25 de septiembre de 2017

Visita a la Covadonga

Virgen de la Covadonga (1865)
"Una visita a la "Covadonga" 

El sábado 28 de Junio, víspera de la fiesta del apóstol del mar, está­bamos sobre la cubierta de la na­ve más batalladora, más aguerrida y más afortunada que ha poseído Chi­le y que haya surcado el Pacifico en la última mitad del siglo. 

La “Covadonga” es una goleta esen­cialmente histórica, como en breve pasará a ser en la crónica de la marina universal una embarcación legendaria. 

Es ante todo, un corcel de bata­lla, como el caballo de Espronceda. 

En los 20 años escasos que cuenta do vida, se ha batido cinco veces, y en todas partes con gloria. 

En el mes de enero de 1860, cuando salía de su cuna por en medio de los robustos buques de Galicia y de las dársenas del Ferrol, armábanla en Cádiz para emprender la guerra contra los moros en las costas de Ma­rruecos, y allí hacía su primera y original campaña como nave guerre­ra. Dos años después la Virgen de Covadonga atravesaba dos océanos y hacía su primer crucero, batallaba dos veces, en Papudo y en Abtao, como ha vuelto a pelear ahora tres veces, en Iquique, en Punta Gruesa y en Antofagasta; tres campañas y cinco acciones de guerra, sin contar que la heroína repara otra vez su rostro broquel y afila sus armas para lanzarse a nuevas y más arrojadas aventuras.
¿Y cuál de sus más famosos con­temporáneos ha hecho otro tanto, ni siquiera un tercio de su vida de proezas?

II
Hemos visto eclipsarse y desaparecer en inglorioso desarme a sus más reputados contemporáneos—a la Ma­genta y la Solferino, que nacieron en arsenales franceses con los nombres memorables de su cuna (1859)—; mientras que la Repulse y la Zealous, buques británicos que hemos conocido en nuestros mares, y el Aquiles, que fué orgullo de su pendón (to­das quillas de 1862-63), han pasado a oscura vida sin haber usado sus cañones, excepto como saludo el día de la reina. El mismo espantable Danderberg, que tanto codició Chile en 1860, como si fuera por si solo una escuadra, ha desaparecido, con­vertido en leña, en la dársena de Cherburgo, y el no menos temido Monandok, que  amenazó echar a pi­que a la Numancia en la rada de Valparaíso en "menos de un minu­to”, hállase  ahora tirado como viejo y desvencijado cocodrilo en el lodo de la Isla de la Yegua (Moro Island), en el río Sacramento.

¿Y cómo no sentir dentro del pecho los ecos de esta vida de comba­tes, cuyas vibraciones todos hemos oído — Papudo, Abtao, Iquique, Pun­ta Gruesa, Antofagasta— todos nom­bres y triunfos del Pacífico?  Cuando la Covadonga deje de ser buque será un libro.  Y, como tal, habrá de tener derecho  a ocultar un puesto de honor en el museo de las glorias na­cionales.

III
Era el momento supremo en que el barquichuelo se perfilaba por los despeñaderos de la isla de Iquique pa­ra ganar el Sur, y el Huáscar, como para darle su irritado adiós, envióle el único tiro certero de su torre. Toda la goleta se sacudió, como se sacude el cuerpo del caballo bajo la espuela; encogió sus ijares, y echan­do, después del susto y de la ira, todo el aire que pudo a sus pulmones, siguió adelante en su carrera a toda máquina, como ballenato que lleva fijo el arpón en sus costillas.

El proyectil había roto la quilla de babor una cuarta sobre la línea de flotación; había derribado con su solo Impulso los dos sirvientes que pasaban las municiones por un tra­galuz, lastimando en la cara a un bravo niño que presidía aquella maniobra (el guardia-marina Sanz) y en seguida, destruyendo las piernas del desventurado cirujano, dió ins­tantánea muerte al mozo de cámara Ojeda que le ayudaba a descender. 

