2 de noviembre de 2022

Luigi Zolli

Desembarco y combate de Pisagua

Un Peruano de corazón

I.
El 2 de noviembre (1879) á las 5 a. m. doblaba la punta sur de la caleta de Pisagua la escuadra chilena y tomaba posiciones para el bombardeo de la plaza y desembarco de sus tropas.

Las naves que se presentaban eran diez y nueve: Cochrane, O'Higgins, Covadonga, Matías Cousiño, Angamos, Abtao, Magallanes, Amazonas, Itata, Loa, La Mar, Tolten, Santa Lucia, Limari, Copiapó, Paquete de Maule, Toro, Elvira y Huanay, y traían á su bordo diez mil soldados á órdenes del ministro de la Guerra y del general Erasmo Escala...

II.
Nada menos que este exceso de precauciones tomó el general chileno para atacar con sus numerosas naves y gran ejército la pequeña caleta defendida por dos cañones de á 100 y poco más de 1,000 hombres repartidos de esta manera:

Guardia Nacional Peruano:                  7 jefes, 10 oficiales, 200 soldados
Batallón "Victoria" Boliviano:            5 jefes, 32 oficiales, 498 soldados
Batallón "Independencia" Boliviano    4 jefes, 28 oficiales, 397 soldados 

Total de guarnición 16 jefes, 70 oficiales, 1095 soldados.

Jefe de la plaza era el entonces comandante Isaac Recabarren, que, con el valor que siempre le ha distinguido y secundado por los militares aliados, se preparó á rechazar el ataque de los chilenos.

El general Buendía, jefe del ejército de Iquique, se encontraba casualmente en Pisagua y tomó la dirección de las operaciones, siendo acompañado por el general boliviano Pedro Villamil, que comandaba la 2.a división del ejército de su patria.

A las 6 y 5 a. m. el blindado Cochrane descargó sus baterías de á 300 contra la población, y el bombardeo quedó iniciado.

Las familias, despertadas por el insólito trueno, se lanzaron á medio vestir fuera de sus casas, y con sus pequeñuelos en brazos y llevando cada uno lo más preciado, huyeron de la ciudad camino del desierto, cayendo muchas mujeres y niños víctimas de la metralla antes de haber podido llegar á él.

Los hombres del pueblo, aunque sin armas, corrieron á juntarse con los defensores de la plaza, y, apenas era muerto ó herido alguno de éstos, los paisanos se disputaban el rifle y las municiones del caído, ansiosos de combatir por la patria y en defensa de sus hogares.

Y no sólo peruanos mostraron esta viril conducta, que en ese día defendieron á Pisagua muchos extranjeros avecindados en ella, viéndose luchar valerosamente á españoles, italianos, franceses y austriacos.

III.
Luigi Zolli, italiano de nacimiento, había llegado al Perú por el año 1868 y dedicádose al comercio ambulante, recorriendo constantemente el país en sus diferentes zonas.

El año 75 casóse en Ica, y el 76 se estableció con su señora en Pisagua, haciendo siempre su comercio en las salitreras, cuya ganancia le permitía una existencia modesta.

En el momento que atacaban los chilenos Pisagua, Zolli se encontraba en su casa durmiendo, lo mismo que su mujer y dos pequeños hijos que la Providencia le había enviado para alegría de su hogar.

Zolli quería al Perú tanto como á su patria; en él había encontrado generosa hospitalidad y magnífica retribución á sus trabajos; su esposa é hijos eran peruanos y los seres más queridos por él; así es que casi no exageraríamos al decir que aun amaba más al Perú que á la bella Italia.

La traidora guerra que nos hiciera Chile había llenado de indignación su honrado pecho, en el que abrigaba odio mortal para el Caín americano. Acostumbrado á tratar con los peones chilenos de las salitreras, conocía los feroces instintos del roto, y profetizaba siempre crueldades para el caso en que el enemigo llegara á pisar tierra peruana.

