distante sólo una cuadra, y dice textual:

“Ese viejo muelle, al igual que el edificio de la Aduana y la torre del reloj de esta Plaza, ya estaban en ese tiempo.

En estos barrios del Morro, La Puntilla y El Colorado, había mucho rancherío donde vivían obreros portuarios, pescadores, carreteros; toda gente de mar. Había mucho cholo mestizo como también negros, zambos y chinos los que eran traídos casi como esclavos desde las covaderas de Pabellón de Pica, Huanillos y Punta de Lobos.

Los barcos en ese tiempo eran de muy poco calado y la bahía relativamente pequeña, de tal modo que para los que nos gustaba el mar era un verdadero teatro desde donde podíamos observar muy de cerca el escenario de todo lo que sucedía a flote. En realidad eran solo unos pocos metros la distancia a las áreas usuales de las maniobras portuarias, casi no habían casas en la costa que taparan la vistas y nosotros, como niños, teníamos nuestros miradores preferidos, donde también hacíamos nuestras maldades, lejos de los ojos de los papás, tan estrictos por ese entonces.

Pero en Abril de 1879, cuando estalló la guerra, toda la actividad portuaria quedó paralizada, pues llegó la escuadra chilena y bloqueó el puerto.

El 17 de Mayo en la noche, gran parte de los buques chilenos partieron rumbo al Callao con la intención de enfrentarse con la escuadra peruana. Se cruzaron sin verse, pues los barcos peruanos también habían optado por viajar al Sur a levantar este bloqueo, ya que aquí estaba la riqueza del salitre que era, por lo demás, la verdadera causa de la guerra.

La oscuridad de la noche y la camanchaca impidieron que se avistaran en alta mar y el 21 de Mayo amanecieron frente a nosotros esos dos colosos de acero, el Huáscar y la Independencia.

A cargo del bloqueo, los chilenos habían dejado aquí a sus dos buques de guerra más viejos y pequeños; la Esmeralda y la Covadonga, ambos de madera ya casi imposibilitados para una navegación larga.

Esa mañana yo estaba tomando mi desayuno. Serían como las ocho cuando me vinieron a buscar varios niños amigos míos. Mi padre había salido muy temprano y mi madre andaba de compras, de tal manera que me resultó muy fácil irme con ellos a curiosear por la playa del Colorado.

Toda la gente gritaba en las calles vivas al Perú e insultos para Chile, mientras se dirigían hacia los cerros de la costa a presenciar la rendición de esos bandidos que, según su sentir, habían venido a impedirles su trabajo y a quitarles su riqueza.

Esos cerros de allá, al frente, estaban repletos de gente y la tropa peruana que había en el puerto, se instaló estratégicamente en improvisadas trincheras junto con emplazar pequeños cañones de campaña.

Muy pronto comenzaron a abrir fuego de fusilería y de artillería sobre la Esmeralda que se había acercado demasiado a la costa. Volví a toda carrera a mi casa a buscar un potente catalejo que mi padre atesoraba en su escritorio del consulado y regresé a toda prisa con mis amigos. Nos fuimos a instalar sobre el peñón de Punta Negra y desde allí pudimos verlo todo. A pesar de los pocos metros al escenario del combate, no teníamos el peligro que nos alcanzara alguno de los tiros del Huáscar, como fue lo que sucedió a mucha gente que, apostándose en otros lados, quedó herida por sus disparos que no hacían blanco en la Esmeralda e iban a rematar a los pies del cerro o en los rancheríos cercanos a la playa.

El día, a esa hora, ya estaba soleado y muy claro, y pudimos verlo todo, como si los hubiésemos tenido debajo de nuestros pies. Así vimos el primer espolonazo del Huáscar y el primer abordaje con Arturo Prat seguido por algunos pocos marineros.

Dentro del silencio de la rada, era tan grande el ruido de los disparos y el griterío de la marinería, que creo que no pudieron haberlo escuchado cuando dio la orden de saltar a tomarse la nave enemiga.

Pero en la cubierta del Huáscar no se divisaba nadie contra quien luchar. Las puertas de acero estaban herméticamente cerradas y los marineros peruanos se habían parapetado muy bien protegidos en la popa, abriendo fuego de fusiles y ametralladoras sobre los intrusos. Pude ver al capitán correr, levantando su sable, hacia la torre de mando, pero al pie de la escalera que conducía a ella cayó abatido por la balacera y más atrás, cayó igualmente el sargento Aldea.

La Covadonga por su parte, había enfilado rumbo al sur perseguida por la Independencia y ambos barcos ya habían desaparecido de nuestra vista

A todo esto, el Huáscar se vino de nuevo encima de la Esmeralda para darle el segundo espolonazo en el costado derecho, más atrás que el anterior.

También pudimos ver en esta ocasión a otro oficial seguir el ejemplo de su capitán y saltar a la cubierta del barco enemigo, seguido por muchos marineros. Sin embargo, después de una breve refriega, los fusiles y las ametralladoras peruanas los barrieron, quedando sus cuerpos diseminados por todos lados.

Al tercer espolonazo, la Esmeralda se fue a pique con todo lo que quedaba de su tripulación gritando y disparando a rabiar. Yo no podía contener mi emoción, sobre todo cuando vi desaparecer la punta de su mástil con la bandera chilena flameando al viento. En esos momentos, se produjo un silencio sepulcral.

La gente de los cerros había enmudecido y ya no sonaba ni un solo disparo.