Hecho todo esto en el décimo de tiempo que tarda el párdado en cu­brir la pupila humana, el monstruo Invisible hizo su escapada asestando al pasar un feroz y rabioso mordis­co a la base del palo trinquete, zambuyéndose en el mar casi sobre la costura divisoria de la proa, y en medio entre ésta y la línea de flotación. Otra vez el mismo fenómeno y el mismo milagro de preservación.

Si el proyectil entierra su cabeza un jeme más abajo de su perfil de salida, el buque, en lugar de Irse a pique por el forado de babor, se iría sumergido por el forado de estribor.

Y el doctor, ¿cómo murió? pregun­tábamos allí medio encorvados, como bajo la bóveda de una sepultura, a un joven marinero, natural de Val­paraíso. que, silencioso, comenzó a seguirnos.

Y acercándose callado, en la oscu­ridad, una respuesta verdaderamente gráfica, levanto sus nervudos brazos, entreabrió el tragaluz que alumbra­ba el recinto y nos dijo:
—Por aquí al bajarse de cubierta, a donde había subido por entusias­mo y de donde le hizo bajar la fatalidad en el Instante mismo en que el proyectil bandeaba el buque. El mozo de cámara, que le servia como de estribo para dejarse caer, quedó muerto como tocado por el rayo.

—¿Y el cirujano?
—¡Ah, señor! El doctor vivió hasta las ocho de la noche.  Al principio poco caso le hicieron, porque cuando se pelea, ¿quién se acuerda de los que caen ni de los que mueren?  Lo cusieron en este camarote (y señala una especie de lóbrego agujero), tapado con un coy, y allí estuvo en silenciosa agonía mientras duró el combate y la persecución del Huás­car;  pero cuando éste nos dejó, casi al oscurecerse, lo llevamos a su ca­marote, junto al del comandante, en la cámara de los oficiales, y allí lo dejamos en paz porgue no hablaba ni quería que le hablásemos, hacién­donos señas con la mano.

Terció aquí en el lúgubre diálogo otro personaje  de  la  leyenda.  Era el mayordomo de la cámara de los ofi­ciales, un muchacho de buena y bon­dadosa fisonomía, vestido con ca­saca—levita de botones  amarillos.

—"Cuando me lo entregaron (porque aquí ya él hablaba  de  sus  dominios), le besé la mano y le pregunté cómo se sentía.  Me hizo señas de que no le hablara, pero tampoco se quejaba. Una hora después vino el sangrador a decir al comandante que el doctor estaba muerto, es decir, que descansaba... Cuando fui a avisarle al teniente Orella, bajó del puente a la cámara y le dió un beso largo en la frente, y como yo tenía la lámpara vi que dos lágrimas le corrían por el rostro..."

¡Sublime espectáculo! Aquel mozo de fuerzas hercúleas, que había hecho gemir al buque con la voz de los cañones y la suya propia -semejante a la del bronce- tenía escondidas dentro de las paredes de su alma aquellas dos lágrimas de ternura para el camarada y amigo... ¡Qué grupo aquel para inspirado pincel!

En cambio, aquellas lágrimas eran sólo una devolución.  En la mañana durante la primera hora del combate, el entusiasta cirujano — bravo como todo coquimbano y heroico como todo serenense — había estado al pie del cañón de Orella, acechando por la mura el efecto de sus balas  y a cada disparo acertado (que eran todos) lo estrechaba con efusión en sus brazos.  Pero el implacable destino llevólo de repente al fatal pañol, y allí cayó mutilado.

¡Extraña ironía!  El cirujano Videla, llamado a ser el último de la prueba en la batalla, moría desangrado en manos de un sangrador!

Por lo demás, toda empresa habría sido inútil, porque la tibia (las canillas) de ambas piernas había sido reducida a fragmentos. ¡Pobre man­cebo! Su muerte debía ser el cre­púsculo de aquel día refulgenlte, de tanta luz, y expiró junto con esta en la penumbra de la tarde...

