27 de julio de 2020

Último cumpleaños

Miguel Grau Seminario
El último cumpleaños de Grau 
(por Abelardo Gamarra "El Tunante") 

Grau estaba en Arica. 
Era el día de su cumpleaños. 

Sus compañeros de a bordo quisieron ofrecerle, con ese motivo, una comida íntima.  Se había recibido orden de salir aquel día, y antes de verificarlo pensaron reunir en torno del ilustre marino unos pocos amigos de los que más religioso cariño le guardaban. Se hizo el preparativo y a las cinco de la tarde, media docena de caballeros, de los de tierra, estrechaban la mano de los compatriotas del intrépido Huáscar, que como una niña bonita, mejor dicho, como la niña de los ojos de Grau, se encontraba gallardamente acondicionado, botada su obra muerta, aligerada su arboladura, pintadito de nuevo, buen mozo y elegante, como sarcófago artísticamente preparado para conservar las cenizas del marino más grande que ha tenido la América. 

Demás será decir que fue servido el primer cocktail en la cubierta, para respirar a pulmón abierto el "aire puro y sin malicia" como decía Grau a su joven amigo el marino mercante Juan Boisé, aludiendo al aire del mar. 

El Morro, ese pedestal formidable de Bolognesi, se alzaba delante de los ojos con su bicolor y sus armas; allí, sobre la cumbre, se oía el toque de las bandas de guerra y la lista de cinco, como el alarido del puñado de leones que despedían al audaz compañero, encerrado en una cáscara de nuez. 

A pesar de la alegría de los espíritus, como no hay adiós que no sea triste, se pudiera decir que era la escena melancólica: el mar sereno, dormido como fiera a los pies de su domador; el peñón imponente; sobre las cabezas el infinito de los cielos; en el horizonte, la esperanza. 

A las cinco y media, todos estaban a la mesa, bulliciosa y alegre, sin etiqueta ni formalismos. 

Grau era hombre sencillo, bondadoso, sin afectación ni apariencia; formado en el trabajo, hecho en el mar, como Cincinato en el campo; nunca pareció otra cosa que el más bueno de los corazones y el más humilde de los hombres.

A su lado, los  pobres estaban a sus anchas; de modo que hasta los marineros que hacían el servicio, aunque respetuosos y exactos, todos formaban un conjunto de amigos que bufoneaban y reían, brindaban y se complacían en jugar con las frases, dirigiendo a porfía un cumplimiento al hombre que encarnaba todo el orgullo de la patria. 

De pronto se oyó un alarido y algo como el agolpamiento de la marinería por un lado de la cubierta. Grau deja la servilleta, se levanta y sube precipitadamente por la escalera del salón. Todos aguardan silenciosos, el bullicio prosigue. Grau regresa en breves instantes. 

-Tiene razón, exclama, los hombres de mar no podemos sustraernos a los presagios; es una candidez; pero la tripulación está inquieta. 

-¿Qué pasa? 
-Una tontería: abrazado a la quilla de nuestro buque, por el lado de proa, acaba de aparecer un lobo, aullando, como perro sin dueño, y esto para la gente, es como un signo de desgracia. 

-Qué niñería, exclama alguno. 

-Lo sabemos, amigo mío, contesta el ilustrado Ferré; pero tengo plena seguridad, agrega bajando muchísimo la voz, que el Comandante lleva ya como una lágrima caída en el corazón. 

En efecto, Grau desde aquel momento silencioso y como recogido sobre sí mismo, se hubiera dicho que elevaba alguna plegaria a la dulce memoria de sus padres; una invocación misteriosa al honor de su patria; un postrer juramento a su bandera. 

La comida concluyó sin animación; los amigos se retiraron; cada cual fue a su puesto; y a las seis de la tarde, con las primeras sombras de la noche, el Huáscar levantó anclas, se estremeció orgulloso, palpitó sobre la superficie de las aguas, con aquel aliento poderoso que lo animaba, hendió el mar con su quilla, y, dejando su blanca estela, como la cauda de un cometa, se perdió entre las sombras para no volver más, llevando en sus entrañas, todo el corazón del Perú. 



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Texto "A la Gloria del Gran Almirante del Perú: Miguel Grau" Centro Naval del Perú, Lima, 1978.
Fotografía de la colección de Jorge Pino.

Saludos
Jonatan Saona

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