14 de noviembre de 2013

Ricardo Palma y R. Darío

Ricardo Palma
Ricardo Palma
Escrito por Rubén Darío

Fui desde el Callao a Lima, por sólo conocerle, en Febrero de 1888. De a bordo a tierra iba con un chileno que me decía: — "¡No vaya usted a verle; es como un ogro de terco!" 
— Yo pensaba para mi coleto: — De un regaño no ha de pasar. .
Y ¡cáspita! recordaba mi "Canto épico a las Glorias de Chile". 

Llevado por un coche que encontré en la calle de Mercaderes, después de caminar un buen rato por aquellas calles de la alegre ciudad de los virreyes, me encontré a las puertas de la Biblioteca Nacional. Entré y, tras pasar largos corredores, llegué al departamento del señor Director. Frente a la puerta de su oficina me detuve un momento, para admirar el célebre cuadro de Montero La muerte de Atahualpa. Por fín, valor y adelante. Dos golpecitos en la puerta. . . De un regaño no ha de pasar... 

"¡Oh, mi señor don Darío Rubén!..." Ante una mesa toda llena de papeles nuevos y viejos, viejos sobre todo, estaba Ricardo Palma y me recibía con una amable sonrisa, que me daba ánimos, debajo de sus espesos y canosos bigotes retorcidos. ¡Figura simpática e interesante en verdad! Mediano de cuerpo, ágil a pesar de su gruesa carga de años, ojos brillantes que hablan y párpados movibles que subrayan, a veces, lo que dicen los ojos; rápido gesto de buen conversador, y palabra fácil y amena, ¡tal era el ogro! 

— "Oh, mi señor don Darío Rubén"... Así me saludó, así, poniendo el apellido primero y el nombre después. Mi pobre nombre tiene esa capellanía. En diarios sud-americanos he leído: "El escritor que se oculta bajo el pseudónimo de Rubén Darío" Sí, unos lo creen pseudónimo, otros lo colocan al revés, como el ingenio de las Tradiciones, y otros, como don Juan Valera, dicen que es un nombre "contrahecho o fingido". . 

¡Válgame Dios! Pero dejo para otra vez de contar por qué mi nombre es judaico y mi apellido persa, y vuelvo a don Ricardo. Me habló de su vida entre papeles antiguos, llenos de polvo y polillas; de literatos chilenos amigos suyos; de su querida Biblioteca, que está restaurándose; de la guerra del Pacífico, (ahora viene el regaño, pensé); ¡de tantas cosas más ! Luego me llevó a conocer todos los departamentos del edificio, el salón de pinturas y esculturas nacionales, el de lectura y los extensísimos de los libros y manuscritos. 
No pude menos que exclamar: "¡Rica Biblioteca!

Encendí la pólvora. Vino el regaño, pero no para mí; no apareció el ogro sino el hombrecito vibrante y patriota:
— "¡Rica antes de que la destrozaran los chilenos! Cuando la ocupación entraban los soldados ebrios a robarse los libros. Vea usted, mi señor don Darío, vea usted". 
Se acercó a un estante y tomó un precioso incunable en una de cuyas páginas estaba escrito, con letra de Palma, que el libro había sido comprado en dos reales a un soldado de Chile. Me narraba atrocidades. Me dijo todo lo que había sufrido en los tiempos terribles. Y al oírle hablar todo nervioso, con voz conmovida, yo pensaba: ¿A qué hora le llegará su turno a mi Canto épico? No le tocó. 

Libros ingleses, libros alemanes, libros italianos y americanos, libros españoles, la vieja legión de clásicos, y casi todos los autores modernos, estaban en aquellas estanterías; y luego el amarillento archivo colonial, los cronicones vestustos, la vasta mina escabrosa de donde el brillante y original trabajador peruano saca, a la luz del mundo literario, el grano de oro sin liga que resplandece con brillo alegre en sus tradiciones incomparables. 
  
— "Me da tristeza, me dijo, que la parte americana sea tan pobre". Y en efecto, hacían falta muchas notables obras chilenas argentinas, venezolanas, colombianas, ecuatorianas y, con especialidad, centro-americanas. Recuerdo que entre los libros de Guatemala encontré algunos de autores cubanos. Batres Montufar, el príncipe de los conteurs en verso, estaba allí; pero no García Goyena, el egregio fabulista, honra de la América Central, aunque nacido en el Ecuador. Pasamos luego a un gran salón donde están los retratos de los presidentes del Perú, destacándose entre ellos el del General Cáceres, en su caballo guerrero de belfo espumoso y brava estampa . 

Vi también el de aquel indio legendario que, correo de guerra, tomado por el enemigo, se comió las cartas que llevaba, antes que entregarlas, y murió fieramente. Palma me explicaba todo, complaciente, afable, citando nombres y fechas, basta que volvimos a su oficina, donde llama la atención, en una de las paredes, un gran cuadro, formado con billetes de banco y sellos de correo peruanos. 

Mientras él me hablaba de sus nuevos trabajos, y de que pensaba entrar en arreglos con un editor de Buenos Aires, para publicar una edición completa de sus tradiciones, yo recordaba que, en el principio de mi juventud, me había parecido un hermoso sueño irrealizable estar frente a frente con el poeta de Armonías, de quien me sabía desde niño aquello de

¡Parto, oh patria, desterrado! 
De tu cielo arrebolado 
mis miradas van en pos. 

Y en la estela 
que riela 
sobre la faz de los mares, 
¡ay! envío a mis hogares 
un adiós; 

y con el autor de tanta famosa tradición, cuyo nombre ha alabado la prensa del mundo, desde "El Fígaro" de París hasta el último de nuestros periódicos. Y veía que el ogro no era tal ogro, sino un corazón bondadoso, una palabra alentadora y lisonjera, un conversador jovial, un ingenio en quien, con harta justicia, la América ve una gloria suya. 

La tradición cultivada fuera de Lima, y por otra pluma que no sea la de Palma, no se da bien, tiene poco perfume, se ve falta de color Y es que, así como Vicuña Mackenna fue el primer santiaguino de Santiago, Ricardo Palma es el primer limeño de Lima. 

Me despedí de él con pena. ¡Quién sabe si volveré a verle! Y ya en el coche, que volaba camino del hotel, -donde tenía que ver a Eloy Alfaro- con los ojos entrecerrados, satisfecho de mi visita, sonreía al pensar en que el ogro no era como me lo pintaba mi amigo el chileno; y guardaba con orgullo en mi memoria, para conservarlo eternamente, el recuerdo de aquel viejecito, de aquel buen amigo, de aquel glorioso príncipe del ingenio.

Guatemala, — 1890. 


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Párrafos de un texto escrito por Rubén Darío y publicado en la Revista Mercurio Peruano, Año II, Volumen III pág 406-410

Saludos
Jonatan Saona

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