17 de enero de 2022

La entrada a Lima

Lima durante la ocupación chilena

La entrada a Lima

Parece un sueño que hayan transcurrido ya veintiocho años desde aquellos días de tantas emociones y de tantas glorias, glorias que entonces veíamos cubiertas, como las flores al amanecer, de un rocío de triste y hermosas lágrimas, lágrimas que luego evaporó el espléndido sol de un triunfo colosal, cuya luz, si alumbró millares de cadáveres, puso también a nuestros ojos la visión encantadora del porvenir que despuntaba para Chile.

Y este detalle, el recuerdo de los hombres, por muchos, grandes y queridos que fueran, hubo de borrarse ante este supremo conjunto: la patria.

Por eso Lima secó todas las lágrimas, cubriendo con el manto de la gloria a los chilenos que quedaban insepultos y desnudos sobre los campos de Chorrillos y Miraflores.

La proclama que el general en jefe dirigió a las tropas desde el palacio de Pizarro el 18 de enero de 1881, concluía con estas justas palabras:

«En cuanto a los que cayeron en la brecha, como el coronel Martínez, los comandantes Yávar, Marchant y Silva Renard; los mayores Zañartu y Jiménez, y ese valiente capitán Flores, de Artillería, que reciban en su gloriosa sepultura las bendiciones que la patria no alcanzó a prodigarles en vida».

Y como place al corazón volver con las mágicas alas de la memoria a los paisajes del tiempo pasado, particularmente cuanto tanto cuadran los minutos de hoy con los de ayer y todo parece igual, menos nosotros mismos, no han de causar enojo algunos recuerdos de aquellas acciones memorables, en defecto de otros más públicos y dignos de su lustre, así como de los bienes que engendraron y de la gratitud que corresponde y sienta bien a un gran pueblo.

La noche negra y triste del 15 al 16 se pasó en nuestro campamento del modo que tengo dicho, más o menos, en otra parte, cumpliendo preceptos de su arte y aleccionado por la reciente enseñanza, el general Baquedano desde la tarde misma de la batalla de Miraflores dispuso al Ejército, en cuanto lo permitían las circunstancias, en situación de cerrar y bombardear a Lima. Era su empeño avanzar las tropas más allá de las trincheras conquistadas, a fin de evitar las bombas de que estaba sembrado el terreno en que habían combatido. Así se veía a los regimientos, ya tarde de la noche, andar a tientas de aquí para allá, como quien en lo obscuro busca su cama.

No sé que se haya referido, antes de hora, un lance de aquella trasnochada, muy sencillo en sí mismo, pero que pudo tener las consecuencias que es fácil calcular.

Uno de esos tantos dramas que teje el acaso y que por un detalle insignificante, a veces hasta ridículo, no pasa a la escena, estando todos los elementos preparados para su ejecución.

La división del coronel don Pedro Lagos acampó en el pueblo de Miraflores. En la plaza desplegó sus baterías, 12 cañones Krupp, el mayor Jarpa. Los otros cuerpos se tendieron en los potrerillos vecinos.

Brillaba la luna al tenor del dicho popular. Brillaba como la plata.

A eso de las nueve, el mayor Jarpa recibió del coronel la orden de preparar sus piezas para hacer fuego sobre el primer tren que asomara por la línea de Lima.

Nada era más fácil. Saliendo de la plaza, la línea se encajona entre las paredes de una calle, describiendo al final una estrecha curva.

Cada artillero recogió la manta con que domaba las piedras, y arrastraron los cañones hasta dejarlos abocados sobre la línea, a veinticinco metros del claro de la curva. Prolijamente se cargaron con sendas granadas y, estando todo revisado y listo, el mayor Jarpa salió a recorrer las vecindades a objeto de hacer retirar la tropa que hubiera en el frente, calculando que doce granadas a boca de jarro sobraban para un tren y podía salpicar a los soldados, que por allí andaban, con las astillas.

Las once habrían dado, cuando se divisó, viniendo de Lima, un pálido resplandor que avanzaba a destelladas. Luego el ruido sordo y los resoplidos característicos no dejaron duda.

Era un tren.

Se acuñaron los fulminantes en las piezas y los artilleros quedaron con la cuerda en la mano, atentos a la voz de ¡Fuego!

Habrá de parecer novela, pero es lo cierto que no faltaban más de doscientos metros para que el convoy doblara la curva, cuando llegó a todo galope el comandante, hoy coronel, don José María del Canto, jefe del servicio en esa noche, gritando desde lejos:

-¡Jarpa, no dispare!

El tren pasó.

En la plaza se apearon los nocturnos viajeros; se les vendó la vista y cada cual con su guía, emprendió la marcha hacia el alojamiento del coronel Lagos.

Eran los eternos diplomáticos.

Solicitaban una conferencia del general en jefe; pero el general se negó a recibirlos y sobre los mismos pasos se devolvieron, pernoctando en una casa del camino.

Parece que Lima devoraba en esos instantes las angustias de un peligro inminente y no esperado.

Sus defensores de la tarde empezaban a sacar cuchillo contra ella misma.

Parece igualmente que el general quiso dejarle aquella noche para que meditara sobre la almohada del insomnio acerca de sus conveniencias y de los deberes que la derrota impone a los vencidos.

Entretanto, al amanecer del día 16, podían contarse ciento cuatro cañones abocados a sus engreídos muros.

Pero más tarde, un oficial de la marina italiana llegó a las avanzadas a guisa de parlamentario. Recibido con el ritual de campaña, pasó a la tienda del general.

El cuerpo diplomático solicitaba una audiencia para el alcalde de Lima, don Rufino Torrico, que caballerescamente, cuanto todos se perdían, salía para hacer los honores de la casa en aquel espantoso duelo.

El general contestó exigiendo la rendición inmediata y sin condiciones de la capital. Él no tenía más deberes de soldado a qué atender y si un solo tiro prolongaba la resistencia, Lima pagaría sus culpas con su sangre.

A las doce llegó Torrico, acompañado de los ministros, los almirantes de las escuadras de Inglaterra y Francia y del jefe de la escuadra italiana.

El tren que los conducía arrastraba, además, dos carros atestados de heridos chilenos, devueltos al general como en prenda de paz.

El alcalde entregó la ciudad sin condiciones. Los ministros pidieron gracia para los vencidos, se fijó la entrada del Ejército para el siguiente día a las cuatro de la tarde, siguiendo después una plática menos ceremoniosa.

A las 2 de la tarde regresaron a Lima.

No iban muy lejos cuando ya circulaba por el campamento un surtido de noticias para todos los gustos.

Se decía que Piérola, sin asentar pie en Lima, galopaba con su gobierno en dirección a la sierra: que los derrotados intentaban saquear la ciudad de tal modo abandonada; que Canevaro había propuesto un asalto nocturno a nuestro campamento, a tiro seguro; pero se había extraviado o no lo habían seguido; que el pánico era espantoso y que todos clamaban por el avance inmediato de nuestras tropas, como único amparo contra la comuna de zambos que estaba empezando.

Se contó también que durante el zafarrancho del combate de Miraflores llegó al puerto Ancón, donde estaban las escuadras extranjeras, no la noticia de la aventura que corrieron los ministros en su almuerzo con Piérola, sino la de que el ministro inglés había sido muerto por los chilenos y que el almirante, al oír esto, había puesto sus naves en son de guerra para irse sobre las nuestras en demanda del agravio.

Dadas estas circunstancias, el asunto no parecía inverosímil, sobre todo si se atiende de esa especie de elefantiasis que sufren los rumores callejeros, especialmente en horas de tribulación y de dudas, y esos rumores, hasta los últimos instantes, siguieron propalando cosas peores de nosotros.

En cuanto a la resolución del almirante inglés, también habían solido adoptarse otras más desatentadas.

Pero antes de ver lo que en realidad pasaba en Lima, conviene dar una postrera recorrida a nuestras tiendas, dándole, con permiso, este poético nombre al suelo raso y al cielo desnudo; pues no había más para descanso y abrigo.

Los mismos heridos, en la Escuela de Cabos, los que no cupieron en las salas y corredores, estaban en los patios, a toda intemperie.

¡Eran cuatro mil los que penaban en aquel horrible purgatorio!

Soplaba, viniendo de todas partes, un viento peor que de albañal, hálito de sepultura, que se aspiraba espeso, tibio y vagueante.

Ni las brisas de la campiña ni la del mar cercano alcanzaban a barrer los hedores de aquella nevada de cadáveres, recalentados por el sol, que cubría el suelo.

Cuando el alba de 16, salí de mi ruca, vecina a la de un campamento de chinos que habían pasado la noche fumando opio y jugándose a las cartas lo robado entre los escombros o a los muertos, sentí que con la primera bocanada de aire libre había tragado una porquería indefinible.

Las bestias caminaban espantándose, a cada tranco, de esos bultos extraños a los cuales una mano ebria o loca parecía haber dado las actitudes más extravagantes y los gestos más ridículos.

Poco después, los médicos hablaron de la necesidad de sacar inmediatamente a los heridos de aquel ambiente envenenado, por lo menos de desahogar de algún modo el recinto de la Escuela de Cabos, donde se apiñaban cuatro mil hombres en toda la invalidez de la miseria humana.