Al ser despertado por el estampido del cañón invasor, Zolli, ágil ante el peligro que corrían los pedazos más queridos de su corazón, hizo vestir á su mujer y á sus hijos y partió con ellos en dirección de Agua Santa.

¿Huía?... ¡No!

Caminó con su familia por espacio de media hora en dirección á las oficinas salitreras, y cuando la vió fuera del alcance de las balas chilenas, se despidió de su mujer, prometiéndole reunirse muy pronto con ella, besó á sus hijos en la boca y presuroso volvió á la ciudad.

En el semblante de Zolli se veía retratada esa grave majestad característica de una decisión inquebrantable.

Sólo una vez cambió la expresión de su varonil rostro: fué al volver la cara y mirar en lontananza á su familia, que huía. Dos lágrimas acudieron entonces á los ojos del amoroso padre y marido.

El pensamiento de Zolli se traslucía en la expresión de su fisonomía. Sí: él conocía el estado de la plaza atacada. No dudaba que, por muy bien que se batieran los aliados, al fin serían dominados por el número, y entonces ¡ay del vencido y de la población! No habría misericordia ni para la mujer ni para el niño, ni para el anciano ni para el extranjero.

Y ¿él dejaría que su hogar fuera mancillado por el latrocinio del vencedor? ¿No vengaría, en nombre de sus hijos, el ataque que se hacía á la integridad del Perú?... ¡Sí: era preciso cumplir con la nación que solícita le había brindado bienestar y familia! ¡Estaba decidido!

Llegó á su casa y tomó de la cabecera de su cama una carabina Winchester, amontonó algunos muebles en medio del dormitorio, los roció de petróleo, y les pegó fuego.

Luego salió, cerró la puerta con llave, y magnífico en su silenciosa cólera, se dirigió á la playa.
Poco después la casa de Zolli ardía totalmente.

¡Ah! Los chilenos no se abrigarían bajo su techo, ni su rapacidad se ensañaría en ella.

IV.
La fecunda imaginación de Dante al idear los pavorosos cuadros del infierno no pudo concebir mezcla de horrores más pavorosa cual la que presentaba Pisagua en esos momentos.

Cincuenta mil quintales de salitre inflamados; una ciudad ardiendo por cien partes; el trueno ensordecedor de cincuenta cañones que vomitaban metralla; una playa tinta en sangre noble, bañada por una mar, roja en sangre aleve; alaridos de dolor, hipos de agonía, interjecciones de rabia, voces de entusiasmo: tal era el cuadro tétrico que presentaba la laboriosa caleta.

He aquí lo que al respecto dice el parte oficial de ese combate sobre la resistencia hecha á los invasores:

«Comenzó el enemigo sus hostilidades á las 6 y 5 a. m., siendo contestados por los dos únicos cañones de á 100 que se encontraban uno al norte y otro al sur de la bahía.

«Nuestros soldados soportaron los fuegos de la escuadra sin hacer un disparo, como se les había ordenado, hasta el momento en que comenzó el desembarco y con él el fuego de nuestra infantería.

«Esta constaba de los batallones Victoria é Independencia, cuyas plazas ascendían á 790, y algunos guardias nacionales del Perú que llegarían á 200.

«Novecientos noventa hombres (eran 1,095) componían toda la resistencia; y asimismo vimos retirarse al enemigo bajo el fuego de nuestra escasa fuerza. 

«Reorganízase bajo la protección de la escuadra, que aumentaba por momentos nuestras pérdidas y reparaba las propias ocurridas en las lanchas de desembarque que habían intentado llegar á la costa. Este segundo, como el primer ataque, fué también rechazado con pérdidas no menos considerables.

