22 de julio de 2024

Lima, 1881 por Verneuil

Adriana de Verneuil y Manuel González Prada

San Juan y Miraflores
por Adriana de Verneuil

Humillada, llorosa, había yo visto desde lejos los incendios de Chorrillos y Miraflores que nos hacían recordar a mi papá y a mí los iguales resplandores cuando la Comuna de París.

Allí, ante la inmutable tranquilidad del mar que nos rodeaba, la visión era fantástica. Creímos que Lima también iba a arder. Los demás refugiados que nos rodeaban compuestos de mujeres, ancianos y niños la contemplaban igualmente aterrados, llorando desesperadamente, cada uno pensando en los seres queridos expuestos a perecer.

Varias noches y días que nos parecieron eternos, pasamos en esa angustia, hasta que supimos de la intervención de los almirantes de las escuadras extranjeras, encabezadas por Dupetit-Thouars, para impedir el saqueo de Lima; amenazando a los chilenos con hundir su escuadra anclada en el Callao, al primer abuso que cometiesen. También supimos del completo abandono de la resistencia peruana y de la huída de Piérola para la Sierra. Ya nada había que esperar y pasados algunos días más nos remolcaron de regreso al Callao. En el muelle nos esperaba mi hermano que nos abrazó aún emocionado de todo lo que había presenciado: la Guardia Urbana interviniendo para contener a los maleantes que saqueaban a las tiendas chinas y luego las quemaban.

Muy triste fué nuestro regreso a Lima, viendo de lejos flamear la bandera chilena sobre el Palacio de los Virreyes. Yo no me atreví entonces a visitar a nadie, pensando en lo humillados que estarían los peruanos de la bochornosa situación creada por las circunstancias: Lima parecía una tumba donde sus habitantes se escondían muertos de vergüenza; las puertas cerradas en señal de duelo. Por sus calles sólo transitaban los vencedores arrastrando sus sables, para marcar mejor su toma de posesión.

En esas condiciones mi papá pensó que iba a ser muy triste mi vida en ese aislamiento y me convenció que sería mejor regresara yo a Belén, mientras durara la ocupación chilena. Luego fuimos a hablar con la madre Prelada quien aceptó gustosa mi regreso. Habiendo terminado mis estudios, solamente me dedicaría al piano, al dibujo y a otros artes que siempre es bueno perfeccionar. De regreso a Belén y de nuevo en medio de mis compañeras volví a formar parte de sus juegos y diversas distracciones, lo que preferí realmente en lugar de quedarme en mi casa frente a la tristeza de la pobre Lima enlutada.

Por supuesto durante muchos días, el tema de nuestras conversaciones fué contarnos mutuamente los malos ratos que habíamos pasado; muchas se habían refugiado en Belén mismo, la madre Superiora, en esos días terribles de la invasión, había acogido a todas las familias que podían caber en el extenso local y entre ellas la del Presidente caído, la señora de Piérola y sus tres hijas. Aun estaba allí asilada toda la familia en vista de la desatendencia del padre al abandonar la capital y de la adversa situación en que estaban por ahora, todos sus amigos de ayer. -"Ya las verás en la iglesia, siempre van a rezar junto con nosotras y a las mismas horas"... -me dijo una de mis compañeras.

Tenía yo curiosidad de volver a ver a aquella señora que había visto meses antes, en pleno auge, cuando aun su marido dominaba el país. En cuanto entré a la iglesia la busqué con la vista, nada distinguí: -"No está", le dije a mi compañera María Rosa Monasí, que era quien me había hablado de ella y volteando la cabeza a su vez, me contestó: -"Sí, allí está". Volví a mirar y distinguí a un bulto acurrucado en un reclinatorio.

En efecto era una mujer, parecía del pueblo por trigueña y mal trajeada envuelta en su manta; flaca, arrugada -y deshecha pareciendo un globo desinflado: todo lo contrario de aquella visión que se me había fijado entonces en la imaginación y conservaba presente; aquella de andar arrogante y aire satisfecho, pareciendo merecérselo todo. Entonces comprendí que la diferente situación era la que había operado en ella ese cambio radical. Antes la había juzgado necia en su orgullo, ahora la medí a su justo valer, insignificante; hay situaciones. que se deben encarar con dignidad y saber conservar la altivez aun en medio de la adversidad.