Temían con sobrada razón que de un rato a otro se declarara la fiebre gangrenosa, soplo tremendo que habría apagado en pocos instantes el candil de la vida que oscilaba en ellos.

En un cuarto, y no muy grande, el segundo piso, estaban el comandante Souper, Marcial Pinto, Camilo Ovalle y tres o cuatro oficiales más, cuyos nombres no recuerdo. Desde las camas, por las ventanas entreabiertas, dando paso a ese aliento pestilente del campo, se divisaba el más horrible paisaje que podía ponerse delante de sus ojos.

Sintiendo a la muerte en sus propios cuerpos, la veían, además, por todas partes; porque en todas partes se descubrían cadáveres asquerosos de hombres o animales, espantosamente hinchados, unos ya comidos en parte, otros mutilados por un culatazo o un golpe de granada.

Algunos ardían suavemente, despidiendo una hebra de humo que, tiñéndose en la noche, hacía el fantástico efecto de un enjambre de candelillas.

Los gallinazos, repletos de comida, coronaban por cuadras los bardales de las tapias, y cuadrillas de perros cruzaban los cañaverales a la carrera. Entres las cañas se podrían miles de cadáveres enemigos.

Y alternando con aquéllos, bandas de chinos que registraban a los muertos, los rociaban con parafina y les prendían fuego entre las risotadas y chanzas de su extraña jerga por cada peruano que reconocían.

Otros recogían cápsulas para rifle, que después vendían a buen precio, las intactas. Las usadas fueron a parar a Inglaterra en forma de barras de cobre.

Entrando a las cocinas del hospital, nubes de moscas que habían andado por todas las inmundicias, cubrían la carne, el pan y los utensilios.

El paladar, a pesar del hambre, se contraía como esponja. Afortunadamente, los heridos estaban lejos para ver aquello.

Pero quedaba para los buenos, en medio de todas las tribulaciones, un dulce consuelo: las grandes acequias de agua cristalina que culebreaban por la verde campiña, trayendo a la memoria el recuerdo de los campos chilenos.

Se tomaba agua a todas horas y el que menos dos veces se bañó en el día; más bien el preciado líquido llegó a dar fatigas de asco en las telas del estómago.

Acababa de descubrirse que debajo de las aguas había cientos de cientos de cadáveres, deshaciéndose como panes, ¡y cadáveres de negros a los que acaso era ésa la primera agua que les llegaba al cuerpo!

Esto debíamos haberlo presumido; pues no podía ser de otra manera, dado lo que se contaba.

En aquellas acequias, barrancosas y bordadas de sauces y matujos, buscaban refugio, en las ansias de la vida, los perseguidos; pero ahí llegaban los nuestros como a cazar ranas a palo y, tragando cieno, morían los infelices por la doble; porque detrás del yatagán entraba la bala, seguida de este responso:

-¡No te gustaron las minitas!

-¡Volvé a travesear con ellas!

En otros lances corría sable pelado. Un regimiento de jinetes volvía de un avance, paso a paso, por una estrecha cañada, no habiendo encontrado enemigo al frente. De pronto, por la espalda, resonó una descarga de fusilería que trajo al suelo a uno o dos.

De estas jugadas guerreras, que enloquecían a los nuestros, los peruanos tenían muchas, hábiles como son para suplir las fuerza con astucia.

-¡Vaya usted a ver! -dijo el segundo del regimiento a un alférez impaciente, que hoy luce en Tacna los galones de sargento mayor.

El mozo se destacó al galope con su mitad, ganoso de distinguirse en presencia de los suyos. El regimiento siguió la marcha; pero como tardaran mucho en lo de ir a ver, hubo que hacer alto para esperarlos.

Al fin llegaron, al parecer muy trabajados.

-¡Y en qué se ha demorado tanto, hombre!
-Si eran como cuarenta, señor, y estaban en la acequia.

-¿Y ahora...?
-Ahora están en la mansión de los héroes...

Y mientras los niños se acicalan para entrar dignamente a Lima, Cuzco soñado de los nuevos conquistadores, se alcanza a dar un vuelo por la ciudad.

¡Pobre Lima, soñadora incorregible, caída de los celajes rosados de la ilusión a la realidad de un charco de sangre!

Porque desde los comienzos de la guerra, ella vivió en un mundo de artificio que le creaban su corazón ligero y su fantasía tropical, tanto como los cuentos andaluces, las bravatas portuguesas y aquel eterno mentir de una gran parte de su prensa.

Todo eso la había hecho perder la justa apreciación de las cosas y de ahí esas inconcebibles retemplanzas de fe en su fortuna, que nacía a raíz de los más crueles desencantos y de los golpes más rudos.

No habían bastado para abrirle los ojos ni la larga serie de las derrotas sufridas, ni los juiciosos razonamientos de alguna gente sensata que, habiendo vivido en Chile, pedía se le tomara muy en cuenta como enemigo formidable.

Familia hubo, muy conocida aquí, que perdió allá sus relaciones, viéndose denigrada con el apodo de Las chilenas, sólo porque eso decía, no creyendo a pie juntillas, como creía la generalidad, en el descalabro inevitable que todos profetizaban a nuestro ejército en las puertas de la capital peruana.

Y tanto se había extraviado el criterio público, tanto prometían las proclamas de las autoridades y las relaciones de la prensa, que se llagó a celebrar cada paso que avanzábamos como si fuera uno más hacia la tumba.

Sin embargo, había ocurrido pocas noches antes un hecho que debió hacer meditar a los más ligeros.

Se cuenta que en la tertulia de Piérola, en presencia de una corte numerosa y brillante, y de varios marinos extranjeros, se hablaba de las fortificaciones de Chorrillos, San Juan y Miraflores. El dictador se manifestaba orgulloso de esa obra y en verdad que le sobraba razón.

¡Los chilenos no llegarán hasta ellas! Era la creencia general.

Piérola deseó conocer la opinión de uno de aquellos comandantes extranjeros más por recoger elogios que opiniones que no necesitaba.

Dicen que el comandante respondió:
-He visitado cuidadosamente las obras de defensa; es cuanto puede exigirse a un general; porque la naturaleza y el arte han hecho casi inexpugnables esas trincheras; pero debo decir a V. E. (agregó, sacando su reloj), que yo he visto a los chilenos tomarse el Morro de Arica en cincuenta y ocho minutos...

Y golpeaba lentamente en la esfera, como para decir que los había contado en ese mismo reloj.

Esto fue en la noche del 13.

Los contertulios se retiraron. Piérola salió en ferrocarril a practicar un reconocimiento. Aquella corte brillante se desparramó por los ranchos de Chorrillos, a donde dícese que de noche bajaban los oficiales a distraer el fastidio de la vida de campamento, volviendo de madrugada a sus filas.

Según varias versiones, momentos después, un oficial se presentaba a la tienda de Piérola, con un mensaje de las avanzadas en que se anunciaba el envío de dos prisioneros chilenos.

La noche del 13 al 14 no fue alegre ciertamente para los habitantes de la capital. Por grandes que fueran las esperanzas cifradas en las trincheras de Miraflores, mayores habían sido las de Chorrillos y estaban perdidas.

Los heridos contaban cosas espeluznantes de la ferocidad de nuestros soldados, y esto no era para tranquilizar a nadie, mucho menos a las señoras que oían, y eran casi todas las limeñas, pues en el palacio de la Exposición y en los demás hospitales de sangre se había dado cita, confundiéndose las nobles y las plebeyas.

El 14, desde temprano, el Cuerpo Diplomático se puso en movimiento, a fin de conseguir una reconciliación, empezando por conferenciar con Piérola.

El momento no podía ser más apropiado. El general chileno acababa de despachar a don Isidoro Errázuriz, secretario del Ministro de la Guerra, en compañía nada menos que del ex ministro del mismo ramo, coronel Iglesias, tomado prisionero en la batalla anterior, con la misión de declarar al Presidente del Perú que el ejército chileno reconocía la bravura que el peruano había demostrado en la defensa de Chorrillos y de invitarlo a que enviara plenipotenciarios autorizados para negociar la paz.

El señor Errázuriz debía manifestar, además, los peligros que corría Lima con la continuación de las hostilidades a sus propias puertas, y esta galante declaración: de que los chilenos estaban tan empeñados como los mismos peruanos en preservarla de una suerte igual a la Chorrillos.

Esta proposición del general vencedor obedecía al convencimiento de que la última batalla había sido decisiva.

Nadie presentía que la Miraflores hubiera de sobrevenir cuando menos se esperaba.

Efectivamente, habían caído de cabeza en ellas una camarada chilena y un sirviente de nuestras ambulancias, ambos jinetes en sendos borricos.

Se llamó a Piérola por destellos de luz y luego fue público en el campo peruano el avance del ejército chileno.

El general Baquedano había perdido, pues, la mejor carta de su juego: la sorpresa.

¿Qué suerte corrieron aquellos sujetos, que, habiéndonos causado tanto daño, se perdieron sin dejar rastro alguno?

¿Era una simple leyenda?

