19 de enero de 2021

El primer reservista herido

Federico Elguera
El primer reservista herido
por Federico Elguera 

Pocos días después de acuartelada la Reserva, se dispuso que saliera de Lima.

Unas divisiones se mandaron á los reductos de Miraflores; otras se acantonaron en Vásquez y las demás se distribuyeron en el camino entre la capital y Ancón.

El cuerpo en que yo militaba, tuvo de cuartel una sección del colegio de los Jesuitas, la misma en que funciona actualmente, la Escuela Taller Santa Rosa, por la calle de la Cascarilla.

Estando allí, se armó al batallón, de fusiles Remington calibre 38, de manejo fácil, pero con el que no se practicó ningún ejercicio ni se hizo un sólo tiro.

Así se explica que hubiera acontecido lo que refiere Federico Blume, en su artículo “Tampoco entraban” ’y que no se hubiera descubierto, antes de salir al campamento, que las cápsulas que teníamos, eran de distinto calibre al de los rifles.

Dos días después de estar acuartelados, recibimos orden de alistarnos y salir.

El batallón se puso en marcha hacia la Plaza de Armas, donde llegó casi al mismo tiempo, que los otros cuerpos que componían nuestra división, y uno de los cuales, el número 18, mandado por el doctor Ricardo Ortiz de Zevallos, se formaba de estudiantes y jóvenes distinguidos.

A las seis de la tarde, aproximadamente, se dió nueva orden de marcha y nos encaminamos á la estación de los Desamparados. Allí nos esperaba un convoy del ferrocarril, para trasladarnos por la vía de Ancón, al paradero de Tambo Inga.

Al bajar del tren, la obscuridad era completa y sólo se distinguía, á la distancia, una fogata, consolador anuncio de que se nos estaba preparando un apetitoso rancho.

Casi á gatas, llegamos al potrero en que debíamos acampar y en el que se encerró á la tropa, dentro de un cuadro formado por centinelas.

No bien hicimos alto, se inició un combate horrible, con las legiones de hormigas que invadían el terreno recientemente regado.

Se dió una hora más tarde la señal de “rancho” y recibió cada unidad, sin distinción de grado ni de clase, un pan, llamado torpedo, no sé si por su forma ó por la explosión que hacía al penetrar en el estómago.

Después del reparto de pan, se llenaron las vasijas individuales, con dos masas quemadas que debían ser de arroz una y de frijoles la otra.

El hambre que experimentaban todos, llegaba en mí á la más alta potencia, estimulado por la disentería implacable que adquirí en los ejercicios y que ninguna medicina había, hasta entonces, podido mejorar.

Engullimos, pues, con voracidad y sin repugnancia, la cena frugal, á la que agregamos unos tragos de agua de la acequia y nos acomodamos en el suelo, para entregarnos más que á Morfeo, á las picaduras de las virulentas hormigas.

A la doce de la noche, me tocó entrar en guardia y eran tales mi agotamiento, mi debilidad y mi sueño, que al hacer el recorrido entre los centinelas, me caía desplomado y tenía el sargento que iba conmigo, que levantarme y sostenerme.

Ese sargento era el mismo Mariano Barrera, á quien alude Blume en su artículo sobre "Los Zuavos".

Cada vez que me desplomaba, Barrera me creía muerto y me decía:

-¡Niño! ¡Levántese usted! y tomándome de los sobacos, volvía á ponerme en pie.

Esa noche, inolvidable para mi, fué la misma en que se me presentó Blume, para darme aviso, de que las cápsulas que tenía la tropa, no entraban en las recámaras de los rifles.

Hice la comprobación en los fusiles de algunos soldados de mi guardia y obtuve el mismo desastroso resultado.

si esa noche, ó en las primeras horas del día siguiente, nos hubiera atacado el enemigo, habríamos tenido que entregarnos á él, corno nos habíamos, entregado ya á las hormigas.

A consecuencia de los partes que Blume y yo, dimos á nuestros superiores, se nos cambiaron las municiones, dándosenos las que correspondían al calibre de nuestros fusiles.

Al segundo día de estar en el campamento, se destacaron grupos de avanzadas, para que custodiaran los alrededores.

Una de éstas perteneciente á mi compañía, al regresar en la mañana, se presentó cargando á un soldado herido.

En el primer momento, creímos todos que ese pelotón había tenido un combate con otro del enemigo y fuimos apresurados á su encuentro, para que nos comunicara lo ocurrido.

-¿Quién ha herido á este soldado! fué la pregunta, que todos dirigimos.

-Otro soldado, nos contestaron.

-¿Chileno?

-¡Qué chilenos! Ese soldado, que traemos amarrado.

No supe entonces, ni llegué á saber jamás, la causa de ese atentado incalificable y alevoso.

Se puso al criminal en cepo de campaña y ordenó el coronel Alarco que se trasladara al herido inmediatamente á Lima.

Se me confió esa comisión y la camilla con el herido, los soldados que la cargaban y yo, nos instalamos en un carro-bodega, del ferrocarril, que nos condujo á Lima.

La ciudad impresionaba. Por sus calles, sólo transitaban mujeres y niños y se sentía un ambiente de desolación, de temor y de tristeza.

A nuestro paso, los transeúntes poseídos de espanto, se nos aproximaban y nos acosaban á preguntas; creyendo que el cómbale con el enemigo se había iniciado.

Al fin, llegamos al Hospital de "Santa Sofía", y dejamos en una de sus silenciosas y solitarias salas, al primer herido.

Este tenía un brazo atravesado.

Los hospitales de sangre fueron en ese tiempo, más que hospitales, aserraderos de miembros humanos.

No era culpa de los cirujanos, ignorar los métodos, que sólo ahora, ha descubierto é implantado el doctor Carrol.

Las infecciones, la erisipela y la gangrena de hospital, invadían prontamente las heridas y hacían inevitable y urgente, la mutilación de los miembros como único recurso para defender la vida.

Al primer reservista herido, que llamaba Cueto; se le amputó el brazo y vivió.

Algunos, años más tarde fui elegido por la Municipalidad que presidía el general Canevaro, Inspector de Alamedas y Paseos y conseguí que se nombrara á Cueto, en su condición de inválido, guardián de plazas y jardines.

Diariamente me presentaba Cueto un parte escrito, en que anotaba las principales ocurrencias del paseo confiado á su custodia y de ellos recuerdo el más notable y original.

Decía así: "Señor Inspector. Anoche, A eso de las diez, cuando terminó la primera tanda del “Olimpo”, aparecieron en la Plazuela de San Sebastián gritando y haciendo mucha bulla, una partida de jóvenes bien vestidos que parecían decentes y se pusieron á saltar sobre una de las bancas de mármol del jardín, hasta que la rompieron, silbando la Gran Vía.”

Con datos tan certeros, inconfundibles é inequívocos, me pareció un deber coadyuvar á la acción de la justicia y ordené á Cueto, que trascribiera el parte al comisario de policía, para que inmediatamente capturara á los culpables.

Octubre de 1920.
FEDERICO ELGUERA


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Ilustración semanal peruana "Hogar". Lima, 19 de noviembre de 1920.

Saludos
Jonatan Saona

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