25 de junio de 2018

Saqueo de documentos

Narciso Castañeda
Narciso Castañeda y el saqueo de documentos peruanos para Benjamín Vicuña Mackenna

Conocido es el hecho del saqueo de libros de la Biblioteca Nacional del Perú, de algunos monumentos que hasta el día de hoy se encuentran en Chile, de instrumentos y otros elementos, todo este material fue por disposición de las autoridades chilenas de ocupación.

Sin embargo es poco conocido el saqueo realizado, no para el estado chileno, ni para aumentar el patrimonio de un país, sino para intereses particulares, para aumentar archivos privados.

La historiadora Carmen Mc Evoy analiza el saqueo para el archivo de Benjamín Vicuña Mackennam quien tuvo algunos colabores entre ellos el capitán Narciso Castañeda.

Transcribo varios párrafos de su artículo:

"Fuentes documentales para la historia peruana en Chile"
CARMEN MC EVOY

...Apenas llegué a Santiago, en el invierno de 2002, fui acogida por varios amigos, entre ellos Rafael Sagredo, quien me presentó a su mentor, el historiador Sergio Villalobos. Antiguo director del Archivo Nacional, Villalobos me dijo, entre sonrisas, una frase inolvidable: «Se va a sorprender con el material que va a encontrar en la Colección Benjamín Vicuña Mackenna». Y, ciertamente, así fue. Cientos de folios envejecidos por el tiempo desfilaron ante mis ojos, provocándome sorpresa y, por qué no decirlo, fastidio. Porque si bien es de conocimiento público que durante la ocupación de Lima por el Ejército de Chile, la Biblioteca Nacional y Archivo Nacional fueron saqueados y sus mejores fondos bibliográficos y documentales partieron rumbo a Santiago, es poco lo que se sabe sobre el destino de una cantidad —aún indeterminada— de manuscritos peruanos. Mi estadía en Chile me permitió revisar algunos de ellos. Me refiero a los centenares de papeles, oficiales y privados, que en su momento formaron parte de colecciones peruanas y que, hasta el día de hoy, se encuentran encuadernados en el archivo que la viuda de Vicuña Mackenna vendió al Estado chileno, luego del fallecimiento de su esposo.

Recuerdo haber visto los sellos del Estado peruano estampado en un sinnúmero de cartas oficiales y tocado con mis propias manos los telegramas que oficiales peruanos mandaron a su comando en los momentos más aciagos de la guerra, cuando la llegada de las fuerzas invasoras a Lima era un hecho inevitable. En el proceso de escribir esta remembranza vienen a mi memoria las mañanas de invierno leyendo docenas de cartas que los soldados enviaban a sus familiares y amigos. Posteriormente me enteré de cómo llegaron al Archivo Vicuña Mackenna: el intelectual liberal contaba con una red de contactos en el ejército y en la Guardia Nacional chilenos. Esta última estaba encargada de recoger las cartas dejadas en el campo de batalla con la finalidad de ilustrar con ejemplos concretos los artículos y libros que el prolífico escritor publicó sobre la Guerra del Pacífico.

Durante los meses que pasé en Santiago revisando y fichando los cientos de folios pertenecientes a la Colección Vicuña Mackenna, pude acercarme al complejo mundo de la guerra que enfrentó a Perú y Bolivia contra Chile. Mi paso por el archivo me permitió, asimismo, analizar las consecuencias de la conflagración trinacional en la vida concreta del soldado. Esto ocurrió, principalmente, con las cartas de los combatientes: algunos de ellos solicitaban oraciones a su madre, otros transmitían a sus esposas su angustia frente a lo incierto. Sin embargo, lo que más me llamó la atención de la Colección Vicuña Mackenna fue un pequeño cuaderno azul. Al revisarlo descubrí que era el libro de apuntes de una ambulancia peruana. Con tinta azul y una letra menuda, su dueño, probablemente un médico, llevaba la cuenta de los productos que — como el alcohol o la gasa— eran vitales para atender a los heridos. Hasta ahí todo tenía sentido y me sentí conmovida. Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa al descubrir que desde la mitad del cuaderno hacia adelante la letra cambiaba porque la libreta tenía nuevo dueño: un comandante chileno de apellido Toledo. En efecto, luego de encontrar la libreta de la ambulancia peruana, Toledo empezó a dar cuenta de las millas que faltaban para llegar a Lima. La libreta, que el oficial chileno convirtió en trofeo de guerra y luego regaló a Vicuña Mackenna, da testimonio de la naturaleza de una colección documental. Además de ser un repositorio de información, el Archivo Vicuña Mackenna muestra los dilemas y contradicciones presentes en toda guerra, así como también la interesante personalidad de su dueño...

