15 de junio de 2022

Zoila Aurora Cáceres

Zoila Aurora Cáceres Moreno
Conferencia de la señora Zoila Aurora Cáceres, en el "Centro Cultural Ayacucho"
 
Señoras, señoritas, señores:
Para el que visita a Ayacucho nada es más sugerente que el nombre de esta ciudad, conocida antes con el nombre de Huamanga.

Es sabido que en toda traducción tiene cabida la interpretación del vocablo, no solo por su valor lingüístico, sino también por la ideología que expresa. Así queda al traductor decidirse por la que se denomina literal o la libre. Yo opto por esta última, ya que la primera: "Rincón de muertos” de tragedia representativa arcaisante, carece de símbolo normativo. Ya se trate de Huamanga de ayer como del Ayacucho de hoy. Según la prestancia de mi sentir, llamaría a Ayacucho: la ciudad del olvido, y dentro del concepto moderno de los acontecimientos del día; la ciudad abandonada, debido a la falta de edificación industrial...

En esta ciudad hospitalaria acojedora de las peregrinaciones del arte y de la ciencia, parece que se olvidase, alargadas por la distancia, hasta los gritos de claridad meridiana que esparce la angustia de las grandes urbes. I hasta las turbadoras inquietudes de la Capital, pierden su actitud.

¡La ciudad placentera, evocadora de eterna primavera; embelecida por limoneros y naranjos, cargados de frutos, tan abundantes y perfumados que recuerdan a los huertos sevillanos! Las casonas ruinosas agobiadas por los años reviven en la policronìa de sus jardines, saturados de intenso perfume, otras ciudades, otros tiempos, desde los jardines colgantes babilónicos y las terrazas cultivadas de los Incas, hasta los cármenes andaluces. I sugieren la invocación hacia los manes ancestrales, de los hogares que desaparecieron, legando una arquitectura que esconde lo intimo y se abre, en el pedernal de sus arquerias vetustas, a los de afuera. Las calles tienen el trazo que les diera un artista inefable cuyo concepto trascribe la emoción formada por un componente de elementos que pertenecen a un sistema estético. Como tal, resultado de una época, puesto colonial que lo marca una fecha que representa una obra netamente colonial...

Tengo un arraigo intenso en el suelo de esta tierra, como la del brote tardío del viejo tronco que al fin llega porque profundizó raices de savia inagotable. Cual del cachorro que alejado un tiempo vuelve a la querencia. Me recreo reviviendo entre los ruinosos solares que fueron moradas de mis abuelos Cáceres y Oré, un pasado de santidad y de valentía ayacuchana. Si en Lima, nací y me dió la cultura que ampliaron mis viajes por Europa y largas horas de estudio; dentro del proceso retrospectivo, formado por quimeras efusivas, siento que en parte a huido mi alma, en un desdoblamiento de fusión vital que vislumbra los gestos primogénitos del espíritu de mi padre: el ayacuchano Mariscal del Perú, que parece tener continuada supervivencia, debido al amor que le protesan todos y cada uno de los ayacuchanos. Soy de los vuestros por herencia, con toda la sensibilidad del que se abandona a los impulsos de su alma, con el noble civismo que puede inspirar a una heredera de las nás altas y perfectas tradiciones.

Desde la terraza florida de la casa del talentoso Vocal de la Corte Superior de Justicia, Dr. Carlos Montes de Oca, que me alberga con el amor propio del hogar a travez de la frondosidad preciosista y las vaguedades del misterio del campo, contemplo el caprichoso barroquismo de los cerros Acuchimay, me seduce, escenario de hasta donde alcanza la audacia del genio guerrero. Fué en sus cimeros donde el ejército de la Campaña de la Breña, realizó el prodigio de someter al servicio de la defensa Nacional contra el enemigo invasor, a una división peruana que sublevada le presentó combate, tratando de impedir el refugio que la brindaba Ayacucho.

He dicho prodigio porque lo fué en el ideario político y patriótico y de la acción. Venía este ejército perseguido por una división chilena, diezmado por la epidemia del tifus y reducido a la más mínima cifra a la que jamás llegara, debido a la espantosa tempestad que le alcanzó en la abrupta cuesta de Julcamarca. El General Cáceres, con el corazón inflado de dolor exclamó: "Parece que hasta la naturaleza se conjura contra nosotros". Los soldados con desenfado solemne, sobreponiéndose a la tragedia de esa hora manifestaron la libre determinación de la voluntad. Entre vítores, repercutieron las voces guerreras: "Triunfaremos, somos pocos pero leales; moriremos contigo".

No dudo q' cuando llegue esta ciudad a la prosperidad q' merece un obelisco perpetuará la proeza del valor patriótico, en el glorioso Acuchimay.