Yo sabía que toda esa gente odiaba a los chilenos; pero lo que habían visto los había sobrecogido, igual que a mí. Poco a poco, empecé a notar que volvía la actividad a la cubierta del barco peruano. El almirante Grau ordenó bajar los botes para recoger a los sobrevivientes y la gente comenzó a retornar a sus hogares.

El combate había durado casi cuatro horas, desde que comenzaron los disparos hasta que la Esmeralda desapareció de la superficie del mar.

Esa tarde, la población había comenzado a embanderar sus casas y a celebrar la victoria. Sin embargo ese desborde de alegría y patriotismo muy pronto se convirtió en rabia y dolor, cuando se enteraron que se había perdido la Independencia en los bajos de Punta Gruesa y que la Covadonga, aprovechando que el blindado peruano había encallado, lo había cañoneado hasta obligarlo a rendirse.

Al atardecer, vine con mis amigos al muelle. Ya habían bajado a los muertos y a los heridos. Arturo Prat estaba ahí, frente al pórtico de la Aduana, a pasos de donde ahora estamos. Lo habían dejado de espalda en el suelo sobre una tabla. Vestía su uniforme de capitán, todo ensangrentado y tenía destruido la mitad del cráneo, desde la ceja izquierda hacia atrás. A su lado y en la misma forma se hallaba el cadáver de Ignacio Serrano, algo más macizo que su capitán y también los restos de muchos otros marineros.

La gente se apretujaba para mirar el macabro espectáculo. Un anciano se agachó para cerrarle los ojos al teniente Serrano y no faltaron quienes le lanzaron exclamaciones insultantes ante tal gesto de humanidad.

Por la parte de atrás del edificio de la Aduana, había numerosos heridos sobre un carro del ferrocarril salitrero. Entre ellos estaba el Sargento Juan de Dios Aldea. Yo supe quien era porque le dio su nombre a don Adolfo Gariazzo, quien le había pasado un vaso de agua y había mantenido una breve conversación con él.

Tenía una herida de bala en el cuello, otra en el brazo izquierdo y otra en la pierna derecha. Se notaba que sufría mucho y hacía ya varias horas que junto con los demás heridos estaban prácticamente botados allí, desangrándose, sin que nadie los atendiese.

Como a las nueve de la noche, el señor Eduardo Llanos, miembro de la colonia Española, junto con otros extranjeros, lograron la autorización para retirar los cadáveres y a los heridos llevarlos al hospital. El Sargento Aldea falleció al tercer día, después de que le amputaron el brazo.

Al día siguiente del combate fuimos al funeral de un oficial peruano muerto en el cañoneo a la Independencia - proseguía don Rosario- Estaba casi toda la población del puerto. El cortejo iba encabezado por una gran banda de músicos y por los tripulantes de las dos naves peruanas. Las autoridades y hasta las pocas escuelitas que entonces había, con sus niños portando pequeños ramos de flores de papel, marchaban a continuación, acompañando el féretro que iba en una carroza tirada por caballos, cubierto con la bandera peruana; más atrás, el cura con sus acompañantes y después la muchedumbre rezando y vociferando.

En el cementerio hubo discursos encendidos de un gran fervor patriótico, resaltando el heroísmo de aquella víctima de una de las granadas disparadas por la Covadonga.

Cuando veníamos de regreso del Cementerio, alguien nos señaló un viejo carretón que con dos ataúdes en su interior se dirigía al cementerio del Colorado. En el coche que lo seguía pudimos distinguir a cinco personas. Con esa curiosidad tan propia de los niños, nos acercamos y pudimos ver al señor Llanos acompañado de dos compatriotas suyos: don Benigno Posadas y don Juan Neir. También iba un señor inglés, don Edmundo Wallis y otro francés, don Carlos Latour.

El pequeño cortejo entró al cementerio por la puerta trasera. Había dos fosas abiertas y separadas una de otra por unos doce metros aproximadamente, pero no había palas ni ninguna otra herramienta, ni panteoneros que pudiesen ayudar a enterrar los ataúdes. El carretonero, junto al señor Llanos y al señor Wallis, bajaron los restos de Prat y de Serrano de la carreta y, con mucha dificultad, los depositaron en sus respectivas sepulturas. Luego, de rodillas y con sus propias manos, tuvieron que empujar la tierra para cubrir los cajones que quedaron sólo a medio enterrar.

El resto de la pequeña comitiva, se había quedado a varios metros de distancia por temor a un grupo de peruanos, que habiendo estado anteriormente en el otro funeral, no dejaban de lanzar insultos y pedradas a las abnegadas y bondadosas personas que trataban de dar cristiana sepultura a los héroes navales más grandes de nuestra historia. No hubo ni una cruz en sus tumbas; ni una humilde flor sobre sus despojos. Ni siquiera una tabla con sus nombres. Sólo dos días después, cuando todo estuvo más calmado, estos mismos señores regresaron al cementerio e hicieron todos los arreglos necesarios para que las tumbas de los dos héroes quedaran juntas y debidamente cubiertas, como asimismo se preocuparon de la sepultura de los difuntos de la tripulación.

Así, con voz trémula y emocionada -como lo destaca el periodista- el anciano termina aquí su relato que fuera rescatado de los antiguos archivos del diario El Tarapacá..."


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Texto, discurso de Lorenzo Çaglević Baković, disponible completo en Discurso 21 de mayo

Saludos
Jonatan Saona

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