José Francisco Vergara |
Memorias de José Francisco Vergara sobre Pisagua
La victoria de Angamos nos obligó a activar nuestros movimientos, y por fin en octubre nos dimos a la mar para ir a desembarcar en Pisagua. Largas de contar son las peripecias de esta expedición que estuvo perdida por tres días en pleno océano, pero como sería nunca acabar si me pusiera a narrar historia, paso de largo sobre ellas y llego a Pisagua, donde desembarcamos el 2 de noviembre.
Sólo haré una excepción para referir una circunstancia singularísima. La noche del 31 de octubre, como a las dos de la mañana, sentí golpear la puerta de mi camarote, y como estaba despierto contesté en el acto: —¿Quién llama? —Compañero Vergara, me dice Sotomayor, cuya voz conocí inmediatamente, levántese y venga para acá. Me vestí precipitadamente y pasé a juntarme con Sotomayor que me esperaba como a diez pasos de mi puerta, sobresaltado por lo que podía ocurrir. —¿Qué hay?, le dije luego que estuve cerca de él. —Estamos perdidos, me contestó en voz baja; pero venga conmigo.
Lo seguí silencioso y pasamos como pudimos por sobre los cuerpos de los soldados hacinados sobre la cubierta del Amazonas, hasta llegar al aposento de Thomson, donde entramos y cerramos la puerta.
—¿Qué pasa?, volví a preguntar. —¡Amigo!, me dijo Sotomayor, todo está perdido y no nos queda otro recurso que volver a Antofagasta. Acabo de hacer el cálculo del agua que nos queda a bordo y resulta que no alcanza sino para un día o dos a lo sumo, y por consiguiente no podemos seguir adelante.
—¿Pero ha examinado bien los datos, no habrá algún error en sus cálculos?
—Desgraciadamente no, porque desde esta noche a las ocho, hora en que recibí el estado de los últimos buques, me he llevado haciendo la operación de varios modos y siempre he obtenido el mismo resultado. ¡No hay remedio!, esto ha fracasado y yo que tengo la responsabilidad tengo que cargar con las consecuencias. Me iré a Santiago y que venga sobre mí todo lo que quiera.
—Pero esto no puede hacerse, don Rafael, porque no basta que Ud. se declare el solo responsable y quiera echar sobre su cabeza todo el peso del fracaso; la opinión pública no se satisfará con su abnegación y sacrificio, sino que es seguro que no sabrá contenerse e irá hasta trastornar el régimen constitucional. No se disimule Ud. el peligro; el Gobierno actual no resiste a un contraste como éste. Tranquilicémonos un poco y veamos lo que se puede hacer, porque es preciso contar con que no se podrá mantener la subordinación en el ejército si volvemos a Antofagasta. Si hay agua para dos días, esto nos basta para llegar y desembarcar en lío, donde hay un río y algunos recursos. La playa es accesible y de fácil abordaje, de modo que en muy poco tiempo podemos poner el ejército en tierra, organizarlo bien, prepararnos despacio aprovechando la experiencia presente, y al cabo de doce o quince días emprender nuevamente la operación, bien sea hacia Pisagua u otro punto de Tarapacá, o sobre el ejército enemigo acantonado en Tacna. En Chile sólo el Gobierno sabe a donde vamos, y como no es desatinado este movimiento, tanto en Chile como en el Perú pasará desapercibido el chasco y probablemente contribuirá a desorientar a los enemigos y a obligarlos a cambiar su plan de defensa.
Cuando Sotomayor me oyó discurrir en este sentido abarcando todos los detalles de la operación para manifestarle lo hacedera que era, respiró con descanso, me dio un abrazo y me dijo:
—¡Nos hemos salvado! Mañana volveré a hacer medir el agua del Itata que debería tener 300 toneladas y que en el estado que he recibido apenas tiene un poco, y si realmente estamos tan escasos de este articulo como lo temo, nos vamos a lío y allí veremos cómo seguir adelante.
—¡Perfectamente! Lo que importa es pisar suelo peruano, que una vez en él la campaña está principiada y tardará en desembarazarse. Vámonos a dormir y déle descanso al ánimo.
Rectificada la medida de los estanques de los buques, resultó que no había la penuria que alarmó a Sotomayor y que podía operarse sobre Pisagua, como se hizo, tomándola el 2.
Al siguiente día desembarcamos con el general y recibí la primera impresión de los horrores de la guerra, porque nos encontramos en presencia de un cuadro verdaderamente infernal. La beodez, el incendio, la matanza, el pillaje y cuanto puede idearse de odioso estaba allí a nuestra vista con grande escándalo mío, porque no concebía cómo los jefes y oficiales toleraban tanta licencia. Luego vi que el general en jefe era impotente para remediar el desorden, no por falta de voluntad para hacerlo, sino por incapacidad para mandar.