En el hermoso campo que avisoro, cada cerro tiene su historia. El célebre Condorcunca, esconde el enigma de la amenaza geológica aunque no se ha pronunciado la sentencia volcánica. La pampa de Quinua, ha pasado, de la tradición histórica de los heroísmos ancestrales, al mito fabuloso. El cerro Rasuhuillca, más antiguo y magestuoso que los otros, adorna su cresta con risos de nieve, cual las abuelas cortesanas de los tiempos virreynales, le siguen la Picota, Campanayocc y graciosos montículos cubiertos de verde agraz.

Las cimas con resplandores tardíos lucen una gama de esmeraldas de todos los matices. El cielo ayacuchano les alumbra con fulgores de estrella que destacan su luz sobre un azul que tiene esa obscuridad fina y satinada de las noches de primavera.

En la hora solemne de la puesta del sol, el cielo se viste con imperiales galas de fuego y de topacio.

¡Saludo al Sol de Ayacucho porque extendió resplandores de gloria a todo el Perú. Es el faro encendido que vigila el puesto que avisora el porvenir! ¡Fuerza de vida en el pasado de una raza de coraje indomable, con esperanzas de triunfo!

Por encontrarme entre ayacuchanos y ya haber pasado un siglo el nacimiento del Mariscal Cáceres, su infancia remota va perdiendo veracidad entre las vaguedaees del vuelo del tiempo.

Ya que para los ayacuchanos es grato perpetuar en la memoria cual fué la infancia del hijo primogénito q' conoció los heroísmos, os digo con la veracidad de la historia, q' nació en la casa de la plaza de Santa Clara, que hoy pertenece a la Beneficencia, cuando era propiedad de la familia Oré: Fué su abuelo el Capitán del Ejército de su Magestad, don Tadeo de Cáceres, quien contrajo nupcias con doña María Josefa de Oré: Llegó el Capitán don Tadeo, de España, con dos hermanos y se radicó en Ayacucho. Tuvo por hijos a Rosa, Tomás y Domingo, que fué el padre del que inspira estas líneas, Mariscal Andrés A. Cáceres, quien tuvo por madre a doña Justa Dorregaray, natural de Huancayo. De edad muy tierna, residió en la casa huerta paterna que comprara el Capitán don Tadeo de Cáceres, el año 1803, en San Blas y que hoy, ya ruinosa solo muestra vestigios de su antigua magnificencia. Actualmente es propiedad de don Alejandro Romero, quien la ha transformado en lugar de inquilinato.

Era don Domingo, propietario de varias haciendas en Pampas: Ibias, Pajonal, Majuelo, Caldera, Cochas alta y Cochas baja, Asnacc y Occechipa.

Siendo esta última en la que residiera don Domingo Cáceres, con su familia y de grato soláz para el «Niño Andrés», a quién la abuela у la tía Rosa, prodigaban exagerados mimos. No solo era el heredero de apreciable caudal, sino también de atrayente figura, blanco, rubio de gallarda presencia, ojos azulados y rulos rubios. No hubo en su educación influencia alguna que hiciera presumir al guerrero del futuro, ni menos las raras energías de su carácter. Entre sus juegos infantiles, su predilecto era levantar un altar y celebrar misa, acompañado de dos amiguitos que le servían de monaguillos.

Me contaba, en las tardías horas de su ancianidad, durante las cuales, para mitigar el tedio inevitable de los años, entablábamos amistosa charla, que una tarde en el huerto de la casa llamó a gritos a la abuela, la que acudió alarmada y le encontró bailando entre las flores. Al verle le dijo: «ve mariposay». Se usaba en ese tiempo vestir a los niños con trajesitos. El había roto el suyo formando tiritas y luego giraba vertiginosamente de modo que se ondulaban cual serpentinas y se imaginaba bailar cual una mariposa. En otra ocasión sustrajo una caja de dulces de «mistura» la que por ser voluminosa, le pidieron que la devolviese. Lejos de obedecer se dió a la fuga y se trepó a la copa de un árbol donde no podían alcanzarle por lo débil que era la rama. Fueron vanas les súplicas de la abuela y de la servidumbre. Se sentía felíz al ser dueño de su voluntad y no bajó sino cuando hubo dado fin a la golosina.

En su primera infancia sentía tal timidez que no entraba a habitaciones oscuras. Su madre le obligó diciéndole: «Un hombre nunca debe tener miedo».

