6 de noviembre de 2022

Memorias de JFV

José Francisco Vergara
El combate de Pampa Germania o Agua Santa en las Memorias de José Francisco Vergara

Desde el primer momento que se vio el conflicto indiqué como el más pronto y seguro remedio marchar al interior a establecernos en los sitios abundantes de manantiales y de allí proveer las fuerzas que quedaran en la costa, como lo hacían los peruanos con sus habitantes. Pero la primera objeción que brotaba de los labios de todos era que cómo se avanzaba hacia el interior sin tener agua para hacer la travesía, y sin saber si habría o no que pelear antes de llegar donde la hubiera. Yo manifestaba que la operación podía hacerse con una columna ligera de muy buena tropa para forzar la marcha y llegar de sorpresa a los primeros establecimientos de fabricar salitre, donde podía contarse con la seguridad de encontrar recursos, insistiendo mucho en que la guerra no se podía hacer sin correr riesgos, y que éstos tenían que arrostrarse según las circunstancias.

Entre los militares, ninguno quería recomendar o apoyar este movimiento aventurado según ellos, porque si se les ordenaba ejecutarlo, ponían en peligro su empleo y su carrera entera, sabiendo que el mal éxito en la guerra pocas veces se perdona.

Sotomayor no lo aceptaba tampoco, bien porque no creyera en sus resultados o porque le pareciera de muy difícil realización, y noté en él cada vez que lo proponía un cierto fastidio como el de un hombre acosado por un importuno. Llegó a insinuarme una tarde, en tono de broma, es cierto, pero expresando en realidad el fondo de su pensamiento, que con la boca todo era fácil, pero que otra cosa era realizar lo que se imaginaba, agregándome que los rojos no veían nunca las dificultades.

Pero las privaciones, el descontento y el clamor general fueron creciendo, y ya se hablaba de reembarcarse como única medida de salvación. Por mi parte no desistía de mi idea, y aprovechando un momento que el general me manifestaba su alarma por la suerte del ejército, le dije que por qué no me permitía a mí con una poca tropa ir a correr el riesgo de un reconocimiento y ver si no era posible salir de nuestra aflictiva situación ocupando el interior de la comarca. Que así como se estaban inutilizando los caballos en hacer viajes a beber por caminos escabrosísimos donde se estropeaban miserablemente, lo mejor era emplearlos en una correría, que si daba mal resultado no nos costaría ni muchas vidas ni gran pérdida de material, pero que si acertaba, salíamos de un triste descalabro.

Me contestó con mucha efusión que aceptaba mi ofrecimiento y me autorizó para disponer, previo el consentimiento del general Baquedano, que era su jefe inmediato, de la poca caballería que había lista, 150 hombres. Puse un parte a Baquedano, que estaba en el puerto, y me contestó luego que con gusto me confiaba sus cazadores. Entonces me puse a buscar algunos oficiales que me acompañaran, invitando a varios de los que consideraba más animosos e inteligentes. Sólo Arístides Martínez, T.C., y Salvo, S.M., quisieron entre los jefes ser de la partida, pero estos dos tomaron la cosa con mucho entusiasmo y al anochecer se puso en marcha la pequeña columna, manifestándose en los semblantes de los oficiales y soldados la satisfacción con que lo hacían.

La luna, en su segundo o tercer día de menguante, arrojaba sobre este grupo de hombres que iban a dar o a recibir la muerte, la misma pálida y apacible claridad que los amantes creen que sólo para ellos se ha destinado, y que ahora servía para distinguir la estrecha huella de los senderos del desierto. La marcha se hacía en el más absoluto silencio, y lo nuevo de la escena, la hora y los pensamientos que agitaban nuestros pechos, daban al cuadro una cierta solemnidad que no carecía de atractivo.

Como a las once de la noche llegamos a la estación de San Roberto que ya conocía, y sólo encontramos los perros que seguían guardando las solitarias casas. Había allí unas cuantas barricas de agua que los soldados no quisieron usar temiendo que estuviera envenenada, como con tanta insistencia se decía que lo harían los peruanos.

Después de un corto descanso para las cabalgaduras, seguimos nuestra marcha hacia Jazpampa con la mira de llegar antes que amaneciera para sorprender a sus habitantes.

Pero no avanzábamos con la celeridad que yo deseaba para conseguir este objeto, porque el jefe inmediato de las fuerzas, un mayor Echeverría, a cada instante se iba deteniendo para dar resuello a los caballos, como él decía, y para apretar las cinchas. Ya el alba principiaba a despertar coloreando de nácar el oriente, y todavía según mis cálculos, por la idea que me había formado del territorio con los informes recogidos en Antofagasta y los planos que tenía, nos encontrábamos algo lejos del punto que debíamos asaltar. Entonces separé una avanzada de una mitad y con los oficiales sueltos que me acompañaban, Martínez, Salvo, Delfín Carvallo, Dardignac, Faz, etc., apretamos el paso, y media hora después divisábamos con los primeros rayos de la aurora el penacho de humo de una chimenea, que yo creí sería la de una máquina a vapor, considerándolo como un feliz indicio, porque eso manifestaba que no se habían apercibido de nuestra proximidad y que había trabajo y, por consiguiente, agua y otros recursos. Hicimos alto por un momento, recibió orden cada uno de lo que debería hacer, y en seguida nos fuimos a nuestros puestos para caer súbitamente sobre el caserío una vez dada la señal.