Luego reconocí a las hijas: la mayor, Eva María, de unos 18 años se quedaba siempre acompañando a su madre en sus habitaciones reservadas. La segunda, Raquel, de unos quince años, más o menos, era bonita la mejor de todas, venía a ciertas horas a asistir a los cursos de la primera clase; guardando una actitud prudentemente "effacée" ante las demás. Algunas niñas la trataban con deferencia, otras con indiferencia, reflejando sin duda cada una, la opinión política de sus respectivas familias.

En fin la menor, Victoria, de diez años, que bien podía haberse llamado Desastre por personificar mejor la situación actual de su familia y la de su salud personal, pues era enclenque y coja la infeliz. Ella alternaba sus estudios con las chicas y lecciones de música a la que parecía ser muy aficionada.

Sin embargo, en medio de su soledad la familia Piérola conservaba ciertas amistades que le eran fieles y sobre todo en el colegio mismo: las Montero y Tirado. Eran tres hermanas cuya edad correspondía exactamente a la de cada una de las hijas de Piérola y que a las horas del recreo iban siempre a acompañarlas a su departamento.

Habían perdido a su padre en medio de la tragedia campal del 15 de Enero: formaba parte de la Comisión de Armisticio encabezada por los diplomáticos extranjeros, que bajo el amparo de la bandera blanca fueron a entrevistarse con los jefes chilenos. ¿Un mal entendido, una bala perdida, quién sabe?... Lo cierto fué que quedó tendido en medio de sus compañeros diplomáticos y no tuvieron más que entregar su cuerpo a la familia.

La hija mayor, Juana María, guardaba un pedazo del poncho de su padre atravesado por la bala matadora y tal vez empapado con su sangre, conservándolo como una reliquia. ¡Cuántas veces la vimos llorar desesperadamente besando el trozo de género, último recuerdo de su padre! ... Era muy simpática y buena compañera, todas la queríamos por esa ternura filial que había manifestado. La segunda hermana, Grimanesa, era íntima amiga de Raquel Piérola, a ella nunca la vimos llorar ante ningún recuerdo. En fin Rosita, la menor, de muy bonitos ojos, era también la mejor amiga de la última de las Piérola. Reunidas todas las noches en el departamento de la señora Jesús, sin duda recordaban el pasado o comentaban con ella la poca estabilidad de los bienes de la vida... Algunas madres, entre ellas la madre Eufrasia, tenían permiso especial para irlas a acompañar también.

A mí no me pesaba haber vuelto al colegio; rodeada de algunas amigas y sin tener que estudiar, pasaba mi tiempo en lo que me agradaba hacer; hasta habían madres que me pedían las reemplazase en hacer sus clases, lo que me daba cierta importancia ante las niñas.

Una de mis aficiones era el dibujo y en el amplio salón donde entraba mucha luz por sus grandes ventanas, pasaba yo largas horas sola o acompañada de las otras compañeras que estudiaban el dibujo. Una tarde, aplicadas todas a imitar nuestros respectivos modelos, estando ausente la maestra, empezamos a hablar de lo que era el tema cotidiano de nuestras conversaciones: la bochornosa ocupación chilena y la responsabilidad del que nos había entregado a ellos. Todas pensábamos igual al respecto y duramente le reprochábamos al famoso "Protector de la raza indígena", que hubiese empezado por protegerse a sí mismo, al no dar más acuerdo de su persona, a pesar de haber dicho "retirarse a la sierra para organizar un nuevo ejército". Hablábamos con entera libertad seguras de tener razón y haciendo caso omiso de Grimanesa Montero, que callada no escuchaba. Hasta que estalló reprochándonos el ser injustas con el padre de sus amigas.

"No es cuestión de simpatía personal, le dije yo, es un "hecho", que nadie puede negar" y seguimos discutiendo acaloradamente entre todas. Volvió la maestra a la clase y callamos siguiendo nuestras labores, como si nada hubiésemos dicho.