Nunca pude saber más acerca de este particular que lo que me contó un distinguido caballero francés, que asistió a las batallas por el bando peruano en calidad de hermano de una logia y miembro de la ambulancia de su nacionalidad. Creyendo él en la existencia de los misteriosos personajes, asegurome que los habían guardado en una casa de Chorrillos que servía de hospital, donde murieron confundidos con los que en ella resistieron hasta que fue incendiada y se hundió sobre todos.

Por lo demás, el día 16 no ofreció otras novedades.

El general, visitando a los heridos, confirmó la noticia de que el Chile se alistaba para salir al sur.

Comenzó entonces lo que podría llamarse la fiebre de la patria en aquellos hombres que creían morirse lejos de su hogar. Hubo una mejoría instantánea. Algunos se vestían por sus manos para demostrar que podían resistir a la navegación. Muchos oficiales hacían jurar a sus asistentes que, fuera como fuera, ellos quedarían a bordo de los primeros.

En la tarde se vio un hermoso arco iris que remedaba una gallardete chileno prendido entre la cordillera y el mar.

Ya obscuro, se sintió un gran estruendo por el lado de Lima: los peruanos volaban los gruesos cañones del San Cristóbal y del San Bartolomé, dos formidables fortalezas trabajadas en la cumbre de dos cerros que dominaban nuestras líneas, aunque la primera, ideada por Piérola, parecía más bien estar dedicada a las revueltas caseras de la capital. Sin embargo, ambas jugaron su papel en las batallas, habiéndose, ya estrenado la segunda en el reconocimiento que el día 6 de enero hizo el coronel Barbosa por el lado de Ate con tan brillantes resultados, que muchos aseguraban la posibilidad de que todo el ejército se hubiera escurrido por aquella rendija y cerrado a los peruanos, como por obra de brujos, la boca de su misma ratonera.

Habría sido, sin duda, cosa napoleónica y hasta de encantamiento aquella aparición de comendador; pero yo ignoro los grados de esa posibilidad. Sólo el general Barbosa puede decir hoy lo que vio por sus ojos el coronel de entonces en esa atrevida y militar aventura.

Durante el resto de la noche siguieron reventando cañones o estallando minas, que sacudían el suelo, relampagueando en el horizonte.

Y cuando cantaban los grillos entre el pasto y todo era campestre quietud en nuestros reales, el centinela de la gran puerta del hospital, dio el grito:
-¡Cabo guardia! ¡Unas mujeres!

Un grupo de cholas, mechoneadas y ofendidas hasta no tener habla, lloriqueando entre las rejas que circuían la explanada del edificio.

Reclamaban contra un hilo de visitas que no se cortaba desde que comenzó a pardear la noche, visitas como de duendes, que aparecían sin saber de dónde en la casa que se les había dado por refugio al frente del hospital; pues, estando las puertas atrancadas y con guardias, unos entraban y otros salían, todos al mismo tiempo.

El hecho no tenía explicación de buenas a primeras; porque el sargento juraba que ningún soldado de la guardia había atravesado la única puerta posible. Pero tampoco andaban por allí otros soldados y, como el oficial no creyera en ánimas, diose a buscar hasta que descubrió lo que los rotos únicamente podían desenterrar; la boca de una galería que, comenzando en un rincón de la explanada, iba a dar a la casa de las cholas.

-Mi sargento, ¿voy allí? -decían los soldados, y como él allí estaba dentro de la reja cerrada y con centinela, se daba el permiso y el roto se sumía en el hoyo.

Pero todos los demás durmieron como por primera vez tras de tantos insomnios y trabajos, mecidos por estas gratas esperanzas, que hacían como de plumas el suelo mojado por la camanchaca:

-¡Se acabó el guerrear!
-¡Mañana en Lima!
-¡Cholas del alma...!

Lima despertó al estruendo de los cañones, en la madrugada del 13.

A las 8 de la mañana comenzaron a llegar a Lima los primeros heridos, unos a pie, otros en camillas que conducían extranjeros o paisanos. A las 9 tomó el tren para Chorrillos la compañía de la ambulancia peruana (dato de una relación publicada en Lima).

Aquéllos no sabían gran cosa; pero a las once entró a la plaza de la Exposición un grupo de dispersos que llevaban escrita en sus caras la mala nueva. Desde ese momento, no cesó la peregrinación; pero sólo a las dos de la tarde vino la ciudad a convencerse de su desgracia.

A pesar de que desde el 27 de diciembre estaba prohibido «inventar o propalar noticias falsas, so pena de ser castigado con todo el rigor que las circunstancias reclaman», el mismo día 13, a las 3 p.m., circuló un boletín oficial, enviado del campo de batalla, que decía que S.E. abandonando el Morro Solar, San Juan y el pueblo de Chorrillos, había ordenado a las 10.30 a.m., la retirada del ejército a las inaccesibles trincheras de Miraflores.

Otro parte anunciaba que los batallones Cajamarca, Guardia Peruana y Ayacucho, se habían abierto paso a la bayoneta por en medio de todo el ejército chileno, llegando diezmados, pero triunfantes a la segunda línea de defensa.

Se contaba, asimismo, que Piérola había escapado milagrosamente de dos descargas que le hicieran, matando a tres oficiales de su escolta. Lo que se sabe de fijo es que a las diez tenía retirada cortada por el Esmeralda y que pudo escapar descendiendo la barranca que sigue casi a pique la orilla del mar.

Pero lo que acabó de consternar a la atribulada población, fue la noticia de que el general Baquedano había enviado un parlamentario con un mensaje en que proponía la capitulación, concediendo veinticuatro horas al gobierno de Lima. Expirado el plazo, rompería los fuegos, y vencido el ejército peruano, Lima sería saqueada y pasada a cuchillo.

Piérola no recibió al embajador. Andaba recorriendo sus nuevas líneas y mandó decir que sólo recibiría a un parlamentario debidamente autorizado; que deseaba la paz; pero que trataría en su propio campo o por notas iniciadas por un plenipotenciario de Chile.

Como se ve, el dictador no se daba por vencido y la prensa tampoco.

El mismo día 14 dio su última boqueada el último diario que quedaba: El Diario de la Campaña, redactado por don Julio Octavio Reyes, y antes de morir alcanzó a soltar lo siguiente:
«Ya el enemigo acerca su planta aleve y Lima debe pagar su tributo de sangre.
Mucho tiempo hemos estado esperando estos momentos y nuestra energía debe retemplarse al aproximarse la hora de la venganza».

Después seguía con flores como ésta: 'Tenemos al frente la horda que viene asesinando».


Y para no faltar a la misión que se había impuesto la prensa, se daba al pueblo estos boletines:
«Se nota el cansancio de los enemigos.
Desalentados, procuran reorganizarse.
Nuestro ejército por el contrario.
Muchos enemigos prisioneros; pero como vestían el mismo uniforme que nuestros soldados, lograron escaparse.
Nuestras minas han causado pánico tremendo».


Refiriéndose a nuestros soldados, concluía con estas dos elocuentísimas palabras: «¡Ferocidad salvaje!»

Mas, la noche del 14 al 15 debió aconsejar al jefe supremo del Perú o un buen pensamiento o una trama astuta, porque deponiendo su bravía soberbia del día antes, envió al siguiente al Cuerpo Diplomático con proposiciones de paz. Tocole su turno al general Baquedano, y éste declaró entonces que sólo consentiría en suspender las hostilidades y entablar negociaciones de paz, previa entrega del Callao, sus fuertes, naves de guerra y transportes.

La escena había cambiado por completo y si Piérola pudo imaginarse que el noble ofrecimiento de Baquedano tenía por objeto esquivar nuevo combate u ocultar la flaqueza de sus tropas bajo el manto de fingida generosidad de vencedor aporreado, el engaño no le duró mucho.

Los ministros volvieron al campo peruano con la respuesta, dejando estipulado el pacto de armisticio hasta las doce de esa noche.

Piérola debía contestar más tarde directamente al general Baquedano por conducto de la división del comandante Fannig.

Entretanto, ¿qué había detrás de esas inocentes y bien intencionadas andanzas del Cuerpo Diplomático?
¿Era un simple pretexto de que se valía Piérola para ganar tiempo?
¿Confiaba a una traición el éxito del último golpe?
Hay datos para aclarar este grave misterio.

Pactado el armisticio, Piérola llamó apresuradamente a la guarnición del Callao; en la mañana, alejó de su campamento a todas las rabonas y su línea estaba lista para romper el fuego a la primera señal.

Por otra parte, a la una de la tarde, hora y media antes de comenzar la batalla, circuló en Lima el contenido de este telegrama oficial:
«Enero 15. -Telegrama de Palacio. -Al comandante de la plaza del Callao.
-Señor prefecto: Del ferrocarril de Miraflores participan que dentro de pocos momentos comenzará el combate.- La línea tendida sólo espera la orden de hacer fuego. -Mucho entusiasmo.
-Firmado: Velasco».


Propalado y creído en toda la ciudad el cuento del ultimátum a la cosaca que había hecho el general Baquedano, el asalto a cuchillo se esperaba de un instante a para otro. Por manera que cuando a las dos y media de la tarde los ecos levaron hasta Lima el ruido de las descargas, el pánico tuvo accesos de locura. Les parecía sentir en la carne el hielo de los aceros.