Más tarde alumno del Colegio Nacional de San Ramón, hubo una sublevación del alumnado que se manifestó en una «Manteadura» prodigada a quién le había provocado. Por ser muy pequeño Andrés A. Cáceres, solo era espectador y no tenía manta alguna. Corrió en busca de su abrigo y se arrojó en la refriega con tal furor que causó admiración su osadía, al pretender igualar en la pelea a los estudiantes que les sobrepasaban en edad.

Ya era adolecente y cursaba los primeros años de Instrucción Media en el mismo Colegio de San Ramón, cuando se produjo la revolución acaudillada por el Mariscal Castilla en 1854. El General don Fermín del Castillo, organizó el Batallón «Ayacucho», en el que se dió de alta el jóven Cáceres.

La evocación guerrera se pronunció con tal violencia que antes el mismo no lo sospechara. Fué un despertar de atavismo violento, tal vez la herencia bélica del Capitán Tadeo de Cáceres, que él le había dejado al león de Castilla en el corazón.

Desde el primer momento como los predestinados, como los señalados por los dioses porque tienen una misión de superhombres que cumplir, abandona las aulas, olvida a la familia, ya era huérfano de padre y se consagra con pasión, con delirio de los alucinados, al lograr en la superación en el servicio de las armas. Todos lo sabeis, en más de 50 combates recibe las balas de frente. Es el primero en el ataque y el último en la retirada. Realiza proezas que puede originar en el transcurso del tiempo leyendas iguales a los del Cid Campeador. Se revela un estratega genial. Dá el triunfo más glorioso del Perú, en Tarapacá. Prodigio que años después se realiza en la Marne, de la guerra mundial, y llega a igualar a los héroes libertadores. El Comandante Gambeta, ha escrito los grandes Capitanes son: San Martín, Bolívar y Cáceres.

Fecha de nacimiento y nombre del Mariscal Cáceres.
Tendría yo 12 años, cuando con irrespetuoso desparpajo dije a mi padre: "Tu nombre de Andrés,  me gusta, pero no el de Avelino". Me interrogó:  ¿Por qué?  "Me parece afeminado, suena como la flor clavelina" Me interrumpió con enfado. ¿Cuándo te he dicho que yo me llamo Avelino?... ¿Y tu firma?
El continuó "Jamás he firmado Avelino sino Andrés A. Inicial que corresponde al de Alfredo. Nací el 4 de febrero.

Cuando a poco de haber ingresado en el Ejército, sus compañeros de armas, supusieron que la inicial A. correspondía a Avelino y que su cumpleaños era el diez de noviembre. En esta fecha le sorprendieron con el toque de Diana y un festejo de jolgorio en el cuartel. El prefirió silenciar antes que desilucionar a sus amigos.

Este sentimiento de bondad tuvo marcado dominio en el espíritu de mi padre.

Cuando creía que debía reconvenirme hacia la rigidez del deber cumplido, le hacía en forma de sutileza fina y generosa condescendencia.
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Debo remontarme a mi niñez. Edad que no dá cabida a la reflección y rechaza la disciplina. Los sentimientos se exteriorizan expontáneamente, mas transparentan la índole que persiste durante la vida. La fuerza libertaria del querer.

Vivía en el palacio de Gobierno. Mi padre General Cáceres era el presidente de la República.
El palacio de aquel tiempo ya no existe. Una antigua casona que rememoraba al gran conquistador Francisco Pizarro.

Había en el interior pobres y prolongados corredores, con barandales a los que asomaban sus altas copas árboles añosos, entre los que se erguían la anciana higuera plantada por Francisco Pizarro.

Angostos pasadizos, alcobas y alacenas, habitaciones grandes y pequeñas unas angostas y otras como rotondas. Pasillos semiocultos. Balcones muy bajos que miraban á la calle de Desamparados y puertas misteriosas que nunca se abrían. Una de estas obscurecida en la sombra de un corredor muy extrecho, me intrigaba.

-¿A donde conduce? Pregunté.
- A la Prefectura .
-¿Porque no la abren?
-Está condenada.
-¿Si llamo me contestan?
- No debes tocarla.
-¿Porqué?
-Está prohibido.
-¿Que hay en la Prefectura?.
-Allí está la autoridad, y se encierra los delincuentes.
-¿Quienes son?.
-Los que cometen delitos y se les castiga: son los presos.
-¡Pobresitos!
-Lo merecen porque faltan a la autoridad y al régimen establecido.

Lo comprendí fácilmente, aunque se salga del Colegio y uno sea persona grande, continúa la obediencia y la disciplina conventual. A los chicos la plisan las madres y a los crecidos el Prefecto.

Siempre que podía burlar a la Gobernanta, corría ocultamente a la puerta sombría y aplicaba el ojo. El misterio de la prisión me obsecionaba. Deseaba escuchar lo que decían los presos. ¿Se quejarían?. Imaginaba que debían sufrir encerrados en cuartos oscuros.
-¿Tendrían miedo?
El silencio y el enigma persistieron algún tiempo.