Al otro día temprano, al salir del comedor y antes que entrasen las niñas a clase, la madre Alodia me mandó llamar, diciendo necesitarme para copiarle música, como otras veces se lo había hecho. Encantada subí a su cuarto de estudio; allí la encontré y me explicó haber sabido de un complot contra mí y que lo quería desviar por no parecerle justo el proceder: Grimanesa Montero había contado a la familia Piérola nuestro altercado de la víspera en el dibujo y la madre Eufrasia, seguramente para hacer méritos ante ellas, me quería encarar y reprochar mis palabras, en presencia de la hija de Piérola y de toda la primera clase.

En efecto, al poco rato me vino a llamar una niña de su parte, a la que contesté que iría al terminar de copiar lo de la madre Alodia. Como ésta última era la Maestra del Pensionado, su superiora jerárquica, no podía oponerse a que me quedase con ella -"Deje que pase su hora de clase en la primera, me siguió diciendo y cuando vaya a la de las chicas, entonces irá usted tranquilamente; ya estará burlado el careo escandaloso que le quería hacer". Todo sucedió como lo había combinado la sagaz madre Alodia.

Terminada su clase en la primera, vimos pasar a la madre Eufrasia para donde las chicas y la fuí a alcanzar. Empezó por reprenderme de haber demorado en venir y luego me riñó por mi "falta de generosidad ante la desgracia de los caídos". -"La canallada fué de quien se lo repitió a ellas, -le contesté-, pues nadie ignora que es la verdad". Entonces me reprochó mi poco amor al Perú. -"Justamente por quererlo, es que me duele su desgracia, -añadí,- los que lo abandonaron son los que no lo quieren". Al fin después de muchas palabras, terminó la explicación y me dejó salir. Regresé donde la madre Alodia a darle las gracias por haberme librado de la alevosa y bochornosa celada. 
En cuanto a la chismosa, en la vida la volví a hablar.

Fuera de esos pequeños desagrados casi inevitables de la vida en común y palpando el verdadero interés que me manifestaban la mayoría de las madres, yo seguía feliz y contenta en Belén. Salía a menudo a mi casa y me constaba la inquietud que ocultaba la aparente tranquilidad de la ciudad, bajo la mano férrea del invasor; se le sentía alerta y listo a ejercer represalias, contra el pueblo que sabía los aborrecía.

Un día un oficial chileno quiso pegarle de planazos a mi papá, porque no le cedía la vereda. Mi hermano que le daba el brazo intervino: -"¿No ve usted que es enfermo?" -le dijo reprochándole su abuso; el chileno bajó del sardinel y siguió su camino sin chistar. Pero no siempre se agachaban tan mansamente y me horrorizaba verlos continuamente cometer las mayores injusticias.

Otro día por la calle de Virreyna vimos un infeliz chino andando tranquilamente delante de nosotros, se le presentó un "paco" con una escoba en la mano ordenándole barrer: -"Yo no barro... dijo el chino por varias veces, con voz firme y sin obedecer. Entonces el chileno lo cogió del dedo índice, torciéndoselo hasta querérselo romper. Había visto la escena y apuré el paso, para no ver lo que no podía remediar. Llegué enferma a casa, convencida de que era preferible estar en el colegio y no presenciar tales abusos...

Varias veces en el año me había llamado a su cuarto la madre Prelada para hacerme reflexiones sobre mi porvenir, preguntándome ¿cómo pensaba dirigir mi vida al salir del colegio? Yo escuchaba sus buenos consejos sin saber qué contestar a sus preguntas, por no saberlo yo misma aun. Lo único que consideraba mi deber inmediato e ineludible, era estar al lado de mi padre, que siendo enfermo necesitaba de mis cuidados. Más allá de esos cercanos proyectos, no sabía el rumbo que tomaría mi vida, esperanzada en que él viviese todavía largo tiempo.

Llegó otra vez la época de los premios y siempre restringidas nuestras alegrías bajo la férula del enemigo, tampoco hubo comedia ese año; sólo versos se recitaron y entre ellos unos muy tristes de Zaire, muy enternecedores con los que hice casi llorar... a las que me entendieron. También corrí con el discurso de despedida, que para mí esta vez, era definitiva.