Cuando calculé que ya sería tiempo de tener rodeada la posición, hice tocar la corneta y nos abalanzamos sobre el sitio deseado. Yo me fui revólver en mano sobre una locomotiva que estaban caldeando y que tenía sus maquinistas en la toldilla, les intimé rendición e hice subir al subteniente Faz con dos artilleros para que cuidara que la máquina no se moviera. Martínez se fue al telégrafo, Salvo a la estación y Carvallo a las bodegas. Todo fue instantáneo, sin confusión ni alboroto, de modo que cuando las pobres y espantadas gentes trataban de huir se encontraban con alguno de nosotros que se lo impedía y les imponía silencio.

Media hora después llegó el resto de la tropa y ya teníamos en nuestro poder tres grandes estanques llenos de fresca y dulce agua que aun sin sed invitaba a beberla; ¡cómo sería para nuestros pobres soldados que hacia tantos días apenas habían humedecido sus gargantas! Teníamos además forrajes, provisiones, un gran acopio de carbón y una multitud de cosas útiles para el ejército.

El telégrafo estaba funcionando entre Iquique y Arica, pero como no llevaba ningún telegrafista no pude sacar partido de esta interpolación que se pudo hacer, haciendo llegar a una y otra parte mensajes fingidos para sorprenderles algunas noticias. No me quise valer del telegrafista peruano compeliéndolo por el terror o el castigo, tanto por ser esto inhumano y contrario a los principios de la guerra civilizada, cuanto porque era peligroso que revelara nuestra presencia a la división peruana de cerca de 2.000 hombres que supimos estaba acampada en Agua Santa, unas cuantas leguas al interior del punto donde nos encontrábamos.

Después de hacer beber y almorzar a hombres y caballos y de haber nosotros mismos gozado de los obsequios de un cocinero francés que bajo la influencia del terror juraba que había nacido en Chile y que era más chileno que el cabo Perales que lo custodiaba, resolvimos seguir adelante para ir a ocupar las aguadas de Dolores, de donde se surtía el ferrocarril y la población de Pisagua. Supimos que hasta la noche anterior estaba intacto todo el material de los pozos y que las tropas enemigas más próximas estarían a ocho o nueve leguas de allí.

La jornada tomó un carácter alegre y animado que le daba más bien el aire de un paseo que de una operación de guerra. Íbamos casi a galope, con descubiertas bien montadas a dos o tres cuadras a vanguardia y otras tantas a los flancos, deteniéndonos apenas en las casas recién abandonadas que íbamos encontrando, aunque en algunas de ellas veíamos el almuerzo sobre la mesa. Los habitantes despavoridos se arrodillaban a pedirnos merced de su vida y el tanto tiempo ponderado y temido desierto se había convertido para nosotros en un teatro de repetidas escenas de palpitante vida.

Cerca de la una del día llegamos al lugar llamado Dolores, donde encontramos una serie de estanques de fierro grandes y hermosos como baños de natación llenos de agua, una cantidad de carros del ferrocarril, una considerable maquinaria para extraer el agua de extensas galerías subterráneas donde se conservaba fresca y clara, y el carbón necesario para hacer funcionar las bombas por algún tiempo. Veíamos todo aquel tesoro en nuestro poder y todavía nos parecía un sueño, porque era imposible comprender tanta precipitación o tanta negligencia de parte del enemigo.

Nuestro primer cuidado fue arreglar un convoy con agua para mandar al campamento, y el mayor Salvo salió con una loco-motiva y tres estanques, como a las cuatro de la tarde.

Para utilizar el tiempo hice salir varias partidas exploradoras con las convenientes instrucciones para no ser sorprendidas, debiendo extender sus reconocimientos en un radio de dos a tres leguas. Tenían encargo los oficiales de llevar su tropa en filas de uno en fondo, tanto para abultar más como para confundir la huella.

Antes de concluir el día ya estaban todas de regreso cargadas de comestibles, incluyendo animales y aves, y trayendo lisonjeras noticias de la comarca que se encontraba provista de muchos recursos y abandonada de las fuerzas enemigas concentradas en Agua Santa, a diez leguas de donde nos encontrábamos y donde resolví pernoctar, después de haber tomado las precauciones necesarias, a nuestra seguridad.

Al amanecer del siguiente día nos pusimos en marcha hacia el sur para ensanchar nuestra ocupación y reconocer la fuerza enemiga que se nos decía estaba en Agua Santa. A poco andar supimos por un inglés, empleado de una oficina, que los peruanos se retiraban para Iquique y que estaban incendiando los grandes acopios de víveres y de forrajes que tenían en ese lugar, instándonos que aceleráramos la marcha para evitar el incendio del establecimiento del mismo nombre, donde había una existencia enorme de carbón.