Detalle triste pero sublime, que no hemos oído citar a nadie sino a bordo de la Covadonga.

Las granadas de la Independencia despedazaron los botes de la goleta chilena esparciendo sus tablas y as­tillazos sobre la cubierta. De estos trozos, que el plomo enemigo habla labrado, el carpintero de a bordo tra­zó a la ligera el ataúd del cirujano de la Covadonga. Pedro R. Videla, como el varón de Montcalm en las llanuras de Abraham, fué enterrado en el surco que dejara en el campo de batalla el paso de una bala de cañón.

Pero el cirujano do la Covadonga no sólo cumplió hasta lo ultimo su deber de ciudadano, sino el de médico. Llamó uno a uno a los oficia­les a la cámara y les hizo beber una bien colmada copa de coñac, servi­da por su mano y bebida por su or­den. Como hombre de ciencia, él sa­bía que los nervios de la maquinaria que constituyen la armazón física del ser humano, necesitan de tensión, como las cuerdas del arpa, para pro­ducir sus más poderosas vibraciones. Los que han acusado ligeramente, por el dicho de marinos prisioneros, de ebriedad a los oficiales del Huáscar, han cometido una vulgaridad contra las costumbres del mar y de la batalla.

—“La pólvora para los cañones, el grag para las gargantas’’.—Esa es la máxima y ese el hecho británico, porque el inglés se amolda a la ley humana y sabe que el miedo en el hombre es tan natural como el amor a la vida; así como sabe que es el deber y el honor, la ira y la gloria los que forman después el cuerpo de batalla. El mismo heroico Nelson, agonizando, sobre el puente de la Victory, decía a su comandante de bandera (el capitán Hardy, tan conocido en Chile en la era de la independencia): ¡Hardy, Hardy! How dear is life to all men. (¡Cuán dulce es la vida para todos los hombres!)

VI.
Satisfecha con la naturalidad im­pasible de los sepultureros aquella parte de nuestro interrogatorio, subimos otra vez a cubierta para visi­tar el departamento central —el vien­tre del buque.— Aquí está la máquina, que es casi un juguete por sus proporciones, y a ambos lados, como dos grandes capachos de fierro, las carboneras con sus paredes de grueso latón. Una de estas paredes, la de estribor, está como desplomada hacia adentro: es una bomba de la Independencia que ha reventado den­tro del combustible, y sofocada allí ha empujado todo todo en la direc­ción de su velocidad, pero sin frac­turar nada. Otro milagro del com­bate: si la bomba no se sofoca al re­ventar, la máquina y sus calderos estallan como un fulminante bajo la presión del martinete, y entonces la nave tres veces afortunada, que ha escapado de volar o de irse a pique a proa, muere como el hombre a quien se le revienta en la mitad de la calle un aneurisma.

Todos ponderan la admirable sere­nidad del primer maquinista don Emilio Cuevas, joven de apacible y casi dulce fisonomía, en aquel fatal encuentro. Un instante de pánico, y la máquina, abandonada a sí misma, se hace mil pedazos. Pero este mecá­nico es de "Cuevas de Rancagua”, nieto de aquel don Bernardo Cuevas que no quiso salir de las trincheras y pereció inmolado en la puerta de la iglesia. Es de los Cuevas que, como los leones, no salen de la cueva.

VII
Hemos empleado ya una larga me­dia hora en esta pesquisa de la bravura chilena, y nos dirigimos a la popa seguidos de grupos de marineros que llegan de tierra después de su comida y de su trago. Son 8 o 10, y con una o dos excepciones de taimada sobriedad, todos los demás quieren a porfía contarnos la leyenda de su gloria.

—Esperad un poco, bravos mucha­chos, les dijimos.