Las familias escapaban a las casas de las legaciones, consulados o simplemente de extranjeros, no creyéndose seguras ni en los templos ni en las propias, a pesar de haberlas disfrazado con escudos y banderas extrañas. Otras corrieron hasta el puerto de Ancón, donde las escuadras de Inglaterra, Italia y Francia habían hecho como un campo neutral, resguardado por las tripulaciones de sus naves, desembarcadas al efecto.

Pero luego, como para que ninguna emoción dejara de golpear esos corazones atribulados, circuló, cual una ráfaga de vida, un boletín de victoria y de las profundidades de su amargura, aquella gente se alzó a devorar las vírgenes alegrías del triunfo.

Antes que otro fue un fraile -que faldas en cintas, recorrió las calles, voceando nuestra derrota- quien primero alborotó los ánimos.

Siguió una hoja suelta que se imprimió a la carrera para publicar este parte:
«Telegrama oficial. -Miraflores, 4:30 p.m.
Batería 150 (¿?) volada al tercer tiro por nosotros.
Chilenos en retirada. -No sé qué suerte haya corrido Vera.
Ministros pasan mojados y bañados de agua; pues chilenos son muy infames.
¡Viva la reserva!»


No era mucha la que guardaba para mentir el autor de esta comunicación oficial, que hizo echar las campanas a vuelo y a muchos creyentes lanzarse a pie al encuentro de los vencedores.

El Dios de las victorias había tenido, por fin, una hora de piedad para el Perú.

Y olvidándose ya de los combatientes, se le prometían regias recompensas a Santa Rosa, autora del milagro.

Y para que no quedara género de dudas, don Aurelio García y García, a las 5 de la tarde, desde la oficina telegráfica, que no del campo de batalla, transmitía este mensaje al prefecto de Lima, madrugando un poco:
«Batallón de Marina rompió la línea. -Paseó victorioso quebrada del Barranco y volvió victorioso a su puesto.
¡Triunfamos!
Tres veces rechazado enemigo y la tercera completa derrota para no volver.
¡Reserva espléndida!»


Componían la reserva todos los hombres de Lima en estado de cargar armas.

De ahí a dos horas llegaba esta reserva en derrota, entregaba las armas y se le daba puerta franca.

Había cumplido noblemente con su deber, justo es decirlo para su honra y la de nuestro ejército, que logró vencerla sólo a costa de esfuerzos sobrehumanos.

Como dijera más tarde don Isidoro Errázuriz, Miraflores fue la batalla de los futres. En la reserva combatieron todos los caballeros de Lima. En nuestras filas fueron también los caballeros los que determinaron la acción, avivando con heroicos instantes, tan descorazonados algunos, que los peruanos pudieron creer fundadamente que en la mano tenían la victoria.

¡Pobre Lima! Su alegría de un momento había sido como la resurrección del que vuelve a la vida dentro de la sepultura.

¡Y tan digna de mejor suerte esa ciudad que guarda las últimas chispas del espíritu de Atenas!
Pero sus días estaban contados en el cuadrante del tiempo.

¿Y quién sabe? ¡Quién sabe si de aquellas gran caída se levanta ahora un pueblo nuevo y quién sabe si del triunfo que deseaba hubiera entonces nacido una esclavitud más dura y oprobiosa que la de nuestras armas: la esclavitud de algún tirano de capa roja, su eterno libertador!

Lo que puede asegurarse es que si Piérola acierta allí a triunfar, habría sido adorado como un dios; porque así derrotado y maldecido por muchos, salvó todavía tanto prestigio personal ante el pueblo, que yo vi por mis ojos a una negra anciana palmearle la boca a un chiquillo vendedor de La Actualidad, porque decía Nicolás de Piérola y no don Nicolás.

Debo decir, además, que cualesquiera que sean sus defectos y los errores que cometió, hizo como general cuanto humanamente era dable para asegurar el triunfo de su país.

Ahí están para probarlo los cuantiosos elementos de guerra, almacenados en Santa Catalina, que intactos recogió nuestro ejército y ahí están también los muertos y heridos chilenos que a tan alto precio pagaron nuestras victorias.

No se diga que aquello fue fácil y barato.

La noche del 15 al 16 pasó para Lima como una de esas horribles pesadillas de persecución y de muerte que forja la locura. A las pesadumbres del alma venía a agregarse el aguijón de las necesidades materiales. El ejército no había comido y la población tampoco, y aquél pedía si le diera pan y se remediaran sus fatigas.

El comercio había cerrado sus puertas y cualquier nada costaba un ojo de la cara.
La mañana del segundo día fue viernes de pasión. Hasta la luz del cielo parecía tener el triste siniestro de un próximo cataclismo.

Millares de soldados dispersos corrían las calles tratando de reunirse para una tercera batalla, al toque de las campanas de la Catedral, esas guitarras de todas las zambras guerreras de Lima. Los conocedores de la plebe comenzaron a mirar esos grupos como malas nubes y peores vientos.

Como sucede siempre, una chispa produjo el incendio.

La tropa, acosada por el hambre, quería comer en las chinganas y se forzaron algunas puertas. Ocurrió en esto que un asiático se negó a recibir en pago un de los billetes llamados incas. El celador con quien altercaba, defendiéndolas, dio muerte al celador.

El muerto atrajo gente, el populacho pidió venganza, y aprovechando el cabe, se lanzó sobre las tiendas chinas de las vecindades.

Algo calmó los ánimos, la llegada del alcalde Torrico con la noticia que el ejército chileno ocuparía en paz la ciudad al día siguiente.

Se invitó a los jefes de la Guardia Urbana para una reunión en palacio a las 4 de la tarde, a fin de asegurar la tranquilidad del vecindario.

Todo parecía aquietarse, cuando un inesperado seceso vino a desbaratar el orden relativo que habían logrado introducir en aquellos caos.

Lima no había secado el pozo de las amarguras.

Como a las 4 entró a la plaza de Lima el prefecto del Callao, comandante Astete, a la cabeza de mil quinientos a dos mil soldados, declarando que no se entregaba y salía al campo en busca de los nuestros.

El populacho tornó a fermentar en torno de este alboroto.

El coronel Suárez, que gozaba de justo y grande prestigio por su valor y sus servicios, corrió a impedir esa locura, ya que no criminal intentona que habría acarreado la ruina de la capital.

No sin grandes esfuerzos logró Suárez reducir a Astete a la razón del patriotismo. Juzgando a Astete por los rasgos de su semblante, yo creo que su propósito no era una simple fanfarronada. Tiene la expresión del valor testarudo.

Pero la situación sea reagravó mucho, tanto porque hubo de postergarse para las 8 de la noche la reunión acordada, perdiéndose un tiempo precioso, cuanto porque los licenciados de Astete allegaron nuevos y más perturbadores elementos al desorden.

Cuando Suárez volvió a palacio, como a las seis de la tarde, ya todo estaba perdido.
Quiso imponer a la tropa que lo invadía; pero no fue obedecido y tuvo que retirarse para no quedar entre sus manos.

A los jefes de la Guardia Urbana fueles imposible salir de sus casas. Los soldados, confundidos con la hez del populacho, trajinaban las calles, disparando sus armas. Bien pronto volvieron al tema del día: los chinos. Sus tiendas fueron asaltadas, robadas y quemadas muriendo entre las ruinas muchos de sus infelices propietarios.

De las propiedades de los asiáticos, las tumbas quisieron pasar a los lujosos almacenes del centro. Pero la Guardia Urbana los contuvo a balazos. Al amanecer, las bombas acudieron a apagar los incendios; el populacho hizo fuego sobre los salvadores y estos tuvieron que abandonar el material, arrastrando los cuerpos de cinco o seis compañeros heridos. Un carro fue incendiado triunfalmente.

Días más tarde, Lima vio pasar el fúnebre cortejo de tres bomberos.
En el Callao ocurrían cosas peores. Se salteaba en tierra y en el mar; a la vista de nuestra escuadra, habían sido quemados los buques y volados los cañones de las fortalezas. La Unión intentó escapar, pero frustrado el intento fue arrastrado hasta la playa, donde se le prendió fuego.

Muchos debieron creer que aquello era el fin de Lima; porque trataron de salir a toda costa, desafiando los peligros de la calle. El jefe de una casa de comercio inglesa, en la cual se asilaban ciento cincuenta personas, en su mayor parte señoras y niños, atribulado ya con la desesperación de todas, hizo poner un tren a medianoche, y escoltando con sus dependientes a la afligida caravana, logró llevarla a Ancón.

En la mañana del 17, el alcalde Torrico pidió al general Baquedano anticipara la hora de la ocupación, y así se hizo por los fueros de la humanidad; pero no tan pronto que no alcanzaran a mancharse las calles de la capital con nueva sangre.

Cerca de la estación de Chorrillos, a orillas de los rieles, una banda de negras despedazó a una muchacha chilena. La infeliz fue arrastrada con su hijo; pero el conductor de una máquina que pasaba, alcanzó a arrebatarlo de aquellas furias.

