12 de enero de 2017

Mensaje de Iglesias

Miguel Iglesias
Mensaje del Jefe del Norte, General Miguel Iglesias, a la Asamblea de Cajamarca, el 12 de enero de 1884

Ciudadanos Representantes:
A impulsos de mi conciencia, y fiel a las inspiraciones del más puro patriotismo, he dado el paso político de grandes trascendencias, que os congrega en Asamblea, como Representantes de los pueblos del norte, para decidir de sus destinos, influyendo notablemente en la suerte general de la República.

La fatalidad, que viene pesando año tras año sobre la patria que plugo al cielo concedernos, nos ha reducido a situación tan cruel y perentoria, que, sin un gigantesco esfuerzo de parte de los que aún no hemos perdido la fe ni valor para la ardua empresa que se requiere, tendremos que renunciar, quizá para siempre, a la consoladora, esperanza de levantar un día, de entre cenizas y escombros, el edificio moral de nuestra nacionalidad regenerada.

Si en estos instantes, solemnes y decisivos, no damos su lugar a la verdad, por mucho que nos aflija y avergüence ¿para cuándo reservamos su culto, único que puede conducirnos a distinguir luz de tinieblas, causas y efectos, salvadora senda y abismos de perdición? Es preciso proclamarla tan alto, como sea necesario para que no vuelva a darse crédito entre nosotros a la voz de las pasiones mezquinas, que, después de empujarnos en sesenta años de vida autonómica a un presente de confusión, de sangre y de miserias, pretenden arrastrarnos todavía a un porvenir y esclavitud, de luto y de lágrimas.

Uno, entre muchos errores políticos, nos ha creado la situación terrible de actualidad. Chile y el Perú, las dos Repúblicas más importantes del Pacífico, unidas por lazos de estrecha confraternidad en 1866, para dar glorias a la América y asegurar su brillante porvenir, por lógica fatal del modo de ser humano, llegaron a concebir mutuos celos entre sí. La preponderancia política en el sur del continente, fue entonces el problema que los conductores de uno y otro pueblo se empeñaron en resolver a favor del suyo. Desde entonces, las recriminaciones, el rompimiento y la guerra pudieron preverse. Pero también pudieron evitarse, por medio de nobles y levantados procedimientos. El Perú y Chile, unidos cada día por vínculos más sólidos y sinceros representaban en América, una potencia muy capaz, como lo tenían probado, de oponer resistencias a las temerarias pretensiones de los Estados europeos, y afianzar para siempre el imperio de las instituciones libres en el suelo americano. Aquí, con sobra de riquezas naturales; allá con sobra de brazo; el común provecho y el engrandecimiento de los dos países estaba preparado por la naturaleza misma. La disensión, la guerra, no podían traer otra consecuencia inevitable que la destrucción de los elementos que ambos pueblos presentaban unidos como valla a los extranjeros amagos; el aniquilamiento de dos jóvenes nacionalidades, el escándalo y el descrédito de la institución republicana. Para un hombre sensato, para un honrado patriota, la elección entre los opuestos caminos nunca pudo ser dudosa. Y no obstante, se nos condujo estúpida y miserablemente al de la ruina.

Previniendo la guerra y cuando la razón y el patriotismo preceptuaban no comprometerla, los políticos de ambos países la hicieron inevitable.

El crimen fue más horrible de parte de nuestros gobernantes. Chile, pueblo unido, sensato y fuerte por los beneficios de una larga y no interrumpida paz interna, disciplinaba sus guardias nacionales, economizaba sus temores, conservando su crédito, adquiría poderosos elementos navales, y esperaba, disimulando, la ocasión propicia para imponerse. El Perú, hondamente dividido por facciones personales, prodigando locamente sus riquezas, desangrando por una sucesión interminable de contiendas civiles, precipitó localmente los acontecimientos, dando a Chile el pretexto que anhelada. Signó una alianza sin adquirir los medios materiales que la hiciera eficaz y respetable, y sin arma, sin Ejército, sin recursos de ningún género, al decretar la expropiación de las salitreras de Tarapacá, devolviendo a Chile capital y brazo empleados en nuestro territorio, no sólo le dio un motivo de ruptura, sino un aumento de medios decisivos de acción. El Perú procedía sin duda, en virtud de sus
soberanos derechos, pero no se le ocultaban las consecuencias. La guerra era inminente y nos condujeron a ella maniatados.

Cuando en marzo de 1879 se quiso hacer valer los recursos diplomáticos para aplazar una guerra que los intereses de Chile tenían decidida, ya era tarde.

Con la seguridad de su fuerza y de nuestro desconcierto, el Gobierno de Chile eligió el momento; nos enrostró como una felonía el tratado secreto de Lima, cuya copia textual poseía en sus archivos y dio el paso audaz aunque bien calculado de declarar en un día la guerra a las dos naciones aliadas.

