20 de noviembre de 2024

Vergara sobre Dolores

José F. Vergara
La batalla de Dolores o San Francisco según las Memorias de José Francisco Vergara.

Sería pasada la una de la mañana cuando recordé, al ruido de una voz que preguntaba por mí, a un centinela que estaba cerca de la carpa donde me había refugiado a dormir.
Puse atención, y cuando oí mi nombre contesté: 
—“Aquí estoy, ¿quién me busca?” 
—“¡El capitán Gana, señor!”, me contestó este oficial del Estado Mayor General. 
—“¡Adelante! —le dije—, ¿qué es lo que hay?”. 
—“Señor, vengo a pedirle que haga un último esfuerzo para evitarnos la derrota que nos amenaza. Se sabe que el enemigo viene avanzando y el coronel Sotomayor sigue escalonando los cuerpos y desbaratando la división. Acaba de dar la orden de que el Buin se ponga en marcha sin saber bien a dónde va a ir, sino a colocarse a lo largo del ferrocarril donde puede ser envuelto por el enemigo que puede amanecer casi sobre él”.

—“Pero, hombre, yo he hecho cuanto es posible y ya no me queda sino darme de balazos con Sotomayor. Es inútil cuanto se le diga, porque tiene la obstinación de la ignorancia y de la presunción, pues está creyendo que de este modo va a cortar el paso al ejército que avanza”. 
—“Sin embargo, señor, haga otra tentativa, quién sabe si consigue algo. Hágale este sacrificio a la patria y hágalo por lo que más quiera.

Me habló este joven con tanta instancia y persuasión que al fin me decidí a ir a ver si se podía hacer algo. Monté a caballo y me dirigí al alojamiento de Sotomayor. Cuando llegué lo saludé muy afablemente y le pregunté por las nuevas noticias que hubiera tenido. Me comunicó los últimos partes de las avanzadas, y luego le pregunté si persistía en diseminar la división, enviándola fraccionada al encuentro del enemigo. Me contestó que había dado orden para que el Buin fuera a reforzar al 4° y al Atacama y que con esa tropa consideraba que había bastante para hacer frente por el momento.

Procuré muy tranquilamente disuadirlo de este plan y después de oírme un rato me dijo:
—“Yo sé lo que hago. Tengo que evitar que el enemigo se me pase por la espalda”. 
—“Hombre, no sabes lo que haces, porque con estas medidas no evitas nada, sino que nos pierdes. Mira bien que en tus manos está hoy la suerte de Chile y que si por tu causa vamos a sufrir una derrota, tu nombre será execrado durante cien generaciones. No habrá nacido en nuestro suelo un hombre más odiado que tú y, si no mueres con nosotros, no tardarás en morir agobiado por el oprobio y el desprecio universal que pesará sobre ti: te matará la vergüenza".

Le hablé con tanta vehemencia, con un tono tan firme de convicción y seguridad, que al fin, tomando un aire familiar, me dijo: 
—“¿Y tú conoces bien el cerro?” 
—“Sí —le dije—; caben en su planicie más de doce mil hombres, puede subirse la artillería y la caballería puede hacer sus movimientos con entera libertad. Te advertiré que ésta no es sólo opinión mía, sino de todos los que han estado arriba. No traigas a este respecto temor ni duda alguna, y estando allí, si el enemigo quiere avanzar al sur tiene que tomar el camino del poniente, donde podemos encerrarlo con la división de Pisagua y obligarlo a batirse en la derecha, lo atacamos de flanco y por retaguardia y así no es difícil desbaratarlo, y como nuestro frente es casi inaccesible o muy fácil de defender por las calicheras que lo cubren, y por la izquierda tenemos el enorme salar que es intransitable, no le queda otro recurso que retroceder o empeñar batalla en las condiciones más desventajosas que podía buscar”. 
—“Bueno, pues, hombre, voy a seguir tu opinión.”

En el acto dio orden para que el Buin y Navales, cuyos jefes estaban allí, se dirigieran sobre el cerro de San Francisco y regresaran al mismo punto el 4°, Atacama y artillería de Salvo. Contentísimo con este resultado, principié yo mismo a llevar órdenes y a hacer volar los ayudantes en todas direcciones para que el movimiento de concentración se hiciera simultáneamente y no hubiera tiempo de cambiar de resolución.

Poco antes de las cuatro de la mañana la atmósfera se despejó por un momento y los astros que tienen una nitidez y un brillo singular en esos desiertos, irradiaban sus débiles rayos de luz sobre los rostros taciturnos y atezados de nuestros soldados. Las filas se movían pausada y silenciosamente, llevando tal vez cada hombre en el fondo de su corazón la zozobra que se siente cuando se ve acercarse el peligro.