Y bajamos a la cámara de popa para organizar mejor nuestro ince­sante trajín de preguntas y respuestas Se ha dicho que el historiador es sacerdote. Pero lo que es el cro­nista que precede al narrador póstumo, suele necesitar hacerse alguacil para que el inventario de la gloria pase limpio y depurado a la posteri­dad.

VII
 Ahora un detalle casi doméstico. 
El piso de la cámara está cubierto con un encerado a cuadros, cuya frescura de colores revela su proxi­midad al almacén inglés en que fué comprado.

—"Ese es un recuerdo del coman­dante Prat, exclama tristemente un marinero que se ha detenido en ac­titud respetuosa en el dintel de la puerta. Cuando arregló el buque pa­ra llevarlo a Iquique, él mismo tomó las medidas con un papel, hincándo­se en el suelo, y luego volvió de tie­rra con este encerado, que hizo cla­var sobre las tablas.”

Esta minuciosidad de detalles es una de las revelaciones del carácter completo y admirable de Arturo Prat. No descuidaba ni desdeñaba nada, desde el pavimento humilde hasta la bóveda resplandeciente de la inmor­talidad. En casa de su tía doña Cla­ra Prat, calle de Mesías N° 56, hay un tapiz nuevo en pobre alcoba: es un regalo de Prat, como el encerado de la Covadonga.

IX
Los grupos de las estrechas puertas de la cámara habíanse vuelto todo lenguas para contestarnos, cuando, como figura dominante, adelantóse un marinero de tez morena y quebrajada por los años y el cierzo. Era el “capitán de altos” Juan Gon­zález Concha, y como capitán eclipsó a los marineros con su voz y su arro­gancia.— Donde manda capitán... parecían decir su gesto y su apostu­ra, como un refrán vivo.

En dos palabras contónos Gonzá­lez su historia. Era de Concepción. Su madre se llamaba Juana Concha, y lo echó al agua como quien lo hu­biera echado a la chigua. Tenía más de un cuarto de siglo de navegación, y de ésta la mitad con ingleses. Ha­bía estado, por consiguiente, en Londra, en Gualtimore (Baltimore) y en la China cinco veces, y sabia inglés como un delfín.

— ¡Pero, vamos! Cuéntenos como sucedió el combate.
—Voy a decirle, señor; pero ¡cui­dado con chistar! dijo a los otros con gesto de mando, y casi sacando el pito de la faltriquera. 

X
—Cuando el tope dijo: ¡Humos al Norte! todos nos pusimos a mirar por los lados de abajo por la batayola.  (Ya hemos dicho que el capitán de altos González Concha es arri­bano). 

—¿Y quién descubrió al Huáscar?
—Se descubrió solo el bárbaro. 

Cuando asomó la cara, venía muy pegado a la costa, y como adrede echaban tanto humo aquellos diablos.  Nadie podía conocerlos.  Decían unos que eran amigos, otros que eran la Unión y la  Pilcomayo, y otros que eran el diablo...  Hasta que el bu­que delantero, como guapo, viró hacia el Oeste para encerrarnos, y entonces le vimos los dos palitos pe­lados y sin crucetas, y todos dijimos: ¡El Huáscar!, es el ¡Huáscar!

—¿Y qué hicieron?
—Nos quedamos calladitos, mirándonos unos a otros, y mirando todos a mi comandante. 

 —¿Y éste qué hacia?
 —Se paseaba por el puente sin soltar el anteojo, y de repente mandó disparar un cañonazo. Era la señal para que viniese la Esmeralda.

—Y luego, añadió, el viejo marino, con voz casi balbuciente, llegó la pobre mancarrona, andando así, así, como cojo y con muletas, al pasito, porque al moverse se le reventó un caldero. Parecía que le venían do­liendo los pies.

—¿ Y ...?
—Se pusieron al habla con la bo­cina mis dos comandantes,— mi co­mandante Condell con mi comandante Prat.

