La muerte de Carlos Walker Martínez, príncipe ilustre de la intelectualidad chilena, trae a mi memoria un suceso sublime que justificadas circunstancias han hecho que permanezca casi por completo ignorado.
Por rara coincidencia oí referirlo como una tradición lejana, cuya exactitud pude constatar empleando para ello todo el interés que me había despertado el novelesco acontecimiento.
Voy a referirlo inclinándome antes, ante la tumba lejana del insigne jefe del partido conservador de Chile, cuya vida gloriosa no se ha esfumado como esencia que se escurre del frasco por imperceptible rajadura, sino que ha sido arrebatada por la "Parca" en lucha desesperada, pedazo a pedazo, con tenazas de fuego...
Era el año de 1879.
El 14 de febrero, a las 6 de la mañana, la tripulación del «Blanco Encalada», a órdenes de don Emilio Sotomayor, había consumado la ocupación del puerto de Antofagasta.
La guerra que se llamó del Pacífico, quedó iniciada con el acto militar.
Bolivia no apreciaba en conciencia la superioridad militar y financiera de Chile y hasta se hacía la ilusión de que el dios de las victorias le deparaba los más soberbios triunfos
En Santiago, de donde, como de todas las ciudades chilenas, se habían repatriado en un término fatal todos los bolivianos, quedó un corazón que latía con la vehemente amargura de aquellos, porque, mal que pese a su dolor, vislumbraba la fácil derrota de las naciones aliadas.
No pudiendo contener más su sufrimiento y en medio de torturas de todo género, estalló un día en una explosión de patriotismo incomparable.
Inútil es decir que ese corazón torturado era el de una mujer y que la mujer dominada por el amor patrio es capaz de lo maravilloso, de lo heroico.
Como es abnegada y tiene un corazón impresionable, su entusiasmo llega al delirio y con delirio se aferra a la patria en los momentos de peligro; con todos sus sentidos, con ahínco y frenesí, como las cosas débiles a las cosas fuertes.
En los primeros días del año fatídico ya mencionado y cuando llegaba a su término la discusión diplomática y la guerra se presentaba inevitable con todos sus horrores, se secuestró una carta en la oficina de correos de Santiago, dirigida a Bolivia a nombre de una dama.
La violación de la correspondencia, con el nombre de censura, estaba en plena vigencia desde fines del 78.
La carta fue a dar al ministerio de relaciones exteriores y no hubo políglota que la tradujera.
—Parece escrita en ruso - dijo uno.
—¿Y qué dice?
—Yo no entiendo el ruso.
Y las tentativas de traducción continuaban siempre sin resultado.
Carlos Walker Martínez, presidente de la sociedad protectora encargada de atender a los heridos y a las familias de los mismos, por motivos de su cargo llegó a la sazón a la "Moneda" y, luego, al departamento de relaciones exteriores. En seguida el ministro habló de la carta y se la enseñó al ilustrado visitante. Walker desplegó el pliego, reconoció la letra y palideció como si una indignación profunda hubiese turbado su vista. Pidió permiso para llevar la carta, ofreciendo descifrarla con auxilio de sus obras políglotas.
Ya en su casa, llamó a su señora y, sin disimular su desconfianza
—¿Qué has escrito aquí?— la dijo.
—El toque de alarma para que Bolivia despierte y conozca las calidades de su poderoso enemigo. Doy al presidente de aquella república, por intermedio de la dama a quien va dirigida la carta, noticias que creo han de influir para evitarle la vergüenza de la derrota y la devastación de ese pedazo de mi alma
—¿Y la patria de tus hijos?
—¿Y la de mi padre? — replicó la distinguida dama, dejando correr por las mejillas abundantes lágrimas que Walker secó, profundamente conmovido.
Como se sabe, la gentil dama, cuyo dolor debe ser intenso porque intenso fue el amor que profesaba a su noble esposo, es boliviana, estrechamente vinculada a la familia Frías, de Tucumán, e hija del ex-presidente de Bolivia doctor José María Linares, por cuyos méritos tenía gran predilección Walker Martínez, como lo demostró en su obra «El dictador Linares», de la cual obra no ha hecho mención ninguno de sus biógrafos, tal embargo de que en ella se destacaba el gran filólogo como historiador profundo. La carta estaba escrita en «quichua», el idioma de los incas, tierno, melancólico, expresivo y doliente como la nota dolorosa de la quena apagada en el silencio de las pampas que guardan los despojos de millares de vencidos y vencedores en la guerra del Pacífico...
Jujuy, octubre de 1905.
ARTURO MENDOZA.
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Revista "Caras y Caretas". Año VIII N° 368. Buenos Aires, 21 de octubre de 1905.
Saludos
Jonatan Saona
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