17 de enero de 2022

Entrada a Lima

Lima durante la ocupación chilena

Entrada a Lima
Cuando clareó el día siguiente nos dimos cuenta que la noche la habíamos pasado en el vivac de un regimiento peruano y que en él había organizado su defensa, pues estaba sembrado de cadáveres de hombres y caballos, y habían desparramadas muchas armas y equipo y hasta unos fondos con restos de comida. Se conocía que los habían llevado para repartirla en los mismos atrincheramientos.

Se ordenó lista y sin más desayuno que los pocos restos de provisiones que todavía algunos conservaban, el regimiento tomó la formación unida y desfiló a un sitio que se le había designado para vivaquear como a dos kilómetros de distancia.

Al llegar, se formaron pabellones y todos se entregaron a la tarea de procurarse algo que comer.

En pocos momentos el vivac tomó gran animación. Mientras unos salían en busca de leña, agua o comestibles, otros hacían fuego y calentaban agua en los jarros y platos de las caramañolas.

Un momento después llegaron los fondos del rancho y luego un hermoso buey, que inmediatamente fué sacrificado.

Los asistentes discutían con los rancheros para que se les diera pronto la ración en crudo de los oficíales a quienes servían, y solicitaban las malayas, riñones u otras sabrosas partes, a fin de presentarles lo mejor.

Luego comenzó a sentirse el apetitoso olor a carne asada...

Con gran algazara se celebró la llegada de galletas de las que se dan a los marineros a bordo, y presurosos acudieron los sargentos de semana a recibir la parte que a sus compañías correspondía e inmediatamente efectuaron el reparto.

Toda la mañana fué libre para que cada cual hiciera lo que le pareciera, sin más limitación que no separarse mucho de la parte del vivac que correspondía al regimiento.

Si yo tuviera dotes de escritor realista, de cuya carencia ya antes me he lamentado, podría trazar el cuadro que presentaba mi regimiento ese día, sin omitir ningún detalle; pues no obstante el tiempo transcurrido, ¡más de cuarenta años!, los recuerdo perfectamente. Cerrando los ojos y haciendo un pequeño esfuerzo mental, me parece que veo como en un cuadro todo lo que entonces vi, percibiendo hasta los detalles más insignificantes.

Si me parece divisar los grupos de oficiales tendidos, recostándose unos en otros, y a los asistentes que llegan hasta ellos llevándoles trozos de asado, galletas, agua o café...

Y veo también grupos de soldados, alrededor del fuego, esperando la cocción de algo que tienen sobre él, y que otros limpian sus rifles, o que se lavan, o lavan pañuelos, calcetines u otras prendas; a los que componen y limpian el dormán procurando que los botones resplandezcan, o los afirman, y hasta veo a algunos en calzoncillos afanados componiendo sus pantalones.. .Y reconozco rostros, y veo la alegría reflejada en los semblantes y me parece oír los dicharachos de algunos, que incitaban a los oyentes a prorrumpir en alegres risotadas y las bromas que otros se hacían...

Y diviso también a algunos oficiales, retirados y muy serios, escribir afirmando el papel en un tambor, o en el revés del plato de la caramañola...

Y a “Lautaro”, corriendo de un grupo a otro, alegre y retozón, moviendo el rabo y restregándose con los que lo acarician...

¡Ah!... Si yo supiera describir el campamento del Lautaro el día siguiente de Miraflores, estoy seguro que deleitaría a los lectores. ¡Tan bello era su aspecto!...

¡Y si pudiera hacer que se penetraran de los sentimientos de los oficiales y tropa, afirmo que no habría ningún lector chileno que no se enorgulleciera de serlo!...

Al día siguiente o subsiguiente, mi asistente me anunció que había encontrado un caballo, que puso a mi disposición. El que traía de Lurín se perdió durante la batalla de Chorrillos.

Tenía un tino admirable mi asistente para procurarse todo lo que deseaba y en esa ocasión, con sonrisa socarrona, me anunció que estaba en tratos para adquirir una silla.

¿Que robaba? No.

En las inmediaciones habían muchos caballos dispersos del ejército peruano, y en los primeros días después de las batallas, se toleraba por los jefes que se apropiaran de ellos los que los encontraban.

Ya sabíamos que una división había entrado a Lima y que el pabellón chileno flameaba en el palacio de los Virreyes; y esperábamos impacientes que nos correspondiera entrar a nosotros.

Por fin a los tres o cuatro días se leyó la orden del día anunciando que a la mañana siguiente la brigada a la que pertenecía mi regimiento efectuaría su entrada a Lima.

A partir de ese momento no hubo nadie que no se preocupara de limpiar y componer lo mejor posible svi uniforme.

Me encontraba ocupado con mi asistente en tan delicada tarea cuando el coronel Barboza, que se había acercado sin yo notarlo, me saluda diciéndome: “¿Cómo está mi ayudante?” La sorpresa y alegría que me produjo la salutación casi me hicieron brincar, pero repuesto contesté el afectuoso saludo.

Con la seriedad que lo caracterizaba me dijo: “Como creo que le gustará entrar a Lima a caballo y he visto que tiene uno, lo he pedido al comandante Robles como ayudante”.

Lo hubiera abrazado... y besado... y estrujado.

Cuando se retiró fui con mi asistente a ver mi caballo y la montura . ¡Eran muy mediocres!. .

Todos mis sueldos insolutos los hubiera dado por un bonito caballo y una buena montura. Y le rogaba a mi asistente que limpiara y tuzara bien el que tenía y que acomodara la fea silla de que me había provisto. Pero otro caballo y otra silla me obsesionaba.

