14 de octubre de 2024

Grau por Lorbert

Miguel Grau
Un gran marinero entre los más grandes: Miguel Grau
por A. LORBERT

Un busto del almirante Miguel Grau y, a la derecha, una de las fases de la batalla naval de Punta-Angamos, donde pereció el gran marinero.

El comité "organizador del centenario de Grau", constituido en Lima, capital de la República del Perú, ha finalizado recientemente la revisión de los proyectos, dibujos y maquetas de dos monumentos a erigir en memoria del almirante Grau; uno en la misma Lima, y el otro en Piura, donde vivió el marino. Pero, ¿quién es este héroe tan honrado? Esto es lo que expone aquí nuestro colaborador A. Lorbert, quien relata para nuestros lectores la historia de la vida de aquel cuya memoria pronto será celebrada por las poblaciones peruanas.

Todas las naciones capaces de tener una armada han tenido sus grandes marineros. La historia naval de Francia abunda en nombres que sin duda nos beneficiaría si se les dieran más a menudo a los jóvenes de nuestro país, aunque sólo fuera para darles más fe en las virtudes de su raza.

El Perú tuvo a Miguel Grau, y pretende que no sea olvidado por la posteridad. Le dedicó una cierta cantidad de cientos de miles de soles de oro y hay que felicitarlo por ello. Porque, bajo su mando, la epopeya de Huáscar mereció contarse entre las más bellas.

Para aquellos de nuestros lectores que estén interesados ​​en saber qué es Piura, puntualicemos que es una de las ciudades peruanas ubicada más al norte, relativamente cerca de la frontera ecuatoriana-peruana, y conectada con el puerto de Payta, en la costa del Pacífico, por un ferrocarril de aproximadamente 160 kilómetros. La Cordillera de los Andes ofrece un telón de fondo grandioso. En un entorno así, en el clima más ardiente, ¡cómo no amarlo! Esto es lo que hizo un soldado español de los grandes Bolívar y Sucre, llamado Juan Miguel Grau. Proveniente de Cartagena, fue nombrado capitán en Ayacucho “el Waterloo de España”. En Piura, los bellos ojos de una linda muchacha retuvieron a este artífice de la liberación del Perú, y le regalaron esta nueva patria. Miguel Grau nació hace cien años en Payta, donde su padre había trabajado en aduanas. Y esto estableció su vocación: desde los diez años fue grumete a bordo de un barco mercante. A los dieciocho años, si no hubiera viajado por el mundo poco habría sido necesario; por tanto, estaba perfectamente cualificado para ser nombrado guardiamarina de la incipiente armada de su país.

A veces a bordo de buques de guerra, a veces en el servicio mercante, navegó a través de los mares y se ganó el título de lobo de mar mientras adquiría el tipo. Fue en 1871 que pisó por primera vez el puente del Huáscar, que debería conducir a su destino, al mismo tiempo, como a la gloria inmortal.

ORGULLO de la bandera peruana, el Huáscar era un monitor: un acorazado guardacostas de poco calado similar al que John Ericsson construyó en 1862, en tiempos de la Guerra Civil. Como él, llevaba una torreta giratoria armada con dos cañones, y, al frente, un espolón ofensivo. Era una especie de reducto flotante, lanzado más allá de la costa, para la defensa del frente marítimo que comandaba desde 1871 a 1875, hasta que las elecciones lo convirtieron en diputado de Payta y de Piura en el Congreso. Regresó a bordo en 1879; acababa de estallar la guerra entre las tres repúblicas de Perú, Bolivia y Chile.

Como es frecuente, el motivo era la minería. Chile acababa de apoderarse de minas de fosfato y cobre en una zona en disputa: el desierto de Atacama. Las otras dos repúblicas se aliaron contra él... Y comenzaron las hostilidades.

Naturalmente, inicialmente se mantuvieron principalmente en el mar. Frente a la alta barrera montañosa que bordea toda la costa del Pacífico de América del Sur, la única manera de entrar en territorio enemigo era desembarcar allí. Es por esto que el puerto de Iquique, que estaba en manos de una guarnición peruana bastante fuerte, al estar bloqueado por dos corbetas chilenas, Esmeralda y Covadonga, el gobierno peruano envió sus acorazados Independencia y Huáscar al lugar para levantar el bloqueo.

La lucha entre Huáscar y Esmeralda fue, por ambos bandos, heroica. Tres veces, mientras literalmente la bañaba con proyectiles, el monitor se la arrojó contra la corbeta, atravesándola con su ariete. Ésta se hundió y ardió al mismo tiempo. Al tercer choque, el comandante chileno Arturo Prat, digno adversario de Miguel Grau, se precipitó a bordo del navío peruano, seguido de algunos hombres. Revólver en mano, este puñado de valientes murieron luchando, mientras una explosión final envió al Esmeralda al fondo para siempre.

DESAFORTUNADAMENTE, la pérdida, sobre una roca, de la Independencia que había perseguido implacablemente a Covadonga, hizo de este hermoso día una victoria “pírrica”.

De hecho, los peruanos sólo tenían tres barcos, incluidas dos corbetas no blindadas: la Unión y el Pilcomayo, frente a unas diez en Chile. Miguel Grau había recibido órdenes de su presidente de no arriesgarse, bajo ningún pretexto, a ningún combate con los acorazados chilenos que pudiera evitarse.