Después de recoger otros datos que confirmaban los anteriores, pusimos los caballos al trote para llegar en el menor tiempo posible al punto indicado. En todas las estaciones del ferrocarril encontrábamos grandes rimeros de sacos de salitre y con el comandante Martínez nos complacíamos en calcular la riqueza que iba a ser para Chile la adquisición del país que le estábamos conquistando a tan poca costa. (No dejábamos de pensar en el provecho que sacarían con nuestro trabajo los bolsistas y agentes de agio
que en nuestra tierra estarían impacientes esperando la noticia de nuestra ocupación, sin preocuparse de la vida y de las penurias de los que se sacrificaban en su beneficio).

El humo del incendio que principiaba a distinguirse en el horizonte nos dio a conocer que no estábamos lejos de nuestro destino y que era conveniente redoblar las precauciones. Un poco más tarde las descubiertas anunciaron enemigo al frente, y habiéndonos adelantado con el comandante Martínez para cerciorarnos de la noticia, vimos con la ayuda de los anteojos una tropa formada en batalla. Seguimos avanzando por algún tiempo y cuando ya estuvimos como a dos mil metros de distancia, hicimos alto para deliberar lo que convenía hacer y formar nuestro plan de ataque o de defensa según lo que resolviéramos.

Estuvimos de acuerdo con Martínez, que no podíamos retroceder sin desmoralizar la tropa y sin correr el riesgo de ser perseguidos ventajosamente por los enemigos, si tenían fuerzas superiores a las nuestras, y que lo mejor era embestir con ímpetu para aprovechar las cualidades de nuestra fuerza.

Con este objeto se dio orden de replegarse a una pequeña rinconada que formaban los cerros vecinos y de prepararse para el combate. Había cierta alarma y desorden en la tropa, sobre todo cuando los contrarios rompieron los fuegos y principiaron a caer cerca algunos proyectiles. Pero a fuerza de amonestaciones y de reproches la tropa principió a serenarse y el capitán Parra partió a todo galope con su compañía formada en columnas. Yo estaba tratando de ordenar la otra compañía, pero cuando vi salir la primera di la orden ¡a la carga! y metí espuelas a mi caballo.

Los últimos rayos de sol del 6 de noviembre me dejaron ocupado todavía, afanoso e inquieto, en reunir los dispersos jinetes que se habían desparramado a los cuatro vientos, persiguiendo a los Húsares de Junín y a los carabineros bolivianos. La refriega estaba terminada y por completo a nuestro favor, pero eran las siete de la noche y todavía me faltaban los dos capitanes, algunos oficiales y como 50 hombres, que habían perseguido a los fugitivos en dirección a Iquique. ¿Qué había sido de ellos? ¿Habían caído en poder de alguna fuerza enemiga más numerosa o sucumbido en algún encuentro desigual?

Después de tocar muchas veces a reunión, colocando el corneta en las eminencias del terreno, y de haber salido en todas direcciones para ver si se encontraban dispersos, como a las ocho de la noche sentimos al fin el ruido de los caballos y de los sables que golpeaban en los estribos, contestando con un ¡presente! al toque de llamada.

Inmediatamente que recibí el parte de lo ocurrido hice formar el escuadrón y pasar lista, y cuando se concluyó de llamar a todos por sus nombres y sólo dejaron de responder cuatro o cinco individuos, lanzamos un viva a Chile y nos pusimos en camino para ir a acampar lejos del lugar del encuentro, acercándonos a Pisagua, para evitar cualquier tentativa de revancha de los peruanos, que podían llegar con infantería hasta donde nos encontrábamos.

Este encuentro costó al enemigo 60 muertos, 12 heridos, unos cuantos prisioneros y la desocupación de la pampa del Tamarugal. A nosotros, 2 muertos y 4 heridos.

Cerca de las tres de la mañana llegamos al punto elegido para acampar y aunque estaba bien fatigado con la jornada, 22 horas consecutivas a caballo, no pude dormir sino minutos por el incesante ruido que hacían los soldados, contándose unos a otros las peripecias de la pelea.

Cuando hombres y caballos hubieron descansado, continué el regreso a Dolores, donde acababan de llegar dos regimientos de infantería, precediendo a la división que marchaba de Pisagua para acampar en este lugar. Encontré también a Soto Aguilar, el comandante de los Cazadores, a quien le entregué la tropa, quedando libre para irme al cuartel general, adonde llegué el 7 en la noche, para dormir a la belle étoile sobre un fardo de pasto.

El general me recibió con muchos agasajos y con elogios muy ampulosos, pero principié a notar cierta frialdad en otras personas con quienes me había tratado antes cordial y francamente.


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Ruiz Trujillo, Fernando (recopilador). "Guerra del Pacífico. Memorias de José Francisco Vergara". Santiago, 1979.

Saludos
Jonatan Saona

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