En la calle del Tigre, una poblada semejante asaltó la casa en que vivía otra mujer chilena. La sacaban ya a la calle, más muerta que viva, cuando los oficiales de la reserva, hermanos los dos, se interpusieron valientemente, escudándola con sus cuerpos. Uno corrió con ella al interior, en tanto que el otro cerraba la puerta; más, pagó con la vida su heroica acción.

Una bala atravesó los maderos de la puerta y el pecho del generoso joven.
La turba siguió en su tarea, empeñada en derribar la puerta; pero un italiano, corriéndose por los techos vecinos, disparó al aire varios tiros y enseguida gritó:
-¡Los chilenos!
Todos volaron.

Una hora más tarde, la banda del Atacama rompía con la Canción Nacional al poner el pie en la gran plaza de la Exposición, umbral de Lima.

Recuerdo imborrable en la memoria de los que fueron testigos y eterna honra del ejército que la efectuó, es y será la entrada de los vencedores a la ciudad vencida y entregada.

A no saberlo, nadie lo hubiera imaginado, porque nada le daba a la imponente y austera ceremonia aires de triunfal paseo.

Como lo he dicho en más de una ocasión, aquello parecía más bien la discreta visita de un doctor al cuarto de un enfermo delicado. Hubo hasta el empeño de evitar todo ruido desagradable.

La columna destinada a ocupar a Lima hizo alto para compaginarse en la plazuela de la Exposición.

Los soldados se sacudían el polvo del camino, que era también el polvo de los combates, como indicando que allí dejaban sus rencores y fierezas; se estrechaban las manos en silencio y se reían con los ojos.

El corneta del general tocó atención y enseguida marcha.

Uno de los cuerpos avanzó al compás del Himno Nacional.
«Al oír esas notas -he escrito en otra parte- que habían tocado diana en la tarde de todas las batallas, alegres como los días juveniles, queridas como el hogar, todos se irguieron cual si en los corazones hubiera resonado la voz de: ¡Viene Chile!; semejante al grito que electrizaba a los viejos soldados franceses: ¡el emperador!
Una ráfaga de orgullo besó todas las frentes, y hasta los caballos piafaron, como si esa música que comunicaba a los hombres tan generosa alegría, les llevara a ellos el perfume de la fresca alfalfa de los campos natales.
Pero un ayudante del general Saavedra llegó al galope, y se cambió la tocata.
Y fue tal vez lo mejor.
¡Quién sabe si un abrazo de hermanos no rompe las filas en esa plaza que era el punto de cita de los sobrevivientes!»

Un grupo de cincuenta bomberos armados, hizo los honores a la división, presentando las armas.
Centenares de curiosos habían entrado por las bocacalles y se acercaban cautelosamente, después de cerciorarse de que no había peligro. Luego se llevaron un buen susto: una zamba borracha gritó a toda boca:
-¡Viva el Perú! ¡Mueran los chilenos!

Siguiose un pequeño tumulto entre los mirones. Los que no sabían si aquello era una señal, echaron a correr; otros daban excusas a los oficiales, hablando en aquel lenguaje no escuchado todavía por los nuestros:
-¡Excusen ustedes, señores! ¡Está mareadita!

Y viendo que nadie mataba a la negra, empezaron a elogiar su intrepidez.
-¡Mire usted que tal laya de morena, hombre!
-¡Qué disforzada!
-¡Catay la zamba!

El desfile continuó sin más contratiempos. A la cabeza iba el general Saavedra con su estado mayor; seguían tres baterías de campaña, la de tordillos de J. M. Ortúzar; la de mulatos de Guillermo Nieto, que le heredó del capitán Flores, y otra de caballos blancos, al mando de Santiago Frías. Después Buin, Zapadores, Bulnes, Carabineros de Yungay y Cazadores, cerrando la retaguardia.

La banda del regimiento N.º 1 de Artillería, no pudiendo tocar francamente la Canción Nacional, ejecutaba la marcha Adiós a los oficiales, composición del sargento director, y como era sobre temas de aquélla y de la Canción de Yungay, ya saltaban por aquí, ya por allá, las notas de la una y de la otra, sin lugar a reclamo; porque cuando el general volvía la cabeza, ya la banda iba tocando cosa muy distinta.
Carlos Wood, al frente de las baterías, llamaba mucho la atención de los curiosos. Sus patillas, rubias como sus galones, provocaban miradas de reojo, casi insultantes. Para todos era un mercenario.

Por fin, uno le gritó, no pudiendo contenerse:
-¡Alemán!
-¡Tu madre! -le respondió el comandante, por lo bajo; pero en tan buen español, que no le dejó lugar a dudas.
Las casas estaban cerradas; pero puede asegurarse que por cada rendija echaba llamas un brillante negro.
El general se detuvo en la plaza de Lima y las tropas desfilaron en su presencia, tomando enseguida el camino de sus cuarteles.
Eran las seis y diez minutos de la tarde.

El reloj de la casa municipal estaba parado en las tres y cinco. El frente del palacio de Gobierno se veía acribillado de balazos que se habían ido acumulando desde las más remotas sediciones, y en las torres de la Catedral sobresalían las vigas en que colgaron a los Gutiérrez.

Terminada la ceremonia, siguió el consiguiente habladero. Cada vecino llevó a su casa el parte de lo que había visto.
-¡Pero si son unas fieras! -dijo una voz melodiosa por entre los calados de una manta, y esta frase sumaba las impresiones de todos los que habían presenciado el majestuoso desfile de aquellos rotos que parecían tallados a golpe de hacha en el tronco de nuestros peumos y robles.
En esa parada, los soldados habían hecho gala de lucir todo su espíritu militar. Las mitades de infantería giraban como láminas de acero. Las piezas de campaña, brillando al sol como antiguos espejos venecianos, cuajadas de rotos tiesos, indiferentes y despreciativos, como si a Lima entraran todos los días; y arrastradas por troncos de caballos de un solo color en cada batería, caballos robustos y alegres cual si vinieran del potrero, más que de cosa real, hacían el efecto de un cuadro pintado con los más bellos colores de Meissonier.

Pero fue la caballería la que arrancó murmullos de asombro en peruanos y extranjeros. Los primeros sacaban la cuenta midiendo sus caballos de paso, jacarandosos y coquetos, con aquellas bestias que hacían temblar el suelo con sus cascos, y bien veían que los suyos podían pasar por debajo de la cola de los otros.

Después, la talla monumental de los jinetes, de una pieza con la montura como Bolívar en su estatua de la plaza de la Inquisición, soportando impasibles el rudo tranco de las bestias y más fuertes que éstas en su fiereza, porque a puño y espuela las hacían ovillo para conservar la línea o las metían de un estrellón en las compactas filas, cual si todos fueran de fierro, hombres y animales.

Luego aquellos espadones no vistos ni usados hasta entonces, que parecían requerir las manos de alguno de los siete pares de Francia, y la carabina en banderola y el lazo en la enjalma y la cacha del corvo asomada en la bota, todo eso antes de aturdir a la gente debió persuadirla de las ventajas de la paz que acababan de paladear, haciendo justicia al valor desgraciado de los hermanos que habían querido detener con sus cuerpos el torrente enfurecido de tales elementos.

En cuanto a los extranjeros, ellos habían visto naturalmente cuerpos de infantería y artillería que les impedían asombrarse de los nuestros, admirando, sin embargo, toda la planta europea de éstos; pero declaraban que la caballería podía ponerse con ventaja al lado de las mejores del mundo. No la conocían en el campo de batalla.

Casi con noche llegaron los artilleros a Santa Catalina, cuartel de Artillería y Museo de Armas de los peruanos.

Media hora antes había estado allí el M. J., un oficial y un corneta, empeñados en una colegialada que pudo haberles costado caro. No resignándose a perder la entrada a Lima, de un galope se largaron a la ciudad, recorrieron algunas calles, y, evitando de ser vistos, trataban de buscar salida al campo por otro punto.

En la plazuela de San Pedro divisaron a un pacífico transeúnte; al estruendo de las armas y caballos, el caballero trató de refugiarse en alguna casa; pero todas estaban inhumanamente cerradas. Cuando lo alcanzaron los nuestros, se echó al suelo de rodillas:

-¡Estoy dado, señor! ¡No me maten!

Todavía creían que los chilenos no tenían otra gracia que degollar inocentes.

Al pasar por Santa Catalina, un piquete de tropa peruana salió a formar apresuradamente. Hubo que detenerse para no revelar los cuidados que tenían adentro. El jefe de la guardia se adelantó a decir que el cuartel estaba a la disposición del señor coronel.

-¡Está bien! -respondió el M. J.- Yo llevo órdenes de hacer avanzar la reserva, ¿cuál es el mismo más corto?

El oficial dio cortésmente indicaciones muy distintas de las del caballero arrodillado, por donde vinieron a ver que en Lima sería prudente no fiar ni en cojera de perro ni en llanto de mujer.

Poco más tarde llegaron las baterías, entraron al patio de armas y se formaron en cuadro, echando pie a tierra.

La banda entonó la introducción del Himno Nacional (otros dicen que la entonó toda, pero a media voz).

Oficiales y tropa se descubrieron con respeto, agitando quepis.