Había sido nombrado contraalmirante tras su gloriosa hazaña de armas en Iquique; y las señoras de la ciudad de Trujillo, se habían encargado de bordar con sus lindas manos una bandera para el Huáscar.

Siguiendo al pie de la letra las órdenes del presidente Prado, el monitor estuvo cuatro meses en hábiles cruceros, capturando buques mercantes, e incluso, el 23 de julio 18/9, todo un regimiento de caballería a bordo del transporte Rímac. El 27 de agosto, mientras navegaba frente a Antofagasta, donde dos acorazados chilenos estaban anclados bajo los cañones de baterías costeras y donde 700 chilenos estaban listos para invadir Perú, se negó a destruir los condensadores en la costa. Al hacerlo, el almirante evitó a esta guarnición enemiga la atroz tortura de la muerte y se reveló tan profundamente humano como valiente.

Sin embargo, sigue siendo cierto que durante este período de la guerra sus hábiles maniobras preservaron el territorio nacional de la invasión.

Pero habiendo dimitido el almirante chileno Williams con el pretexto de una enfermedad que disimulaba mal el fracaso de sus operaciones navales, el contraalmirante Galvarino Ríveros fue llamado para sucederle.

Al mismo tiempo, los buques fueron llamados a Valparaíso donde se limpiaron sus cascos y se reparó su maquinaria.

Y el 1 de octubre una escuadra completamente reorganizada fue la que regresó al mar con este primer objetivo: la destrucción del Huáscar, temido como los corsarios de antaño. El 4 de octubre se informó navegando, junto a la Unión, hacia el Sur. El 8 de octubre, en las cercanías de Antofagasta, se desplegó para bloquearle el paso.

Ignorando la proximidad del enemigo, en medio de una espesa niebla, el almirante Grau se dirigía tranquilamente hacia el norte. Al amanecer, cuando la niebla se había disipado ligeramente, pudo divisar la costa de Punta-Angamos. En la Bahía de Mexillones, tres columnas distintas de humo se elevan hacia el horizonte. Pronto la plena luz del día le reveló que venían del acorazado Blanco, la corbeta Covadonga y el transporte Matías Cousiño. 

No había peligro. Fieles a sus instrucciones, el Huáscar y la Unión se dirigieron al noroeste y aumentaron su velocidad. Pero a las 7 h. 30 de la mañana, en su camino, otras tres columnas de humo se elevaban a lo lejos. Pronto se descubrió que procedían de las chimeneas de los acorazados Cochrane, O'Higgins y Loa. Esta vez, en presencia del grueso de las fuerzas chilenas, el combate era obligatorio.

De hecho, no quedaba nada más que hacer que correr hacia adelante con valentía para pasar o perecer.

Más rápido que el Huáscar pasó la Unión. El almirante había querido eso en caso de pérdida de su monitor, su Patria la conservaría al menos, con la Pilcomayo, esta buena corbeta andante. En cuanto a él, solo, y encontrando frente a él, al otro lado de su recorrido, al Cochrane, y lanzó su primera descarga nada más alcanzar los 3.000 metros.

Los dos acorazados dañaron rápidamente sus planchas de acero, mientras, siguiendo su táctica habitual, el Huáscar se acercaba para intentar embestir al buque chileno. Éste logró evadir esta amenaza varias veces; pero cuando las dos naves estaban a veces a cincuenta metros de distancia, las ametralladoras y los mosquetes unían sus voces con las de los cañonazos.  Estos disparos ahora daban en el blanco de manera infalible. Uno de ellos, a las diez menos cinco minutos, penetró a la torre de mando del Huáscar y al explotar allí mató a todos sus ocupantes. Uno de ellos fue el almirante Miguel Grau, de quien sólo se encontró parte de su pierna. Todo el resto del cuerpo del valiente marino había volado en pedazos.

Poco después, otros acorazados chilenos, llegados como refuerzos, ayudaron al Cochrane a derrotar al monitor. Se logró hacia las 11 de la mañana, a pesar del valor de los oficiales, en su mayoría muertos en sus puestos de combate, y de la tripulación. Desmantelado, sin timón ni torre, el Huáscar tuvo que arriar el hermoso pabellón bordado en el que las señoras de Trujillo habían puesto lo mejor de sí. Al menos, ese talismán nunca dejó de ser honrado.

Por la tarde, en la bahía de Mejillones, los barcos chilenos echaron anclas alrededor de un naufragio destrozado y sangriento. Luego, en tierra, con el respeto que se debe a los valientes, se inhumaron trozos de carne irreconocibles. Entre ellos estaban los restos de Miguel Grau, el "héroe de Angamos"

Para llorar su irreparable pérdida, todo el Perú tuvo los ojos de Doña Dolores Cavero, su viuda. Esta dama de una de las mejores familias supo a quién unirse; de noble corazón, tuvo como consuelo en su dolor la satisfacción de ver cuánto la Patria había apreciado los servicios de su valiente esposo.

Pero es precisamente esta patria peruana, la que ha unido en un mismo “eterno reconocimiento” al heroico líder y a quienes sirvieron bajo sus órdenes. De modo que el monumento a Miguel Grau, en Lima, será también, en parte, el del Huáscar, de sus gloriosos hechos de armas, de sus oficiales y marineros, de todos aquellos que escribieron con su sangre, para su país, esta hermosa página de la historia naval

A. Lorbert.


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Texto original en francés publicado en la revista "Dimanche Illustré" n° 678, 23 de febrero de 1936.

Saludos
Jonatan Saona

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