—¿Y qué se dijeron?
Aquí el capitán de altos encartu­chó su mano derecha e hinchando los robustos cachetes como un tiburón, comenzó a referir, o más bien, a remedar el diálogo sublime:
“ Co—man—dan—te Prat, te—ne­—mos al “Huás—car” y “ La In—de—pen—den—cia” a la vis—ta” : así, sí­laba por sílaba, como sale de los ecos de la garganta de metal de la bo­cina.

— ¿Y qué contestó el comandante Prat?
— Contestó: ¡Cada uno a sus pues­tos y cumplir con su deber!

—¿Y qué dijo Condell?
En esta parte el buen John encon­tróse en sus canchas y en su bu­que. y asumiendo una actitud fiera y británica, escupiendo a un lado y limpiándose los labios con el revés de la mano, contestó con voz estentórea:
— ¡All right!
Palabra que quedará en la historia y que quiere decir, breve, pero valerosamente:— ¡Está bien!

—¿Y no preguntó también, el comandante Prat si había almorzado la gente, y no mandó reforzar las cargas en los cañones?
 —Sí, señor: pero eso fué por señales con banderas, hizóse aquí una pausa en el rá­pido diálogo, porque no era nues­tro deseo que el verboso capitán de altos nos contase de plano lo que había visto sino simplemente lo que había hecho: y estábamos viendo patentemente que quería.... a todos sus camaradas sin dejarles ni resollar, sobre sus hazañas.

XI
Proseguimos la calurosa charla, vol­viendo el capitán de altos a tomar la palabra, a la manera del capitán Orella, es decir, en la boca del ca­ñón.

—Entonces. González, tu fuistes el que primero descubristes al Huáscar, ¿cómo ibas diciendo?
—No, señor, fuimos todos. Pero el primero que se afirmó en que era el Huáscar, antes de que virase,  fué el fogonero 1°, Gumercindo Sepúlveda, que había navegado 14 meses en él, y quien, mirando con el anteojo del doctor, dijo, apenas miró: ¡Es el Huáscar, caballeros!, y se fue a su puesto en las parrillas.

Contaremos por vía de episodio mediterráneo, que Sepúlveda es el mismo hermoso tipo de marino que venía en la proa del carro-góndola, el 27 de junio, batiendo una bande­ra, y que se pasea todavía  por San­tiago, llevando dos fantásticas cha­rreteras, compuestas de pañuelos de color, medallas, cintas, escapularios... Es un muchacho de San Carlos de Ñuble, donde tiene "un  hermano cura­" y que viendo pasar por la calle de su pueblo al 3° de línea con la banda de música a su cabeza, hace 12 años, se metió entre los tambo­res, llegó a Lota, embarcóse de grumete para Australia o California, y 
ha corrido el Pacifico de parte a par­te, como si fuera un potrero. Tiene ahora apenas 28 años, y se hallaba de fogonero en la línea americana entre San Francisco y Panamá, cuan­do supo la guerra y en el acto se vino "de guerra” a Valparaíso.

Háse creído que llamar a los mari­nos chilenos “pájaros del mar” es una figura imaginativa; pero en ver­dad, eso no es sino una definición. Como el andariego pililo de tierra en las faenas, asi el inquieto chango un buque a otro buque, como la ga­viota que vuela de roca en roca por las playas.

 XII
—¿Y entonces? — volví a preguntar, imitando mi interrogación a una palabra para dejarlas todas al lo­cuaz capitán de altos.
—Entonces... ¡Ah! cuando está­bamos hablando con la Esmeralda... ¡el Huáscar se atravesó, echó abajo su murada y ... ¡zum! vino la bomba como un toro, medio a medio de los buques.

Y entonces ya no nos miramos, ni miramos al comandante, sino que gritamos todos ¡Viva Chile...! y ¡Viva Chile! respondió la Esmeralda y comenzó la fiesta. ¡Y guaraca con ellos!