Entonces se trató de cubrir con los gritos del entusiasmo patriótico, nuestra debilidad material y moral. ¡Guerra! ¡Fuego! ¡Sangre! ¡A la batalla, a la victoria, a la venganza! Y entre tanto nuestra escuadra yacía podrida o desarmada en las aguas del Callao; apenas si había armas útiles en nuestros parques y, síntoma más triste, los odios de facción, las rivalidades internas, las furias de las pasiones, vivas aún ante el peligro de la patria, hacían imposible todo plan serio y decisivo de ataque o de defensa.

Para colmo de imperdonables errores y en los momentos de comprometido el conflicto, nuestro Gobierno devolvió al de Chile ocho mil hombres avecindados en el Perú que corrieron a tomar las armas para regresar por la fuerza de ellas a los hogares de que se les arrojaba, y fueron luego sus mejores soldados, con perfecto conocimiento del territorio teatro de la primera campaña.

Tronó, al fin, el cañón en los mares con suerte tan favorable para el enemigo, que por una corbeta de madera que destrozó el ariete del Huáscar perdimos estrellada contra una roca, la mejor de nuestras naves.

Las proezas de Grau, manteniendo solo el honor del pabellón peruano en la inmensidad del Pacífico, le condujeron a un sacrificio estéril y nunca bien llorado. Chile quedaba dueño de los mares y con libre acceso a nuestras costas. Ya era oportuno sacudirse del vértigo que presidió nuestros primeros pasos en la guerra, pensar con sensatez en la partida que afrontábamos, sofocar el necio orgullo personal, y salvar en cuanto fuera posible, nuestra desgraciada patria. Predominaron las pasiones todavía, predominaron siempre. 

Nuestro primer Ejército, el mejor Ejército peruano se desorganizó sin batalla en San Francisco, y aunque un puñado de valientes, mediante esfuerzos verdaderamente heroicos, vengaba el ultraje en Tarapacá, se le obligó también a emprender una retirada mortal que esterilizaba su triunfo, abandonando heridos, armas y parque, al enemigo.

Lo que desde aquellos días fatales hemos sufrido, no tiene como expresarse. Los Ángeles, Tacna, Arica, San Juan, Chorrillos, Miraflores… sucesión de desastres irreparables.

Un Grau, un Bolognesi, un Ugarte, cien más que suben al cielo inmortalizando su sacrificio; y al lado de esos titanes de la heroicidad, miserables que intrigan frente al enemigo, que conspiran, que abandonan el puesto del deber, que especulan con la sangre y el honor del pueblo víctima ¡Qué tremenda expiación! ¡Qué espantosos castigo!.

Tended la vista sobre lo que fue el Perú de las tradiciones fabulosas y de las magníficas esperanzas. Las grandes ciudades del litoral, centro, no ha mucho, de actividad, de entusiasmo y de progreso, hoy sepulcros del patriotismo, soportando en silencio la férula del vencedor, reuniendo las migajas de sus miserias para cubrir gabelas y cupos interminables. Mas allá pueblos incendiados, campos yermos, talleres silenciosos, escuelas abandonadas, viudas inconsolables, huérfanos desnudos, clamores de mendigos. Por todas partes humillación, y lágrimas y caos.

Y ¿hay quién pretenda prolongar esta situación en nombre de la patria? ¡Qué horrible patriotismo!.

Mientras tuvimos naves, mientras tuvimos Ejércitos, armas, recursos, esperanzas, la guerra obstinada pudo disculparse. Más cuando absolutamente todo, se ha agotado o perdido, mantener el estado de guerra es un crimen. 

El pueblo ha dado su sangre, sus ahorros, su pan del día, conforme se lo han exigido, con promesas delirantes de triunfo o de reparación, los que han arbitrado de su suerte. Nada más tiene que dar. Desengañado, en cuanto al éxito de una guerra que la han fomentado y siguen fomentándola ambiciosos sin corazón y miserables intrigantes; de una guerra que sólo le ha traído ruina y vergüenzas, el pueblo peruano quiere la paz. Extenuado y a merced de los que aún conservan armas que no supieron manejar en el momento oportuno contra el enemigo común, y sí descargarlas contra sus indefensos compatriotas; descreído por que a cada momento sufre nuevas decepciones y se le envuelve en nuevas farsas mal urdidas por merodeadores políticos, ve en la paz inmediata su única salvación posible.

En estas circunstancias y como lo he manifestado en mi Manifiesto del 31 de agosto, me encontré al frente de los departamentos del norte, cuando el último Gobierno improvisado para salvar el conflicto, faltando a su programa y a sus deberes, después de haber dado la última mano al saqueo de esta región noble y sufrida, se trasladaba a continuar en el sur el sainete ridículo de la defensa nacional.