«Pero el tercer ataque fué ya decisivo; el terreno que ocupaban nuestras fuerzas era desventajoso: no medía más de 500 metros entre el mar y el escarpado barranco que cierra aquel punto por el costado este, y cuyo camino sólo permite el tránsito de las fuerzas en desfile. Fué sobre aquel pedazo que la escuadra chilena hizo funcionar con prodigiosa rapidez su artillería, sus ametralladoras y su fusilería, porque los buques se hallaban á tiro de revólver de la costa. Una nube densa producida por el fuego enemigo, por el propio y por el incendio que devoraba ya la población, y millares de sacos de salitre, envolvía el teatro del combate en una atmósfera que nos ocultaba á los invasores, en tanto que continuaban los tiros dirigidos desde el mar.

«Fué en esta situación, después de sufrir las bajas extraordinarias que revelan los partes, después de siete horas de resistencia y de combate heroico sostenido por el ejército boliviano y por los nacionales del Perú, que acordamos con el señor general Villamil retirarnos con nuestras fuerzas, convencidos de que era inútil continuar la resistencia con 900 hombres contra 4,000 que habían ya desembarcado, sin contar con las poderosas reservas que mantenían los buques, dispuestos siempre á reparar las pérdidas, y sin tener artillería ni elemento alguno de los que nos oponía aquella numerosa escuadra."

V.
Zolli se había reunido en la playa á los guardias nacionales peruanos, que, arrogantes ante el enemigo, esperan sin hacer un tiro el desembarque de los chilenos.

A las 9 a. m. se desprenden del transporte Amazonas 17 botes con soldados del batallón Atacama y brigada de Zapadores, y los guardias dan principio á su faena de muerte. Zolli, de pie, enseñando todo el cuerpo al invasor y sereno cual si estuviese en una galería de tiro al blanco, dispara con estudiada precisión su carabina.

Magnífico cazador y alentando un corazón valeroso, su pulso no tiembla al apuntar pausadamente, y va contando las víctimas por los disparos que hace.

Cuando la tercera expedición chilena tocó tierra y se dió la orden á los aliados de retirarse, Zolli recibió un balazo á la rodilla derecha que le hizo caer en tierra.

Dos guardias nacionales, que habían admirado su sangre fría y agradecidos al auxilio que á la patria había prestado, cargaron con él y le llevaron hasta la cima del cerro que cubre el este de la población. Allí cayó uno de sus conductores herido en el cerebro por una bala enemiga; el otro huyó, quedando Zolli abandonado á una muerte segura.

No se intimidó.

Dedicó un cariñoso recuerdo á su adorada mujer, bendijo á sus hijos, y se preparó á vender cara su vida á los chilenos que subían ya el cerro tras los que huían.

Formándose parapeto con el cadáver del noble guardia que había intentado salvarlo, armó su carabina y, sobreponiéndose al dolor de la herida, principió su cacería de hombres.

El que más adelante subía era siempre la víctima escogida por su arma, y por diez veces la cargó haciendo rodar en el cerro á otros tantos chilenos, sin que la lluvia de balas que le dirigían lograse herirlo una sola. Al fin, los asaltantes llegaron á dominar el cerro, y al ver al imperturbable extranjero, que todavía á boca de jarro los fusilaba, se lanzaron más de veinte sobre él con los rifles en alto para destrozarlo á golpes; pero él, más rápido que sus enemigos, sacó un puñal que llevaba oculto en la faja. lo hundió en su corazón, y sacándolo en las ansias de la muerte tinto en su generosa sangre, lo arrojó al rostro del chileno más cercano á él, junto con una interjección de desprecio y odio.

Impotentes ya para vengarse, los chilenos, crueles hasta la iniquidad, cogieron el cadáver y lo arrojaron cerro abajo.

No hemos podido conocer la suerte que cupo á la familia del valiente hijo de Italia, peruano por el corazón. Tal vez, extraviada en el desierto, murió de hambre y sed, al igual de otras muchas personas que habían huído de Pisagua en ese luctuoso día.


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Rivas, Ernesto. "Episodios Nacionales de la Guerra del Pacífico 1879-1883". Lima, 1903.

Saludos
Jonatan Saona

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