Una o dos horas después de estar en tierra llegó aviso del coronel Arteaga que estaba al mando de la división que ocupaba el Hospicio o campamento boliviano, situado en la planicie sobre el puerto a mucha altura, que el general Prado al mando de 6.000 hombres había llegado a San Roberto, lugar distante solo tres o cuatro leguas del que ocupaba nuestra división. Mucha fue la alarma del general cuando supo esta noticia, pero no tomaba medida ninguna, y todo se le iba en dar órdenes y contraórdenes sin objeto ninguno.
Entonces le propuse irnos al campamento de Arteaga para averiguar más de cerca lo que hubiera sobre los enemigos, y que mandara ponerse en marcha con mismo destino a todos los batallones que desembarcaran o hubieran desembarcado ya. Aceptada la idea, nos pusimos en camino, deteniéndonos a cada rato para que el general les diera cigarritos a los soldados que íbamos alcanzando, pronunciándoles a la vez pequeños discursos llenos de frases patrióticas, y también de grandes tonteras.
Como a las cuatro de la tarde llegamos al Alto del Hospicio, donde había cerca de 3.000 hombres nuestros, pero donde no se tenía ninguna noticia positiva del enemigo, aunque se daba por un hecho que se encontraba próximo. Viendo que el general no daba importancia a esta incertidumbre y que se afanaba estérilmente por tener informes que no se había mandado buscar, le dije que era necesario practicar un reconocimiento para saber a qué atenernos sobre la tal división de Prado.
—¿Pero a quién mando, señor, me dijo, cuando no tengo un hombre montado de quien valerme, como Ud. lo ve? —Iré yo, general, si me lo permite, le contesté.
—¿Y cómo va solo, señor? —No habiendo tropa será preciso ir como se pueda, porque peor es que nos quedemos expuestos a una sorpresa. ¡Hasta luego, mi general! Y piqué espuelas a mi caballo y me dirigí hacia una extensa pampa que se extendía a nuestra retaguardia.
No tardé en oír la voz del general que llamaba a algunos ayudantes, los únicos que se veían montados. “¡Salga Dardignac, vaya con el señor secretario! ¡Sarratea!, ¡Sarratea!, acompañe al señor Vergara. ¡Jara!, siga Ud. también”. Al oír estas órdenes contuve un poco mi caballo y cinco minutos después salíamos cuatro hombres del campamento para penetrar en el territorio enemigo e ir a reconocer sus fuerzas.
La pálida luz de la tarde, el color subido de los cerros desnudos de vegetación, la extensa pampa sembrada de los despojos de los fugitivos, y un no sé qué en el aspecto de la atmósfera, infundían en el ánimo, junto con la emoción del peligro que se corría, un sentimiento romántico que le daba un vivo interés a la aventura.
Mis estudios topográficos principiaron a servirme y guiado sólo por ellos tomé sin desviarme la dirección conveniente, y hasta iba dando con los nombres de los lugares. Después de la pampa entramos en una cuesta de arena y en seguida en un estrecho desfiladero por donde pasa el ferrocarril. Los cortes eran elevadísimos, los cerros muy escarpados y agrestes, los túneles frecuentes y las huellas de los enemigos frescas y mareadas por las manchas de sangre, las armas rotas, las prendas de equipo y también los cadáveres. Marchábamos en los desfiladeros unos en pos de otros, a cierta distancia, pero cuando el suelo se abría, uno iba a cien pasos adelante, dos en los costados y yo al centro, habiendo llegado con estas precauciones al punto llamado San Roberto, a las ocho de la noche.
Las casas estaban abandonadas y no había más habitantes que unos perros cuyos aullidos lastimeros anunciaban la ausencia de los amos o el presentimiento de sus desgracias. Después de examinar los alrededores, de aplicar el oído por largo rato a los rieles para saber si más arriba había gente en movimiento, y de observar atentamente la comarca para ver, si se distinguía alguna luz que nos sirviera de indicio para conocer la presencia del enemigo, resolvimos volvernos seguros de que a dos o más leguas de allí no había tropas, y por consiguiente que nuestras fuerzas no podían ser sorprendidas esa noche. Como a las once llegamos a nuestro campamento a dar parte del reconocimiento, y no fue poca la admiración de Escala por este servicio que para mí era tan natural, y que sin embargo para él parecía casi increíble, porque no le entraba en la cabeza que un hombre sin necesidad y sin recibir sueldo se expusiera a correr riesgos.
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Vergara, José Francisco. "Memorias" recopilado por Fernando Ruz Trujillo.
Saludos
Jonatan Saona
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