Si pidiera prestado, me decía, uno que fuera bonito, mi entrada a Lima sería el mayor goce de mi vida. Y cabilaba discurriendo a quién dirigirme.

Si me atreviera, pensaba, pedirle al mismo coronel uno de'los suyos...

Al principio me pareció poco menos que desacato o insolencia intentarlo; pero revolví la idea y por fin me decidí. Y yendo donde él y atropellando las palabras le dije: “Mi coronel, mi caballo es muy feo y mi silla es de paisano, y todos en Lima van a criticar a S. S. por llevar un ayudante tan mal presentado; présteme uno de sus caballos y su silla de campaña”.. .

Me miró un momento como sorprendido de mi audacia, y me respondió: “Parece que no está contento; si no le agrada entrar como mi ayudante puede hacerlo con su compañía”.

“No, mi coronel, le repliqué, tengo tanto gusto que le aseguro será el mayor placer de mi vida, y siempre le estaré muy agradecido por haberme designado. .. es que mi caballo”...

“Bueno, bueno”, me interrumpió sonriendo; “su caballo es feo y su silla mala, y en el caballo y silla de su coronel se verá muy bien ¿no es eso? bueno, diga a mi asistente que le aliste el bayo”.

Mucho le agradecí el placer y honor que me proporcionó, y la gratitud que por él sentía desde que me salvó la vida se acrecentó entonces; y a medida que los años han ido pasando se ha transformado en veneración.

Aunque milité el 91 en bando contrario al suyo, las lágrimas que vertí cuando supe su trágico fin fueron nacidas del fondo de mi corazón; y cuando trasladaron sus restos al mausoleo del ejército hace pocos años, solicité el honor de usar de la palabra, para haberle rendido homenaje de veneración y amor, pero no me fué concedido.

A la mañana siguiente después de rancho formó la brigada para entrar a Lima.

Yo no cabía en mí de gozo y cuando subí a caballo y me puse a las órdenes del coronel Barboza, que ya también montaba el suyo, yo debo haber estado radiante de satisfacción.

Sus ayudantes me recibieron amablemente y me hicieron algunas bromas.

Comenzó el desfile a paso de camino; y el coronel y sus ayudante lo presenciamos hasta el fin.

Pasó primero el 3.° de Línea con sus jefes a caballo. Regimiento y jefes iban irreprochables.

Después el Lautaro. Con ligeros guiños de ojos saludaba a los oficiales cuando pasaban, como di-ciéndoles: ¿me envidian?...

Y después el Curicó y el Victoria.

Cuando terminó el desfile, el coronel y sus ayudantes tomamos la cabeza a trote largo.

Cuando estábamos a las puertas de Lima, el coronel mandó orden con uno de sus ayudante al 3.° de línea de hacer alto, y a otro donde los demás jefes de cuerpos para que ordenaran las filas.

Después de un momento me dijo a mí: “Vaya a ver si los regimientos vienen en correcta formación”. Comprendió, sin duda que deseaba moverme y para complacerme me dió esa orden, que en realidad no lo era.

Cuando los ayudantes le informaron que los cuerpos estaban en ordenada formación hizo tocar marcha.

En columnas por cuartas compañías, con las armas terciadas y a paso regular entró la brigada a Lima.

Por las calles transitaban pocas personas y en algunas boca-calles habían grupos de extranjeros y algunos peruanos que admirados veían desfilar nuestros apuestos regimientos, que no parecían hubieran combatido tan rudamente días antes, sino que venían de algún ejercicio.

La arrogante figura del coronel Barboza, con su patilla negra, partida en la punta por pelo blanco, causaba admiración a los que lo veían a la cabeza de la brigada, y estoy cierto con respetuoso temor.
Habíamos recorrido varias cuadras y ya íbamos por calles que debían ser de las principales, cuando el coronel me llama y repite la orden anterior: “vaya a ver cómo vienen los cuerpos”. Saludólo rebosante de alegría y disparé al galope.

¡Qué placer más grande al oír el ruido que producían las herraduras de mi caballo sobre el pavimento!. ..

Llegué hasta el final de la columna y volví al trote largo.

Al pasar cerca de una ventana que tenía la rejilla que es costumbre poner en Lima a todas, a fin que se pueda mirar del interior sin ser visto del exterior, pude oír conversaciones de mujeres, que supuse jóvenes, y hasta alcancé a percibir confusamente sus siluetas...

Refrené un tanto el caballo, miré insistentemente la rejilla y no resistí el impulso de sacar la lengua picarescamente...

“¡Qué chileno tan liso!... (1)” oí claramente que varias dijeron a la vez...

Con satisfecha sonrisa me alejé al trote...

Cuando llegué al lado del coronel, éste había trasmitido órdenes de que cada cuerpo se dirigiera a los alojamientos que se les había designado, desfile que se efectuó en filas de a cuatro y a paso de camino.

A mí me ordenó incorporarme a mi regimiento, lo que efectué demorándome lo más que pude, para lucirme a caballo, y cuando lo hice continué como ayudante del coronel Robles.

Al Lautaro se le dió como cuartel uno denominado “Barbones”, que estaba en uno de los arrabales de Lima.

Ahí se nos tenía preparado abundante y sabroso rancho.

¿Hay algún muchacho de la edad que yo entonces tenía que haya pasado mejores vacaciones que las que yo estaba gozando?...


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(1) Atrevido, desfachatado.


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Benavides Santos, Arturo. "Seis años de vacaciones. Recuerdos de la Guerra del Pacífico. 1879-84" Santiago, 1929.

Saludos
Jonatan Saona

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