16 de enero de 2025

Entrevista sobre Miraflores

Elías Alzamora
Entrevista a Elías Alzamora sobre la batalla de Miraflores (15 de enero de 1881)

"MIRAFLORES

Es la primera vez que acudo a la vera cariñosa de un anciano para escuchar el relato de una de las batallas de la guerra tremenda de 1879. Apenas si conversaciones adventicias con hombres del ayer me pusieron en contacto con la emoción de aquellos días en que se escuchó "el destemplado clarín del vencedor". Pero de manera especial, premeditada, buscada con afanoso empeño, es esta la conversación inicial que tejo con un hombre de edad provecta que estuvo en la guerra y cuyos ojos se llenaron de la feroz algazara del combate. 

Es mi tertulia don Elías Alzamora, varón ilustres méritos, de vida ejemplar y de caudaloso patriotismo. Hombre de esos chapados a la antigua usanza, sin mácula, austeros, rectos como un obelisco y paradigmas de tolerante bonomía. El señor Alzamora formó parte de un reducto de la batalla de Miraflores. Allí resultó herido y guarda, como un avaro en un viejo rincón, tibios recuerdos de ese día memorable que hoy, a los 45 años, tiene la fineza de rememorármelos mientras el humo de los habanos teje arabescos caprichosos en la cómoda esencia que sirve de asiento a la tertulia.
 
—¿Cómo fue aquello de la batalla? le pregunto con vistas a la interviú anecdótica.
—Quiere Ud. preguntarme, el detalle del combate?

—Nó, don Elías. El relato es ya sabido. Comenzó a las dos y media de la tarde, se mantuvo indeciso y aleatorias hasta las cuatro; se resolvió francamente a favor de Chile a golpe de las cinco y a las seis estaba el Perú derrotado. Conocer esto ya no interesa. Vengan las remembranzas, las evocaciones el pormenor de la jornada. todo aquello que son "migajas" para la historia inflada y vestida de dómine pero que es suculento manjar para la grande e insaciable curiosidad de las gentes.

—Me parece muy bien: pero Ud. interrogue por que la memoria va mal... Estoy tan viejo.

—Mi amigo. Viejo, sí, más viejo como aquellas encinas robustas y prepotentes que dan sombra, paz y sosiego. Voy a confesarlo. 
—Eso es. 

—Quién era jefe de su reducto? 
—Don Juan de Dios Rivero, padre del Coronel Rivero de la Guarda. Era un tipo interesante: valiente, entusiasta, decidor, “sin miedo y sin tacha” como aquel guerrero francés que Ud. conoce.

—Si. Bayardo. ¿Y sus compañeros?
—Me acuerdo muy poco de sus nombres. Espere Ud. De los que aun viven podría citar a José Ignacio Barreto y a Octavio González. De los que se ha llevado la muerte casi no conservo visión.

—Del curso de la batalla ¿no conserva alguna añoranza sugerente, algo de grato contar?
—Sí, varios. Le referiré, por ejemplo, lo que aconteció con el padre del Dr. Gonzalo y del ingeniero don Fernando Carbajal, Capitán Manuel Carbajal, que fue mi compañero de reducto y mi hermano de sangre.

—¿De sangre?
—Es un parentezco interesante y se originó de muy curiosa manera. Carbajal se hallaba delante de mí en el momento en que los chilenos iniciaron el fuego de su fusilería y le cayó un balazo que cruzándole el vientre vino a salirle por la espalda para ir a bandear luego una de mis piernas. Desde entonces resultamos hermanos de sangre.

—¿Y aquella herida?
—A mí me impidió continuar en la pues me sobrevino una copiosa hemorragia. Fuí recogido del campo. 

—¿Y a don Manuel Carbajal? 
—A mi noble amigo le fué peor y resultó su herida el comienzo de una episódica historia mitad guerrera y otra mitad médica. Un negro que se hallaba en el reducto y que fué en un tiempo según creo sirviente de la familia Carbajal lo recogió del campo y atinó a conducirlo, a un puesto de ambulancia establecido en San Borja. De allí lo llevaron al Hospital 2 de Mayo dónde lo atendió de inmediato el doctor Belisario Sosa. Como en ese tiempo no era costumbre atreverse con las operaciones del vientre el remedio para tales casos consistía solo en proporcionar al paciente los auxilios espirituales... y hasta cajón. A Carbajal lo confesaron le administraron el último sacramento y allí en su cama hubiese muerto sino tiene la fortuna de imponerse el destino y recibir de Dios y del doctor Sosa la gracia de continuar en el mundo de los vivos. Pasó un día, después otro, más tarde una semana y ante la estupefacción de todo el Hospital se levantó una mañana y con sus propios pasos dejó el establecimiento. 

—Qué curiosa narración. 
—Años después Carbajal figuraba en primera línea entre los magnates de la política. Fué Ministro de Hacienda de Morales Bermúdez y auspició importantes reformas en el manejo de las finanzas públicas. Era un hacendista conservador en el fondo aunque en la forma no fuera igual. Predicaba la publicidad de todo el movimiento hacendario en forma tal que hasta el último ciudadano pudiese saber en todo momento el curso de los ingresos y egresos del país, para cuyo fin organizó una Gaceta especial. Y todo esto en 1891. 