Por mi parte procuré multiplicarme por diez para dar órdenes, ir a enseñar los caminos, a buscar a los que estaban lejos y animar y empujar el movimiento general hacia las excelentes y salvadoras posiciones del cerro de San Francisco. En esta tarea me encontré secundado admirablemente por dos jóvenes ayudantes del Estado Mayor, los capitanes Emilio Gana y Javier Zelaya. Como nos encontrábamos en una situación crítica y singularísima, estos oficiales me exhortaban a que tomara la iniciativa en las disposiciones que había que adoptar y me decían que ellos correrían con todo el riesgo y la responsabilidad de las órdenes que trasmitiera como recibidas del jefe del Estado Mayor. Aunque al principio me resistía a esta usurpación que podía causarnos mucho desorden, cuando vi que Sotomayor se quedaba muy tranquilo en la oficina telegráfica y nada hacía, principiamos con los ayudantes nombrados a poner en movimiento artillería, caballería y demás cuerpos que esperaban lo que iban a hacer.

Aprovechándome de la comisión dada por Sotomayor a Arístides Martínez para colocar los cuerpos, tomaba oportunamente el nombre de éste para hacer subir por los caminos más cortos a los batallones que iban atrasados o tomar otras medidas necesarias, cuidando de ir o mandar a cada momento a darle cuenta a Sotomayor de lo que se hacía para que lo supiera y lo aceptara como cosa suya, conociendo su inclinación a recibir las cosas hechas.

Al alba ya estaban en la cima del cerro el Buin y los Navales, y los demás cuerpos trepaban por los senderos de sus faldas. Los semblantes demudados por la trasnochada, por las impresiones y por el frío del amanecer, no prometían resoluciones heroicas; pero cuando el sol principió a disipar la helada bruma y se principió a ver bien, casi formada la línea de batalla, ya principiaron a animarse las fisonomías y no tardaron en asomar en todas partes la confianza y la alegría.

Serían las seis de la mañana cuando principiamos a distinguir el ejército enemigo, que avanzaba hacia nosotros con sus cuadros bien formados y ocupando una grande extensión. Media hora después oíamos sus bandas de música que tocaban aires marciales, sus clamorosos alardeos que parecían responder a las arengas de sus jefes, y ese rumor confuso y difícil de describir que acompaña siempre a las muchedumbres en movimiento. Como a tres kilómetros de nuestra posición hicieron alto y principió para nosotros un curioso espectáculo, porque ninguno de los que nos encontrábamos allí había visto un ejército apercibiéndose para combatir.

A las siete o siete y media llegó Sotomayor con poncho amarillo de guanaco, sombrero del Indostán y una corbata larga gris que le cubría casi hasta los ojos. Más parecía arreador de ganado que jefe de un ejército que iba a entrar en pelea. Anduvo un poco recorriendo la línea, se entretuvo como una hora o más en ver con los anteojos el ejército contrario, y después de hacer reír con algunos chistes se volvió a la oficina telegráfica donde estaba alojado, como a una legua del punto que ahora ocupábamos, diciendo que la batalla no era hasta el día siguiente.

Las cosas permanecieron en el mismo estado, observándonos mutuamente y haciéndose en nuestras filas muchos comentarios sobre la orden que se había dado de no hacer fuego, aunque el enemigo estaba al alcance de nuestra artillería, hasta cerca de las doce del día. A esa hora principiaron los aliados un movimiento ofensivo que fue la señal de un fuego general que sorprendió mucho a Sotomayor, que estaba en la aguada de Dolores, en su alojamiento de la oficina telegráfica, como a una legua de las posiciones que ocupábamos.

Para el fin de estos apuntes no tiene objeto una relación de este combate de San Francisco que entre nosotros se ha llamado batalla de Dolores, aunque merece la pena que se le relate con fiel minuciosidad porque tiene mucho de curioso. Fue una especie de drama chino cuya acción se prolonga indefinidamente y cuyo desenlace se viene a conocer sólo por la ausencia de los actores. Como estoy considerando los sucesos bajo el punto de vista exclusivamente propio y por lo que han tenido relación con la parte personal que he tomado en ellos, paso por alto lo que los otros hicieron, que no fue mucho, no por falta de voluntad, sino porque no los dejaron hacer. Frecuentemente oía decir a los soldados, sentados o tendidos en sus filas, consumidos por la impaciencia:

“¿A qué hora nos mandarán bajar; qué hacemos aquí cuando los cholos se están yendo; para qué nos habrán traído a mirar?” Y muchos jefes y oficiales que me veían afanoso ir de una parte a otra me pedían que persuadiera a Sotomayor de la oportunidad de tomar la ofensiva, aprovechando para nuestras guerrillas las asperezas del terreno que teníamos a nuestros pies, que se prestaba admirablemente para este objeto. Pero a Sotomayor se le había metido en el magín la idea de que la batalla iba a tener lugar al día siguiente y que las tentativas de avance y de ataque de los peruanos eran simuladas para reconocer nuestras fuerzas.