La bandera de Chile, la primera que se desplegó a los vientos de Lima, se alzaba majestuosamente en el asta de la fortaleza peruana.

Arreglado el servicio, los oficiales francos corrieron a la ciudad, como lo habían hecho los otros, en busca de mesas con manteles, de comida en platos y de vino en copas: de un desquite a los porotos, asados y pobrezas de la vida de campaña.

Al llegar al hotel Maury, de propiedad de don Manuel Lecaros, ayudante que fue de Bulnes, se encontraron con que don Isidoro Errázuriz y dos o tres más, eran ya viejos ocupantes de Lima, así como éstos supieron a su vez que otros estaban por ahí agazapados desde la misma noche de Miraflores.

Pero el honor de ser los primeros en pisar tierra de Lima el día 17, se hizo pagar en lo que valía.

Como a las once de la mañana llegaron los adelantados al palacio de la Exposición, se detuvieron buen rato, y, cansados de esperar a las tropas, se dijeron a Toma por todo, internándose en las calles. Su presencia en el hotel no pudo menos que llamar la atención, y, poco a poco, fue aumentando en actitud hostil el corrillo de curiosos que estimaban esa anticipada visita como provocación y desprecio.

La situación se hacía ya insostenible; más de una vez habían palpado sus revólveres, cuando sintieron el conocidísimo galope de un caballo chileno.

Con gran admiración de todos, un oficial chileno, espada en mano, recorría, sólo su alma, las calles de Lima.

En la puerta del hotel echó pie a tierra.

Era el teniente don Alonso Toro, enviado a reconocer el camino a la plaza.
Debiendo demorarse las tropas un poco más, los madrugantes juzgaron prudente agregarse a su inesperado salvador.

A las siete y media de la noche, estos viajeros cuasi perdidos y gran número de oficiales, se sentaban, por fin, a la mesa de un hotel.

El hambre, los brindis y el entusiasmo hicieron de aquella comida, muy modesta en sí misma, un banquete memorable, en el que Errázuriz pronunció uno de los discursos más bellos que haya salido de sus labios.

De aquel banquete todos conservaron como recuerdo y señal de los tiempos que atravesaban a Lima, un panecillo de los servicios en la mesa, con gran lujo.

Cabían de sobra en un bolsillo del chaleco.

A las nueve, cada mochuelo se corrió a su olivo y muy a tiempo que lo hicieron los oficiales de artillería, porque al llegar al cuartel, se encontraron con que la tropa sacaba apresuradamente el armamento, en son de ponerlo a salvo.

Los artilleros sacaban tan deprisa el armamento a la plaza del cuartel, porque se tuvo noticias de que el edificio estaba minado. Falso resultó el anuncio; pero eso no impidió que todos durmieran a la luz de las siempre pálidas estrellas de Lima, cuando se holgaban con otros presupuestos.

Y no fue éste el único accidente que turbó la tranquilidad de los artilleros. Pocas noches después, la mano de un bellaco desalmado le corrió candela, según la frase de allá, a un grupo de ranchos que por gravísima imprudencia se había permitido construir nada menos que casi pared de por medio con la santabárbara de fuerte.

El fuego prendió con gran facilidad en los materiales resecos de los ranchos y luego saltó a una ruma de cajones vacíos, fajina y otros desperdicios que, como de intento, estaban amontonados a inmediaciones de las murallas del polvorín.

Los artilleros tuvieron que batirse solos contra ese nuevo e inminente peligro, porque, retirados del centro como estaban, era inútil esperar socorro de los otros cuerpos, dada la enorme distancia que los separaba de ellos.

Por fortuna acertó a pasar una de las patrullas de caballería que rondaban la ciudad, y de los jinetes, parte corrió al centro en busca de una bomba que lograron arrastrar hasta el lugar amagado; parte se dirigió a las iglesias cercanas en demanda de que tocaran las esquilas, pero los curas y sacristanes, o no estaban esa noche donde debían, o se negaron redondamente, como los de San Pedro, a dar el permiso, alegando mil pretextos.

Tras de dos horas largas y angustiosas de valientes esfuerzos, se logró detener el incendio a cinco metros únicamente del inseguro recinto de la santabárbara.

Lima que, por fin lograba conciliar el sueño después de tantos insomnios, no se apercibió de lo que pasaba como si dijéramos debajo de su cama ni del gran servicio que a esas horas le prestaban sus enemigos, porque sin el heroico empeño de los oficiales y tropas de artillería, éstos y aquélla habrían de fijo volado en átomos por los aires.

La santabárbara encerraba en pólvora, bombas y dinamita mucho más de lo necesario para pulverizar dos veces a una ciudad como ella.

Los artilleros devoraron a solas y calladamente todas las angustias de esos terribles momentos.
En Santa Catalina fue rescatada la bandera del Rímac, que colgaba como el único trofeo de la guerra, en las salas del magnífico museo de armas instalado allí.

El 18, a las once de la mañana, pasó la división del coronel Lynch en dirección al Callao, divisando a la ciudad tan lejos, que al cabo de algún tiempo hubo de dárseles permiso a los cuerpos que no habían visto para que dieran una vuelta por ella, como quien da gracias a Dios, accediendo al justo clamoreo de los rotos que decían:
-¡Fuéramos a morir sin verla!

El 19, poco más o menos sobre la misma hora, llegó a Lima la división del coronel Lagos.

Advertíase en los peruanos y en todo el mundo una viva curiosidad por conocer más de cerca al guerrero de quien tantas cosas sabían por los relatos de su prensa, la que nunca dejó de agregar al nombre del coronel los dictados de asesino, chacal, ladrón, tigre sanguinario y otros del mismo tenor.
El que vio a Lagos una vez tuvo bastante para no olvidar jamás esa figura tan acentuada e imponente bajo sus arreos de combate, y si su suerte fue tanta que lograra divisarlo en el campo de Miraflores, el punto y hora más hermoso y culminante de su vida o en el desfile de sus tropas en la plaza de Lima, ese puede decir que vio al Caupolicán de las estrofas reales de Ercilla, embellecido y transformado en parte por las cultura de los tiempos.

Paró Lagos su caballo en un ángulo de la plaza, y ahí, como en acecho, severo el gesto, miraba desfilar a sus niños, encorvando sobre la silla, grande y gordo, espléndido como héroe de la leyenda de bravuras que cantaban sus hazañas.

Su fisonomía más que morena, tostada, destacábase admirablemente sobre el marco del poncho blanco que lo cubría.

Los peruanos lo miraban sin acercarse.
-¡Ése es! -decían como los niños medrosos a quienes se les descubre el misterioso cuco.
Y respiraban pensando en que era Saavedra quien gobernaba Lima.

Aquel desfile de la división Lagos, habría arrancado lágrimas en las calles de Chile. Se veían músicos con las armas con que habían peleado; heridos que no habían consentido en privarse de la entrada y que de allí fueron al hospital, muchos para no levantarse más. El concepción llevaba una bandera prendida en un coligue y el Santiago, el regimiento querido de Lagos, sus niños verdaderos, lucía una banderola de guías que era un trapo revolcado en tierra y sangre.

Los rotos del Santiago, al entrar a la plaza, no viendo al coronel, lo buscaban con los ojos, temerosos de que les hubiera faltado en ese gran momento; pero al descubrirlo en su medio escondite, se les reía la cara.

¡Ahí estaba!
¡Ahí estaba el león de todos esos leones del Santiago!

El mismo día entró también, pero de tapada, la banda de músicos de los Carabineros de Yungay. 

Respetando caballerescamente los sentimientos de esos pobres artistas, el comandante Bulnes no quiso que entraran a Lima, al frente de su regimiento.

Eran los músicos del escuadrón del coronel Sevilla que, en Manchay, cayó prisionero de capitán a paje en manos de las avanzadas de Curicó, brigada del coronel Barbosa.

El 20 ya estaba toda la familia en Lima.

A las tres de la tarde de ese mismo día, aniversario de Yungay, se izó por primera vez el pabellón chileno en el palacio de los Pizarros.

La guarnición de servicio y una banda de músicos le hicieron los honores debidos a la insignia de la patria. No podía meterse menos bulla en Lima.

Pero el ejército no ha querido, decía el diario chileno La Actualidad, cuyo primer número se publicó ese mismo día -no ha querido más fiesta que la íntima satisfacción del deber cumplido, viéndola flotar donde la han colocado sus esfuerzos.

A propósito de diarios, tras La Actualidad apareció un South Pacific Times, que pronto nos allanó todos los fueros. Dando cuenta de los últimos acontecimientos se expresaba así:
«Afortunadamente, podemos asegurar que Lima no ha participado de la suerte de las otras ciudades que, según se ha publicado, han sido saqueadas por el ejército chileno».


Pero que seguramente que éstas y otras impertinencias del tal Times no habrían determinado de su suerte si no se hubiera dado a concitarnos dificultades en el arreglo de nuestras negociaciones, sugiriendo a los peruanos vanas esperanzas.

El 28, la policía clausuró la imprenta y redujo a prisión a dos ciudadanos ingleses que se titulaban «periodistas y neutrales».