XIII
Y aquí el capitán de altos comenzó en su estilo, y en su lengua a con­tarnos el lance asombroso tal cual lo sabemos por los partes oficiales, y tal cual en otro lugar lo hemos na­rrado.

— Pero tú, ¿qué hiciste? volvimos a decirle, encerrándolo dentro de su exuberante personalidad.
— Yo, como capitán de altos, con­testó González, me trepé con cuatro marineros a la cofa del trinquete, y allí nos parapetamos con coyes, que quedaron hechos estopa con las ba­las; pero a nosotros no nos hicieron los negros ni rasguños. ¡Qué cholos tan vilotes para la puntería, y esto que tiraban con ametralladoras!

—¿Y ustedes acertaban?
— ¡Buen dar, señor! Traían los ne­gros un cañón de a 300 (era sólo de 150) a la proa, y el afán que tenían era barrernos de enfilada por la po­pa de la goleta. Y nosotros, que no habían de cargar el bárbaro granda­zo, porque si lo cargan, nos junden.
Así, venía un negro guapetón y toma­ba el atacador... ¡abajo el negro! Venía otro negro, ¡abajo otra vez el negro! hasta que los vilotes arran­caron, dejando el atacador metido en la boca de la pieza.

Y para contar esta leyenda, de la cual Víctor Hugo habría tejido tela para dos capítulos, el capitán de altos tomó un comblain del armario y co­menzó a hacer el aparato de cargar y hacernos las punterías uno por uno, —a Errázurlz (Isidoro), a Espejo, a Montiel (Agustín Montiel Rodrí­guez), a Casto (Luis E.) y a mí mis­mo, más ligero que a los otros.

— ¡Cuidado, hombre, que nosotros no somos negros, le dijimos; pero ni por eso el bravo dejaba de cargar y apuntar, y... ¡tum, tum! ¡abajo el negro!"

Estábamos tupiditos en la popa, como chinches, exclamó en esta coyuntura otro marinero del grupo, y tiramos 6,000 tiros sin soltar los rifles, que llegaban a chirrear. Cuando anclamos en Antofagasta, nos emigra de un mar a otro mar y de mandaron de tierra otros 6,000 tiros, porque no había quedado ningún cartucho a bordo. Por esto los co­mandantes de los cholos dicen que les pegamos con metralladora...

XIV
—Y a todo esto, ¿qué hacían el comandante y los oficiales?
—Lo que hacían era pelear y ... ¡fuego, muchachos! Yo aguaitaba al comandante para ver si se ponía detrás de la chiminea. Pero, ¡bueno el chiquitín! ni pestañeaba siquiera, y manda que manda: ¡Orza a babor! ¡A estribor la caña!— Fuego, mucha­chos!— Adelante la máquina!— Fue­go y fuego, y viva Chile, y golpea con la espada retando a los negros. ¡Qué hombre tan guapazo y tan for­mal entre las balas! Como yo estaba en el trinquete, tenía a mi capitán Condell a la vista y no le perdía pisada.

— ¿Y Orella?
— ¡Aijuna, señor! No me hable de ese hombre. Parecía un león acorra­lado, y a cada cañonazo que acerta­ba con la pieza número uno, decía palabras tan fieras y tan bonitas...

—¿X qué decía?
—Repitiólas el capitán de altos, una a una, porque eran sólo dos y de pocas sílabas...

Y aquí quisiéramos otra vez pedir prestado su gesto a Cambronne y su paleta a Víctor Hugo en Waterloo.

-—Y ¡bala y bala! Mi teniente Ore­lla les tiró 35 balazos y les acertó 30. Mi teniente Lynch, con el cañón número dos, les tiró 30 balas, y ¡có­mo serían éstas, cuando mi teniente andaba a pata pelada para no resba­larse y apuntar mejor!