Todos los peruanos honrados sentían la necesidad de entrar francamente en el periodo de la paz. La guerra interminable sólo puede conducirnos a la suprema catástrofe. Perdidas las últimas fuentes de salud, el Perú no se levantará jamás de la postración a que lo han conducido sus hijos locos o corrompidos.

Mientras más se prolongue la mortal dolencia, más se alejan las esperanzas de salvación para nuestra nacionalidad agonizante. La guerra desde febrero de 1880, no se hace a Chile, sino a nuestros propios desventurados pueblos.

Faltaba un hombre de bastante grandeza de alma para decir en voz bien alta estas verdades tremendas, y arrastrar la ira de los malvados y las consecuencias de las veleidades y del delirio de los insensatos; faltaba un corazón bastante abnegado para ofrecerse en holocausto a la salvación de su patria, y al buscarle con toda la fe que inspiran las obras santas, he creído sentirle latir dentro de mi pecho.

Con la misma nobleza que me llevó a los campos de batalla cuando aún era posible combatir, me he puesto a la cabeza del movimiento nacional regenerador, no para imponer a los pueblos mi voluntad individual, sino para escuchar la suya y acatarla.

Ya es tiempo de que se dé a los ciudadanos todos, los medios a que tienen derecho para decidir de sus destinos. No sean, de hoy más, el horrible juguete de caudillos traficantes o dementes. Hagamos de la democracia una hermosa realidad. Nunca es tarde para sentar las bases de una reforma radical en el sentido de lo justo y de lo reparador.

Sin abrigar la necia pretensión de constituirme en el genio salvador del Perú, y comprendiendo que sólo la unión de todos los elementos sanos y honrados que aún sobreviven al general cataclismo, puede intentar con éxito la obra de paz y de rehabilitación, os he convocado y reunido, ciudadanos Representantes, para poner en vuestras manos, como legítimos y competentes delegados de los departamentos del norte, la autoridad que en ellos he ejercido.

En cuanto al uso que de la autoridad he hecho administrativamente, será asunto de una memoria especial, que tendré el honor de presentaros por secretaría.

Vuestra misión, atento en el decreto que os mandó elegir, se concreta a dos puntos principales.

Recibir y ejercer la autoridad que os entrego;

Resolver lo que creáis más racional y digno en el sentido de iniciar la paz con Chile, o continuar indefinidamente las hostilidades.

En el primer caso y respetando la unidad nacional, procurar ponerse de acuerdo con las regiones del Centro y del Sur, para obrar de consuno o con su anuencia.

En el segundo, si con mejor criterio, que yo, estimáis la verdadera situación del país, adquirir los medios indispensables para combatir eficaz y gloriosamente.

Creo un deber de alta importancia insistir en llamaros la atención, sobre la nefanda influencia que en la suerte del Perú han ejercido las incalificables luchas intestinas, hasta en los momentos de los supremos conflictos. Mientras las inveteradas odiosidades de bando no se ahoguen en nombre de la patria para reunir en un sólo todo los esfuerzos de sus hijos, la empresa salvadora en el sentido de la unificación nacional sobre la sólida base de la reconciliación de los hombres honrados. En todos los bandos políticos, hay indudablemente sanos elementos que utilizar. Reuníos a la sombra del pabellón de la nueva patria.

Por mi parte, si alguna vez no he podido contener mi indignación contra círculo determinado, por creerle causante de las desgracias que nos abrumen, cúmpleme declarar una vez más, que no he militado ni milito al servicio de ningún bando personal; que tanto horror me inspiran la intransigencia y el exclusivismo en el partido que constitucional se hace llamar, como, en el que nacional se titula; y que, si he tratado nueva política en el país, ha sido y es, reuniendo en torno mío a todos los peruanos que busquen la regeneración de su patria en la paz externa, y en el orden, el trabajo, el progreso y la libertad en el interior.

Quiero decir también una palabra sobre los que juzgándome un revoltoso vulgar, delirante de ambición, han censurado con más o menos virulencia la patriótica actitud que asumí para convocaros y congregaros. A los que me han calumniado por sistema, comprendiendo los móviles verdaderos de mi conducta, los compadezco. A los que se han engañado de buena fe, los perdono y les envío un consuelo en la lealtad de mi procedimiento ante vosotros.

Ciudadanos Representantes:

Vuestra influencia va a ser de vida o muerte para la patria. Que el cielo os ilumine y os conduzca.

Satisfechos mis anhelos, y al volver a mi hogar, desde donde acataré siempre vuestras decisiones cábeme el honor de saludaros, simple ciudadano.


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Texto del mensaje publicado en la web del Museo del Congreso y de la Inquisición congreso.gob.pe/museo/

Saludos
Jonatan Saona

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