No obstante había un patio desaliñado muy pequeño, para el tráfico de la servidumbre, desde el cual por una rústica escalera, se bajaba a la puerta falsa de la cocina,

Aunque me estaba prohibido ir a ese lugar, el patiecito me deleitaba. Veía a la caballerisa y al anciano moreno que la barría. Sigilosamente, éramos grandes amigos, me traía “cometas” pequeñitas que yo izaba descolgando una pita, pues debido a su ínfimo empleo, no le era permitido subir al altillo en el que feliz yo corría sin lograr que la cometa volace por lo reducido del espacio. El morero de sonreía, feliz mirándome desde la caballerisa, retozar como un crio en su potrero.

No he olvidado sus palabras cuya dulcedumbre dejaron un hálito humilde, y saturado de bondad. “Mi rubia. Yo soy solito, no tengo mujer ni hijos. Pronto morité porque ya soy muy viejo”.
No quiero que mueras, no estás enfermo. No tendría quién me trajera "cometas",

Mi antigua niñera “Mama Manonga“ era mi cómplice, incapaz de denunciarme, más sabia decirme: "Ten cuidado que no te vean en un juego impropio de las niñitas. Si lo sabe la señora se enoja".

Otras veces yo miraba el cielo y las torres de la Catedral que visitaban los gallinazos taciturnos.

Atisbaba los techos del palacio, pues siendo muy bajos anciaba subir a ellos, seguramente que desde allí hubiese descubierto a donde conducía la puerta condenada y también las prisiones. ¿Cómo podía un hombre vivir en la oscuridad, encerrado largas horas y tal vez días?.

Estaba sola. Meditaba en melancólica incomprensión, el misterio de lo que me estaba vedado penetrar, cuando súbitamerte, del lado que colindaba por la Prefectura, un hombre se aventó del techo, dando violento salto.

Me miró azorado, estaba despavorido, tenía la ropa rasgada y le colgaba afuera del pantalón la mitad de la camisa.

Aturdida por la extraña sorpresa esperé que me dijese una palabra, que algo me preguntase, mas guardó silencio. Se dió a correr. Desorientado con horrible sobresalto, bañado de sudor y la boca abierta jadeante, se introducía hacia las habitaciones del Palacio. Sus movimienyos de búsqueda, sus miradas  desorbitadas indagadoras, fueron tan rápidos que solo me dieron tiempo para pensar que huía. Le pregunté ¿Quiere Ud. salir? Por ahi no hay salida, baje Ud. esta escalerita, de frente, a la izquierda, sigue el canchón allí está la escolta, luego a la derecha, el gran patio y la puerta de la Plaza de Armas.

El prófugo de dos saltos había bajado la escalera. Yo desde la baranda, a veces, continué dándole el derrotero de la huida.

Cuando hubo desaparecido, se apoderó de mí, un pánico terrible. ¿Quién era este hombre? ¿Acaso un delincuente? ¿Un asesino? La duda de haber procedido mal me confundía, cuando no tardaron en llegar tres policías armados que le perseguían.

Mi espanto aumentaba, sabía que no debía mentir. ¿Qué diría si me preguntaban si había visto la escapada? ......

Una fuerza íntima discipó mis escrúpulos y me obligó al silencio. Se dieron a la búsqueda en distintas direcciones, sin dirigirse a la escalera. Yo continuaba en silencio. Escudriñaban, miraban de todas partes, con desapasible ansiedad.

Pensativa, pero íntimamente satisfecha de haber realizado la proeza de libertar a un preso, fuí al corredor largo y angosto. Ya atardecía y en la cúpula de un pino los pajaritos se escudieron en sus nidos.

Antes de cenar, mi padre muy circunspecto, me dijo:
"Hay una queja en la Prefectura contra tí"

Encendida de rubores, no osaba mirarle. El continuó: "Has dado de mano a un preso y eso está prohibidos. Angustiada, le respondí: Le seguían papá. ¿Han llegado a tomarle?

Suavemente contestó: "No, logró escapar pero los guardias que no supieron custodiarle han caído en la falta y deberán sufrir la condena que el otro merecía".

Más tarde satisfecho contaba a sus amigos: "¿Que les parece? Tengo en contra de un gobierno a mi hija facilitando fugas".

Luego sonreía porque veía en la hija un reflejo de su propio sentir que fué abierto a la heroicidad y al perdón...


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Revista mensual "Huamanga", N° 30, Ayacucho, 25 de abril de 1940.

Saludos
Jonatan Saona

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