Se habrían olvidado de la ley marcial.

La crónica de la ocupación del Palacio de Gobierno y el correspondiente inventario de lo que en él se encontró, daría materia para grueso volumen.

Parece que las autoridades peruanas, al valor de Miraflores, no asentaron pie en él.

Todo estaba como para recibir a sus antiguos dueños, desde la cama del dictador.

Ni la correspondencia de privadas trapisondas escapó a la sorprendida curiosidad de los nuestros que por primera vez veían al amor anidado en la cueva de la política.

En un regio escritorio que había oído, sin duda, los más graves secretos de Estado se encontró una carta de Ella y la respuesta comenzaba de Él.

Poco después, está Du Barry destronada por la derrota y el tiempo -porque apenas le quedaban rastros de la espléndida hermosura que luciera en Santiago-, hubo de regar con amargas lágrimas, como todas las grandes queridas, las rosas marchitas de su pasada grandeza: fin inevitable de las reinas de mano izquierda.

Le fue infiel el ministro de sus negocios rosados, un magnífico rufián francés, enchapado de caballero, porque hasta la roseta de la Legión de Honor ostentaba en la solapa. Exigió la liquidación de sus honorarios en la hora de las desgracias, y como éstas fueran tantas y tan notorias, se le pidió que aguardara la vuelta del sol. Riéndose de esas lágrimas, todavía interesantes, apeló a un recurso digno de su oficio. Escribió un libro que era a la vez las historia de los amores secretos de N. y X. y la partida de caja de la negociación que había dirigido.

El libro estaba impreso; las ofertas de la víctima iban en aumento, cuando intervino el general Lynch, mandando destruir la edición. Era un libro inmoral, relacionado con la política y no se había solicitado su consentimiento para darlo a luz.

Otros papeles de importancia hallados en el palacio, sin salir del capítulo de las flaquezas, fueron, por ejemplo, los relativos al pago hecho por el gobierno del Perú, del vapor Isluga, apresado por la O'Higgins y que Estados Unidos, a usanza del francés, reclamaba como de su bandera.

Se encontró también un legajo de órdenes de pago a unos cuantos de los periodistas que en América, por puro amor a la razón y a la justicia, sostenían la causa santa del Perú contra el bandolerismo de Chile.

Una de ellas, de las más gordas, era favor de aquel jesuita laico a quién José Antonio Soffia, calándolo proféticamente, le dijo en su inmoral soneto:

«Escampa ¡oh caro! Por piedad ¡escampa!
Ya es tiempo que a tu tierra, a buscar mandes
el potro enamorado de la pampa:
Móntate en él y a la Argentina vete.
Dejando en la epidermis de los Andes
el huevo adicional de tu cachete».


La hazaña de un soldado del Santiago hizo olvidar por un rato estas miserias. Estaba el soldado de centinela a la puerta de su cuartel, cuando una poblada de gente pasó despavorida, dando gritos: ¡El toro! ¡el toro!

En efecto, un levantado bicho de Bujama, apareció en la calle, suelto y furioso. El pantalón rojo del soldado le toreó la vista y como una flecha se lanzó sobre él.

El toro no se movió. Apoyó en la boca del umbral la culata del rifle y el toro se atravesó en el yatagán por su propio impulso.

Este chascarrillo y otros semejantes, que comenzaron a divulgarse, contribuían no poco a aumentar el prestigio de hombría de los recién llegados.

Haciéndose cruces, contaban los peruanos el saludo que dos oficiales chilenos se habían hecho en la calle de Mercaderes, al encontrarse por primera vez después de las batallas.

Ambos iban a caballo y ambos eran, sin duda tal vez, las dos tallas más corpulentas del ejército.

Se encontraron de frente y al divisarse uno vio que el otro le abría las piernas a su caballo, como dicen en su jerga los jinetes y a su vez hizo lo mismo.

Los dos caballos partieron de salto, chocaron pecho contra pecho, bufando. Los espectadores, atónitos, creyendo se trataba de un duelo a muerte, esperaban que aquellos hombres concluyeran de matarse a sablazos, allí mismo, cuando, desenredados de los estribos, los vieron avanzar tranquilamente a darse la mano y preguntarse con gran efusión:
-¡Qué era de tu vida!

La fantasía popular, exagerando esos lances que en un santiamén daban la vuelta a la ciudad, luego tocó en los límites de la fábula, como se verá por este caso:

Dos mozos chilenos visitaban desde los primeros días a una familia inglesa, cuya abuela era peruana.
Una noche, estando ellos presentes, entró la señora al salón, santiguándose de espanto.

Venía de la iglesia donde otra comadre de sus años, al hablarle de los chilenos, le contó que ella había visto tropezar a un roto en la calle y sacar con los tacones de la bota tres peladillas del empedrado.
Las niñas no tenían parte en el cuento de la abuela, señora a quien sus años la excusaban de tomar en cuenta a las visitas. Pero otras, las limeñas puras, se valían de tretas más ingeniosas para desahogarse por boca ajena, cuando fuerza mayor las obligaba a recibir chilenos en su casa.

¡Estaban tan frescos los recuerdos!

Una linda señora, esposa de cierto extranjero, tuvo, por los negocios de su marido, que recibir las visitas de un personaje de la ocupación.
-Bueno -dijo ella, con la picante zalamería indígena-. Bueno; está en su casa; usted vendrá cuando le plazca; pero como no es posible que mis niños sepan que usted es chileno, usted me permitirá la mentirilla de pasarlo por ecuatoriano.

-Señora -respondió el otro, encantado ya por la franqueza-, puede usted decir que soy japonés.

Y desde la fecha del convenio, no concluyó visita sin que la astuta limeña, detrás de la trinchera de sus niños, dejara de apedrearlo con todos los díceres que hablaban mal de los nuestros; porque aquellos niños, con la maravillosa precocidad de la tierra, hablaban de Chile como un folleto escrito por el matrimonio de aquel don Lucas, del cual se dijo entonces que él con la pluma y la señora con el tintero, se ganaban muy bien la vida, cual organistas saboyardos, cantando de pueblo en pueblo, injurias contra Chile.

Uno de los díceres que refería la señora era que en los salones llamaban al Palacio el Hotel Chile...
Pero esto pasaban únicamente de puerta adentro, porque el duelo de la ciudad estaba en todo el rigor de los primeros días.

Dar idea del aspecto de Lima en esos primeros días, no es empresa fácil; pero quién haya visto una casa en la que acaba de fallecer el jefe de ella, su alegría, sostén, orgullo y única esperanza, podrá acercarse en algo a la realidad. La gran coqueta juraba como las viudas jóvenes que su dolor sería eterno, y aun como las viudas de la India, hablaba de arrojarse a la hoguera de su señor.

Ya que no le era posible negar a los vencedores el agua y la sal, le negó la palabra y su presencia, y si aquello no fue eterno, es porque Dios ha permitido que nada sea eterno en el corazón humano, especialmente en el corazón de las mujeres; pero la terquedad oficial, los efectos públicos de aquella excomunión femenina, duraron hasta el último instante, salvo excepciones que comprueban la generalidad de la regla.

Comenzaron por atracarse dentro de sus casas. No salían ni a misa. Los templos abrían sus puertas por momentos; el comercio también estaba cerrado. No corrían carruajes ni se tocaban campanas.

Reinaba un silencio de campo santo, sin más ecos que el de nuestras propias voces y pisadas. ¿Cómo era posible tanta taima y resistencia? Al fin se supo que la mayor parte de las casas estaban deshabitadas desde los desórdenes de los días anteriores. Algunas familias permanecían en las legaciones, otras a bordo o en el campo neutral de Ancón. Y así debía ser, porque habiendo ido a ese puerto el mismo Vergara, al segundo día de la entrada, con objeto de tranquilizarlas y poner fin a las pesadumbres que estaban sufriendo, no menos de quinientas personas regresaron a sus hogares en el mismo tren que llevó al Ministro.

En Ancón habían comido los víveres que desembarcaron los buques, y para muchas no hubo más abrigo y reparo que las lonas que los marinos ingleses facilitaron para tiendas, casi paradisíacas, por la sencillez de los usos que se vieron.

Como se comprende también en muchas casas lloraban, junto con la desgracia nacional, ya la muerte de un padre, de un esposo o de un hermano, cuando no la prisión de otros.

Para mayor tribulación, nadie sabía tampoco la suerte que había de alumbrarle la luz del siguiente día.
Sobre todo esto, inmediatamente, la miseria pública de larga data en verdad; pero nunca con expectativas más negras que a la sazón. Los sueldos, negocios, pensiones y gajes del Estado, sustentaban a la mayor parte de las familias; las necesidades de la guerra habían dejado en un hilo delgado esa corriente que fuera tan caudalosa en otros tiempos; pero siempre pasaba algo; mas, de la noche a la mañana, la ocupación dejó el cauce en seco.

Sin que me violente en pintar el horror de la verdad, cualquiera puede medir las consecuencias de un cataclismo como aquél y pensar en lo que sería de Santiago si de un día a otro dijera el fisco: no hay un centavo para nadie; cesan en sus servicios el militar, el civil y el religioso. Las viudas se comieran sus lágrimas.