—Eso en cuanto a Carbajal. ¿Y su herida? 
—Ya lo dije que me recogieron del campo. Fueron cuatro amigos, entre ellos José Ignacio Barreto, los que tomaron sobre sí la pesada labor de sacarme de ese infierno de balas para conducirme a la capital. Me llevaron por el lado de Cocharcas buscando la protección del cerro Agustino. En el trayecto era frecuente ver caer a los compañeros fulminados por una bala certera disparada por los enemigos. Es por eso que nunca juzgaré bastante mi gratitud a esos mozos que con peligro de sus propias vidas salvaron la mía. 

—¿Cuál fué su emoción de la batalla? 
—No lo podría decir. Era aquello tan sublime. El peligro se apagaba ante el furor patriótico. Yo no podría hablarle de valor pero si pudiera, en cambio, decirle hasta que extraordinarios vértices no llegaba el ansia de salvar a la Patria.
 
—¿Y antes de la batalla? 
—Todos los reductos se estremecían de ira pues corría la noticia que San Juan fué el campo de una derrota aparejada por la poca habilidad del ejército nacional. Figúrese, ¡cómo si aquellos soldados no hubiesen escrito en cada palmo de tierra la historia de un máximo heroísmo! La ira era inmensa y recuerdo que para apaciguar los ánimos arengó a los nuestros el poeta Teobaldo Elías Corpancho que con verbo exaltado nos tornó a la calma incitándonos a vengar la derrota del ejército nacional. 

—Y en el fragor de la batalla ¿sintieron alguna vez la esperanza de la victoria? 
—Sí. Pero fue una seducción pasajera. Al comenzar el fuego se esparció la noticia de que en los reductos 1 y 2 la victoria sonreía a los peruanos. Después se ensombreció el panorama. 

—Recuerda Ud. a los que murieron en su reducto? 
—A todos los muertos no los pudiera precisar. Tengo presente a Juan Alfaro, que estuvo en el "Huáscar" como contador y que salvado de perecer en la nave del Almirante vino a morir en Miraflores. También recuerdo a Pedro Bandini que era hermano del arzobispo del mismo apellido y cuyo nombre se hizo familiar a todos elementos de las reservas pues era muy gracioso y amigo de componer letrillas de rica enjundia irónica. 

—¿Pudiera citar alguna? 
—Sí. Estaba una vez de centinela y como viera que al trote venía una manada de vacas bravas soltó el fusil y volvió grupas. Entonces lo obligaron a volver a su puesto y él por toda respuesta, dijo: 

"Desde tiempo de mi abuela 
que era tiempo de matraca 
no se ha visto a un centinela
en las astas de una vaca”

Al iniciarse las hostilidades fue el pobre Bandini una de las muchas víctimas que se unieron en la triste tarea de cubrir el campo de cadáveres. No tengo mas detalles de los que cayeron. Sé bien y no lo olvido que todos mis compañeros del reducto 4 y que formaban la Compañía de Alabarderos se halló presente a la hora de la lucha. No faltó ninguno, ni Manuel Yarlequé que era redactor de "La Opinión Nacional" el valiente diario de don Andrés Avelino Aramburú y que frecuentemente dejaba el reducto para venir a Lima a servir a su diario.

—¿Duró mucho la postración originada por su herida?
—No fué la herida, precisamente, la que me obligó a un forzado descanso. Fue la copiosa hemorragia que me sobrevino por mi culpa. Estuve quince días postrado en cama y cuando salí a la calle Lima estaba entregada por completo a la férula del vencedor. Era una ciudad ocupada. Yo volví a mis diarias labores de la Sociedad de Beneficencia, en cuyo seno no puso su bota el vencedor pero que sufrió como todas las instituciones nacionales la tristeza inmensas de la dominación extranjera.

Qué resta decir ahora? Acaso espulgar el recuerdo con mas hondo mirar? No vale la pena. 
Tiempo es ya de no volver la vista al pasado para detenerse en él en una muda y hierática contemplación abstracta. Vuélvase el corazón hacia el retrospectivo paisaje pero no con la amarga quietud mística sino con la tumultuosa resolución de vengar el agravio. Angamos, Arica, Tacna, San Juan, Miraflores no deben ser fuentes de románticas indagaciones ideológicas: deben de serlo de fervientes aspiraciones reparadoras. De cada uno de esos lugares yo imagino que emerge una gran mano temblorosa que señala el camino del sur.
Y hay que ir por allí

Simón HISPANO.


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Revista "Mundial". Año VI, n°292, Lima, 15 de enero de 1926.

Saludos
Jonatan Saona

1 comentario:

  1. Todos los antecedentes que conocemos indican que las tropas que se batieron en los reductos - el día de Miraflores - carecían de preparación militar y veteranía como para enfrentarse a las fuerzas chilenas que les embistieron. Eran simples ciudadanos movilizados, patriotas, valientes, pero sin adiestramiento castrense suficiente. Lucharon, sin embargo, y muchísimos cayeron en sus puestos. Con honor, de acuerdo a los valores de la época.
    Uno tiende a pensar que tal sacrificio no tiene sentido, y que la muerte inútil de tanto ciudadano valioso fue un costo innecesario para el Perú. Pero enseguida surge la pregunta: ¿Y que hubiera hecho el ciudadano chileno sin instrucción militar en un Santiago asediado y a punto de ser asaltado por las fuerzas aliadas?
    Nunca lo sabremos, desde luego. Pero me atrae pensar que la reacción hubiera sido similar, y que igualmente hubieran caído en sus trincheras y reductos defendiendo ese concepto de patria representado en la bandera.
    Fueron guerreros nobles los abuelos y bisabuelos de los peruanos de hoy. Ojalá nunca los olviden.

    R. Olmedo

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