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Antonia Moreno e hijas |
"Cáceres continuaba en Huancayo. Todo era un desconcierto, el rumoreado desbande de sus tropas y la divergencia de opiniones, etc. Cáceres se vio, pues, obligado a aceptar el funesto tratado de paz, como hecho consumado; pero no transigía con la subsistencia de un gobierno impuesto por el enemigo. El Perú quería elecciones libres y la mayoría rehusaba reconocer como mandatario al general Iglesias.
Cansada de vivir hospedada en casa de mis amigas le dije a W. Graña, cónsul de España: "Ya que usted habla con el secretario de Lynch, hágame el favor de preguntarle si es cierto que me persiguen y que me conteste como caballero y no como jefe de la plaza de Lima. Si me persigue, no me tomará porque me volveré a ir como ya lo hice antes. Pero si no me molestan, iré a establecerme a mi casa".
El secretario del jefe chileno, Stubens*, por intermedio de Graña, me propuso entonces una entrevista en mi residencia, a fin de darme personalmente la respuesta de Lynch. Como yo no quería que los chilenos conociesen mi alojamiento, acepté recibirlo en casa de Graña. Fue allí donde se realizó la conferencia, cuyo diálogo fue el siguiente:
-El general Lynch- empezó diciéndome- le pide a usted señora, escribir al general Cáceres rogándole que cese la guerra y que vuelva a Lima.
Respondí: -¿Qué ventajas le reportaría al Perú que mi marido viniera a firmar la paz?
-Señora, usted podría influir en su ánimo, porque el general Cáceres, como peruano ha hecho más de lo que debía hacer.
-Mi marido -le dije- como militar y como peruano, cumple con su deber. Ustedes, en su lugar, habrían hecho otro tanto. Yo no puedo hacer nada...
-Entonces, señora, el general Lynch se verá obligado a a tomar otras medidas.
Al oír tal amenaza, me puse de pie, violentamente y levantando la voz, lo reté:
-Hemos terminado, señor Stubens. Dígale usted al general Lynch que, si quiere tomar "otras medidas", puede empezar que nos fusile, a mí y a mis hijas, aquí estamos. Y después si puede coger a Cáceres, que lo fusile también.
Al ver mi resuelta actitud, el emisario se inclinó y, muy suavemente, me dijo:
-Señora, no he querido manifestarle eso; el general Lynch es un caballero, y no atentaría contra damas. Pero yo insisto en que escriba usted a su marido para poner fin a esta guerra.
-No tendría cómo hacerle llegar mi carta -le contesté- Si usted quiere, se la enviaré a ustedes para que se la remitan.
Él se empeñaba en que yo la mandase. Comprendí que trataba de informarse sobre la ruta que habíamos seguido al regresar a la capital.
-Le aseguro que nunca supe por dónde nos llevaron y nos trajeron. Son caminos que yo no conozco; siempre entre cerros y matorrales -contesté.
Al fin quedamos en que yo escribiría la carta y ellos la enviarían a Cáceres. Mi carta decía textualmente: "El general Lynch me ha mandado decir que te escriba diciéndote que desistas ya de la guerra y que vengas a Lima para firmar la paz. A este respecto, tú sabrás lo que debes hacer. Antonia".
Cuando el general Lynch leyó este documento, me cuentan que, colérico y tirándose de los cabellos, exclamó: "Esta señora ha querido burlarse de nosotros. ¡Si no le dice nada al general Cáceres!"
Poco después, manifesté a Stubens mi sorpresa, al enterarme de que ellos hubiesen hecho publicar que yo había solicitado un salvoconducto para mi marido, cuando en realidad mi respuesta a la solicitud del general Lynch había sido muy diferente.
Stubens me contestó: "Esas publicaciones son de los peruanos; nosotros no las hemos hecho y autorizamos a usted, señora, para que desmienta semejante versión". Stubens me mandó una tarjeta, aclarando este mal entendimiento.
Una vez terminada mi conferencia con Stubens, me ocupé de buscar una casa para instalarme en ella, porque necesitaba que fuese más central que la mía, de la calle de San Ildefonso, demasiado grande y solitaria.
Lynch, por su parte, y a raíz de la mencionada entrevista, comisionó a otro secretario, Armstrong, para que fuese a Huancayo a conferenciar con Cáceres.
Decía Lynch que si no había tomado ninguna medida contra mí, conociendo mis actividades, había sido porque yo era una verdadera señora; pero que bien sabía que yo no dormía ni comía por conspirar contra Chile.
Para comunicar a Cáceres todo lo que pudiese interesarle, yo mandaba a un hermano mío a Ica, con la correspondencia, para que don Manuel León y don Ismael de la Quintana se la retrasmitiesen a Cáceres en canastos de fruta. A mí también me la traían de igual manera y seguíamos con este sistema hasta que en tiempos de Iglesias vino Cáceres a atacar Lima."
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(*) El nombre correcto es Alberto Stuven.
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Moreno de Cáceres, Antonia. "Recuerdos de la Campaña de la Breña". Lima, 1974.
Saludos
Jonatan Saona
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