Agréguese a esto que el valor de los billetes, única moneda en manos del pueblo, se convertía en humo y desengaños. Los comerciantes, midiendo su rápida depreciación, se negaban a recibirlos y conminados a ello con multa o prisión por un bando de Torrico, algunos prefirieron sufrir la condena, y, al último, todos acordaron clausurar sus tiendas. Así estaban cuando entramos.

Gente que se daba cuenta de los alcances de esa profunda perturbación económica y que, además, se tenía por conocedora de la sociedad peruana, decía en tono sentencioso: Aguarden ustedes, si hoy no, mañana sí, veremos que el hambre abre esas puertas cerradas y abate la soberbia femenina y las madres saldrán a las calles a vender a sus hijas, etc.

Pero siendo exactos y evidentes los datos del problema, falló, sin embargo, la solución y mintieron los falsos profetas porque Lima, en los círculos que con justicia pueden reclamar su representación social, supo resistir a todos los golpes de su destino con una entereza que tenía mucho de romana.

Cierto que en las calles se vendían joyas por cualquier nada; cierto que brotaban enjambres de ropavejeros; cierto que dudosos personajes hicieron que en algunas mañanas parecía no salir un humo por las chimeneas de los hogares peruanos; pero de aquellas profecías el que llegó a ver algo fue de la pinta y calidad de lo que, noche anoche, se ve en Santiago en las vecindades de cualquier zahúrda del celeste Imperio.

No se puede poner la mano al fuego en asuntos que tienen toda la extensión de la fragilidad; pero lo dicho corresponde a la faz pública de las cosas.

El Cuartel General resolvió intervenir enérgicamente para remediar, en lo posible, esa violenta y peligrosa situación. Por intermedio del alcalde Torrico se provocó una reunión de comerciantes y en ella se adoptaron dos acuerdos salvadores: abrir las tiendas desde el día veinticuatro y recibir los incas papel por diez soles billetes y cada uno de éstos, por diez centavos de peso fuerte.

Esas medida daban a Piérola recursos para prolongar sus fantasías a lo Pelayo, toda vez que él era el fabricante de los incas; pero el temor del mal que un hombre causaría con esos billetes no podía cristianamente prevalecer ante la consideración de salvar del hambre a toda una población. Pues la gente con billetes a puñados no tenía para comprar un pan.

La apertura de la aduana del Callao; la llegada de buques chilenos con frutos del país; los ferrocarriles y telégrafos en movimiento; las tiendas abiertas y el incansable trajinar de los nuestros, mejoraron visiblemente el aspecto de Lima.

Poco a poco fueron también desapareciendo de las casas las banderas y escudos extranjeros y todas las tardes, desde el obscurecer, se veían llegar familias enlutadas que tornaban a sus casas, escoltadas por sus negros.

Luego aparecieron los carruajes y con una tarifa tan módica que permitía a los soldados pasear largas horas en cupé; pero esta dicha duró poco, porque nuestras autoridades, obrando en justicia, permitieron subir los precios. Por falta de caballos requisados para la guerra, no fue posible entonces restablecer la carrera de tranvías.

Se atendió el aseo de la ciudad que estaba en un estado miserable de abandono, destruyendo basurales legendarios que le formaban un cerco malsano; se aseguraron desde el primer día los servicios de gas y del agua potable, haciendo responsables de ellos a sus administradores; se despejó el mercado de los chinos que llenaban las calles adyacentes con cocinas y baratijas en términos de no dejar pasar a nadie y, cosa curiosa, nuestras autoridades hicieron sacar entonces de la plaza de Lima los mingitorios que años después han venido a poner en la de Santiago, como si hubiera descubierto una razón para que tales cosas se hagan en las playas y paseos y no en parte más recatada.

Se dejó también a los peruanos la guardia y cuidado de la Penitenciaría, después de revisar las sentencias de algunos chilenos que en ella estaban. Se dio libertad a unos cuantos y entre ellos a una compatriota, de famosa hermosura, que purgaba allí la muerte que dio a su amante, y de la cual se dijo chuscamente, pero con visos de verdad, que había tenido dos hijos en la soledad de su prisión.

Como se ve, el enfermo mejoraba al ojo. Se veía renacer la vida lentamente. Los corrillos masculinos volvían a formarse en sus sitios acostumbrados. Si eran inevitables algunos lances y desagrados callejeros, también era imposible no se trabaran algunas relaciones entre vencedores y vencidos, dada la fina educación de éstos y el generoso olvido de los otros.

Fue el clero, periodista en su mayor parte, quien se mostró más recalcitrante a toda reconciliación, posponiendo los deberes de su ministerio al vano alarde de un rencor mujeril.

Las iglesias habían comenzado por no abrir sus puertas; y los frailes, en plena huelga mundana, pululaban por las calles en trajes de todos colores. Se veían frailes blancos, negros, café con leche, azul marino y otros con los tintes indefinibles que da la muerte. Los soldados de la derrota no mostraban mayor miseria que la que hedía en los hábitos de la sagrada milicia.

Habían sido licenciados y se les daba un sol papel al día, con la obligación de presentarse una hora en sus conventos.

El cabildo metropolitano llevó las cosas más adelante. El capellán Fontecilla, comisionado por el Cuartel General, solicitó la Iglesia catedral para celebrar en ella unas honras en memoria de los chilenos muertos en las batallas.

En sesión capitular, presidida por el Ilmo. Obispo de Lima, se tomó en seria consideración el pedido, decía la respuesta a la nota de nuestro capellán, y se acordó unánimemente que no era posible acceder por graves motivos a la solicitud de US., en la forma de un consentimiento voluntario del venerable cabildo para el uso de la Iglesia catedral con el objeto indicado.

Pero las honras tuvieron lugar, asistiendo a ellas todas nuestras autoridades, una compañía de cada cuerpo del ejército con su banda de músicos. Don Salvador Donoso pronunció la oración fúnebre.
Fue una imponente y conmovedora ceremonia, sobre todo cuando apareció en la plaza el general en jefe y se le presentaron las armas y once bandas militares entonaron en coro la canción de Chile.

Al salir de la iglesia, dos grandes personajes, uno de ellos el almirante nada menos, se pusieron a los lados de Baquedano; pero el general adelantó cuatro pasos, restableciendo la distancia de ordenanza.

Aquellos honores eran para el general en jefe únicamente.

Después vino el primer socorro al ejército y la mar...

Se concedían adelantos a razón de 15 soles papel por cada peso chileno, de modo que cualquier roto andaba con sus trescientos o quinientos soles en el bolsillo o con más propiedad entre los dedos, porque no alcanzaron ni a guardarlos.

Para que se comprenda mejor la opulencia repentina de los nuestros, bastará decir que con 40 ó 50 de aquellos soles se pagaba el canon mensual de una casa bien decente, por manera que un capitán podía darse el lujo de costear a sus amigas cinco o seis viviendas, según el número de sus relaciones.

El carácter comadrero y generoso de nuestros militares, sirvió de barreno en muchas puertas cerradas del medio pelo, que era cuanto habían menester por el momento; pues nadie iba para etiquetas y señoríos.

Del mundo galante no hay para que hablar. Las traviatas de París habían dado el ejemplo de ir a Versalles a practicar alemán. Aquí todos hablaban la misma lengua y la reconciliación tuvo este tropiezo de menos.

A la más famosa de estas damas le preguntaron unos paisanos, en son de reproche a la amistad que toda la congregación manifestaba por los nuestros:
-Dinos, Rosaura, ¿cuántos chilenos te han hecho el amor?
-¡Todos los que ustedes dejaron pasar! -respondió ella.

Esta dama pasó a la historia, porque dio margen a una de las primeras causas de que conoció el tribunal militar.

Navegaba a todo trapo en los mares del amor, cuando conoció a un infeliz que se casó con ella. Este desgraciado era diputado al Congreso nada menos. Ella plegó sus velas y echó el ancla del arrepentimiento en las aguas tranquilas del matrimonio.

A la llegada del ejército, cuidaba seriamente a los heridos entre las grandes señoras que se habían impuesto esa piadosa tarea.

Pero un día, pasando por el puente de Balta, se encontró con un joven alférez de artillería, y como el puente de Balta no es el camino de Damasco, ella tropezó; pero al revés de San Pablo...

El marido abandonado reclamó el amparo del tribunal militar para hacer volver a su casa a esa Magdalena arrepentida de haberse arrepentido un momento.

Citados a comparendo, la acusada hizo por ella y por todas las descarriadas el más brillante alegato.
Alegó circunstancias desconocidas al tiempo de contraer matrimonio: entonces no había en Lima alférez de la artillería chilena.

Si después se veían tantos y con bigotes tan rubios y ojos tan azules, ella no tenía la culpa.

Calculen ustedes por esta pequeña muestra si los niños en Lima estarían como los peces en el mar.

Y con vergüenza de haber robado al interés del público tantas columnas de La Libertad, pongo aquí punto final, cortando de una vez el hilo de este ovillo inagotable: ¡Lima!


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Riquelme, Daniel. "Cuentos de la guerra y otras páginas" Santiago, 1931

Saludos
Jonatan Saona

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