Con mucha emoción llené mi cometido diciendo adiós a todo y a todas.

Al otro día abandoné el colegio, del que guardo un recuerdo imperecedero. Ahora mismo vieja e incrédula, al cruzar por las calles con algunos de esos seres neutros llamados monjas, desde el fondo de mi corazón dedico un recuerdo de cariño y agradecimiento a esas santas que reemplazaron a mi verdadera madre...

Muy poco se salía a la calle en esos tiempos de la ocupación chilena, a pesar de la aparente tranquilidad de la ciudad, aun dominados por el temor de encontrarse con ellos y ser víctimas o testigos de sus injusticias.

Sin embargo, desde el principio del año, a raíz de los acontecimientos, yo había visitado a Margarita y me contó ella todas las angustias sufridas en aquellos terribles momentos por los diferentes miembros de la familia: Sólo se habían quedado los cinco hermanos en la casa, al lado de la mamá Pepa, rodeada de la servidumbre, empleando toda su energía en hacerlos rezar. Por el tío Francisco no había sufrido temores su madre, sabiéndolo enrolado prudentemente en la Cruz Roja. No así por el tío Manuel que había estado en la Batería del Pino, fiel en su puesto hasta el fin.

La tía Isabel dirigía la ambulancia del Palacio de la Exposición y a su lado su hermana Cristina la secundaba, sin aceptar cargo titular; ambas dándose igualmente a la caritativa labor de asistir a los heridos.

Consumada la derrota, el tío Manuel se había reconcentrado en su vergüenza y humillado se había encerrado en su casa sin querer salir ni ver a nadie. Más que nunca parecía reinar el dolor en la lúgubre casa de la Merced, con su puerta de calle cerrada y las dos hijas ausentes. Pesado se me hacía contemplar esa tristeza tan justificada y pocas veces iba, a pesar de los repetidos ruegos de mis amigas.

También habíamos regresado a visitar a la familia Laurie al volver de los pontones, encontrándolas a todas ellas ocupadas en atender a un herido de la batalla de San Juan. Por gran casualidad lo conocía yo de nombre, pues era el General Vargas Machuca, compadre de la señora González de Prada, padrino de su hijo Manuel. Por esa razón me interesé especialmente por él y pedí referencias sobre su estado, notando divergencias de opiniones: Nadie estaba de acuerdo en decir si la bala había penetrado por el pecho o por la espalda, lo que daba lugar a malévolas interpretaciones sobre el valor personal del general herido y provocaba nuestras risas a nosotras muchachas, a escondidas de las personas mayores. Lo más raro para mí fué que al ir a visitar a Margarita y contarle del caso del antiguo amigo de la familia, noté cierto tono de burla también, justificando nuestras dudas.

Verdad que en ese tiempo nosotras las mujeres habíamos adquirido el derecho de burlarnos de los militarotes de profesión, pavos cebados con el dinero de la nación y al utilizarlos en el momento oportuno, tan mal se habían portado en los campos de batalla. "Corredor de Campamento!" era la típica frase que las mujeres del pueblo aventaban a la cara de los hombres, al pelear con ellos en la calle y les oí gritarles más de una vez.

Un mes después, más o menos, ya curado, el herido pudo regresar a Arequipa su tierra nativa al lado de su mujer, sin haberse aclarado nunca nuestra duda, respecto a la herida del famoso General...

Desde la entrada de los chilenos victoriosos a Lima, el señor Manuel se había encerrado en su casa, sin querer salir, humillado ante esa conquista fácil que habían obtenido, la mitad del ejército peruano sin combatir, mal dirigido y vergonzosamente abandonado por Piérola después de su aparatoso plan de defensa que acabó en huida. Tanta rabia le dió a Manuel que no quiso salir de su casa permaneciendo encerrado durante los tres años de la ocupación chilena.


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Adriana de González Prada. "Mi Manuel". Lima, 1947.

Saludos
Jonatan Saona

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