—He aquí, exclamamos todos dos sublimes cabos de cañón! Y estuvi­mos al pedir un ¡Hurrah! para ellos, por el niño que mandaba sobre cu­bierta los cañones de a seis (Valenzuela), y por el otro niño que no desamparó ni un soló instante el puesto de mayor peligro en el com­bate —el de la Santa Bárbara (Sanz)

XV
Asegurábamos los de a bordo que en la postrera hora del combate, los cabos de cañón, Orella y Lynch, dis­paraban con los cañones completa­mente caldeados, y fué un verdadero milagro que no estallasen las cargas. 

Cinco veces, al recular con violencia, se desmontaron las piezas, saliéndose de sus delgados rieles; y era ese el momento que habría envidiado el más eximio pintor de marina para copiar el puente de la intrépida ca­ñonera. La tripulación en masa se precipitaba enloquecida sobre el cañón tumbado, y cual si fuera livia­na pluma, con brazos hercúleos, con las frentes empapadas de sudor y los pechos hinchados por el aliento y el coraje, lo ponían otra vez con la bo­ca al enemigo. Cada cañón era en ese momento un grupo de La coon.

Nunca el hombre, como las fieras, despliega mayor intensidad de pen­samiento y de acción que en el combate. Su cerebro vibra, su mirada centellea. Todo lo ve y todo lo adi­vina. La vida, defendiéndose, ha lle­gado a su apogeo en todas sus ma­nifestaciones morales y externas, y de aquí los héroes y los hércules. Por esto mismo, los que caen perforados por el plomo no languidecen con ge­midos sobre el puente. La vida es­talla en el ser físico como la caldera que el vapor hincha y destroza, y sólo deja paso al alma, convertida en centella de fuego.

XVI
Un episodio sobre el cual reina a bordo entre la marinería, una gene­ral sospecha, es la de que la Independencia venía mal herida y encabuzándose por la proa cuando se varó.

Pero en lo que no hay sospechas, sino la más completa y unánime uni­formidad, es en el episodio de la rendición y de las dos banderas arria­das y “echadas al agua" y ¡qué banderas!

—¿Las vistes tú? preguntábamos a uno por uno, ayudado en la inves­tigación por Isidoro Errázuriz.
— ¿Por qué no nos preguntan si los estamos viendo a ustedes?
—"¡Poca se les hizo la lanilla a los peruanos!" , exclamó otro muchacho que estaba allí callado como un obenque, llamado Eulogio Gómez.—“¡Nunca había visto banderas más grandazas”!

XVII
Lo mismo respecto del pabellón de parlamento.
—Lo vimos todos, uno por uno, di­cen veinte, treinta testigos. En lo que no hay conformidad— y es natural que no la haya— es quién fué el oficial que se acercó a la mura y dijo: —No tiren más, estamos rendidos. Todos dicen que por la gorra era oficial, pero nadie afirma que fuera el infortunado Moore. El fogonero Sepúlveda lo conoce y dice que no fué él, porque era "un chiquito" y Moore es hombre y "tiene harto pecho".

XVIII
Íbamos en esta parte de nuestra demanda cuando sintióse el toque acelerado de la campana del dique. Ha cesado la hora de la charla y comienza la del trabajo. Es el momento de partir.

¡Adiós! bravos muchachos, y un trago por la patria y la bandera.

Y tú, barca de batalla y reliquia de la gloria, valerosa Virgen de Covadonga, acaba pronto de ceñirte tu coraza, y como la Madonna de nombre en las montañas de Asturias, guía otra vez a los valientes de Chile en medio del oceáno, porque ya has encontrado en Condell tu Pelayo!

B. Vicuña Mackenna
Santiago, julio 6 de 1879

"El Nuevo Ferrocarril", de 7 de julio de 1879"

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Texto tomado del diario "La Nación", Santiago de Chile, jueves 21 de mayo de 1931.
Fotografía de la Covadonga en 1865.

Saludos
Jonatan Saona

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