Por mi parte hice cuanto pude para disuadirlo de este error, y sólo en la tarde, cuando llegó el general Escala precedido del estandarte de la Virgen del Carmen conducido por el fraile Madariaga, jinete en un caballo rabioso y rabón que trotaba corto atravesándose y tascando el freno, enjaezado con montura redonda al estilo cuadrino, sólo entonces, cediendo a nuevas insistencias mías, se dio orden de que el Buin y otro cuerpo bajaran por nuestra derecha para amagar al enemigo por el flanco.

El pobre general, muerto de fatiga y de calor, trasnochado y confundido con los acontecimientos, parecía más ajeno que nunca a su deber de depositario de los destinos de su país, y no brotándole ni una idea de su inconsistente y blando cerebro, espera del milagro lo que debía y podía ser obra de nuestro esfuerzo. Lleno de fe y de candor me dijo con un tono cariñoso y entusiasta: "Aquí tiene, señor secretario, la que nos ha de dar el triunfo, aunque Ud. no crea en ella", mostrándome al mismo tiempo el sagrado lábaro.
— “El triunfo será nuestro, mi general, si arremetemos luego y con vigor al enemigo. Lo deberemos más a nuestro valor y bayonetas que a lo que pueda hacer por nosotros esta buena imagen, que no está muy bien entre el humo y el polvo de la pelea. Principiemos a pegar fuerte y en una hora hemos dado cuenta de los peruanos.” 

Me contestó algunas palabras amistosas que me hicieron mirar con indulgencia y con sentimiento benévolo su falta de conocimiento de lo que tenía entre manos, y le pedí encarecidamente que me permitiera llevar un ataque, con el Buines y otras tropas que acababan de llegar de refuerzo, sobre un edificio que estaba sirviendo de concentración a las fuerzas enemigas. Después de un momento de vacilación me autorizó para hacer lo que le proponía y partí a galope, acompañado de Arístides Martínez y de Zelaya.

Media hora después, cuando el sol declinaba y principiaba ese tinte indeciso de la luz de la tarde, marchábamos por el pie del cerro con dirección a la oficina del Porvenir con una columna como de 1.500 hombres de infantería, compuesta del 3.° de línea y del Bulnes.

Al asomar a la pampa desplegamos este último cuerpo en guerrillas y cuando principiamos a avanzar vimos a Sotomayor que venía por el mismo camino y seguía adelante con la mayor soltura de cuerpo y sin decir esta boca es mía. Yo creí que las tropas que habían bajado por nuestra derecha, es decir, el extremo opuesto de donde nos encontrábamos, habían tomado la posición que íbamos a atacar y que él se dirigía a ese punto para dirigir la persecución.

Sin embargo, continuamos avanzando con cautela y en guerrillas, y apenas habíamos andado cien pasos cuando una tempestad de balas de cañón y de fusil se descargó sobre nosotros. La tropa se sobrecogió en el primer instante, pero luego se recobró y rompió también sus fuegos, siguiendo acortando la distancia que nos separaba de las posiciones enemigas, que sería cosa de medio kilómetro.

Este súbito tiroteo sorprendió a Sotomayor, que por nada no recibe a quemarropa las descargas peruanas, obligándolo a volver a todo escape hacia donde nos encontrábamos.  Entonces dio orden de retroceder y nuestra tentativa se frustró por completo, perdiéndose en el vacío del disgusto un generoso entusiasmo que pudo talvez haber hecho algo de bueno para la patria. En los sucesos humanos hay siempre una multitud de hechos incidentales, intermediarios que no se ven ni se cuenta con ellos, pero que son los que deciden siempre del resultado final. Según como se combinen estos hechos así es el éxito, bueno o adverso, como es lo que se llama suerte de las personas que intervienen en ellos.

La noche de este día fue un poco caótica, no sólo porque nadie se encontraba en su lugar, sino porque no se sabia lo que se haría al siguiente. Unos cuerpos acamparon en el cerro, otros abajo; unos tuvieron qué comer, otros no; para unos la batalla había concluido y para otros no había principiado, así que en todas partes se encontraba la incertidumbre y la oscuridad, porque desde las primeras horas principió a cubrirnos una espesísima camanchaca.

Muy de madrugada al día siguiente estábamos de observación en la cumbre del cerro, pero como la niebla lo ocultaba todo, nuestro empeño fue vano para saber si había o no enemigos al frente. A las 10 a.m. principió a despejarse y entonces, notando que no había movimiento alguno en el campo opuesto, mandé a observar desde más cerca a un oficial que estaba conmigo, y cuando lo vi acercarse impunemente a las casas de “El Porvenir”, me dirigí al mismo punto para cerciorarme por mí mismo de lo que hubiera.

Cuando llegué a dichas casas ya había allí un oficial chileno con unos cuantos soldados, el cual me informó que la casa estaba llena de heridos y que el enemigo había huido en la noche anterior. Entre los heridos había un general de nombre Villegas.

¡Habíamos, pues, obtenido una victoria sin saberlo y sólo porque Dios lo había querido! Escala tenía razón.


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Vergara, José Francisco. "Memorias" recopilado por Fernando Ruz Trujillo.

Saludos
Jonatan Saona

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