Es posible encontrar ciertos vasos comunicantes entre el análisis que hace Rénique sobre el perfil de Vicuña Mackenna y la naturaleza de su archivo, el cual pude revisar a lo largo de varios años. El 19 de febrero de 1881, a un mes de la ocupación de Lima, el capitán del Batallón Victoria Narciso Castañeda le envió una carta a Vicuña Mackenna para ponerlo al tanto de un hecho de suma importancia: había logrado sacar «importantes documentos» que se conservaban en el escritorio del antiguo subsecretario de Guerra del Perú. En la misiva Castañeda prometía «otra sacada» para más adelante, pues «el bulto» era tan grande que parecía más sensato extraerlo por etapas. El militar y otrora asistente privado del historiador consideraba que este «robo» de documentos de la oficina gubernamental peruana era un acto «honroso», pues las piezas servirían «provechosamente» a la historia de la guerra que su destinatario escribía en ese momento.

Esta «sacada» de documentos de la Dependencia Gubernamental de Lima fue uno de los tantos episodios que definieron la participación de Castañeda en la cruzada civilizadora a la que se refiere Rénique y que Vicuña Mackenna lideró desde Santiago. Para nadie es novedad que el hombre que redactó de manera compulsiva esas miles de páginas sobre la Guerra del Pacífico invirtió buena parte de su tiempo, energías e incluso su dinero para recolectar documentos históricos chilenos e hispanoamericanos. Una somera revisión de los cientos de volúmenes que forman parte del Archivo Vicuña Mackenna revela la existencia no solo de valiosos manuscritos sobre asuntos eclesiásticos y de política colonial (el ejemplo más notable es el archivo secreto de la Real Audiencia de Chile), sino también de cientos de cartas y documentos personales de los hermanos José Miguel, Juan José y Juan Manuel Carrera, Bernardo O’Higgins y de un sinnúmero de héroes de la Independencia hispanoamericana, como Antonio José de Sucre. La copiosa correspondencia —por no decir el archivo completo— de los militares peruanos Luis José de Orbegoso y Domingo Nieto, de quien daré cuenta más adelante, son otras de las joyas históricas que reposan en la Colección Vicuña Mackenna...

En el caso específico de la acumulación de documentos sobre la Guerra del Pacífico, existen al menos dos motivaciones centrales que nos permiten comprender la obsesión de Vicuña Mackenna. La primera tiene que ver tanto con su apremio por redactar una historia de la guerra en tiempo real como con su deseo de «autenticidad» muy vigente en el siglo XIX. Así, por ejemplo, luego del combate naval de Iquique, Vicuña Mackenna logró copiar íntegramente el libro del telegrafista peruano Narciso de la Colina, el cual le permitió describir pormenorizadamente el enfrentamiento entre las escuadras chilena y peruana. Esas 200 páginas en folio del libro copiador le sirvieron, según sus palabras, para sacar el argumento de una «narración conmovedora, pero rigurosamente histórica».

La segunda motivación que ilumina su interés por conservar fuentes primarias es su disputa política e ideológica con la administración de Aníbal Pinto, su contendor en las elecciones de 1876. Fue precisamente esa disputa la que lo llevó a formar una sólida, compleja y ubicua red de informantes y proveedores de documentos en el teatro mismo de la guerra, red en la que comprometió desde soldados rasos hasta conspicuos generales. Entre 1879 y 1882, señala el historiador chileno Guillermo Feliú Cruz, Vicuña Mackenna fue reconocido «universalmente» como el jefe moral de la República de Chile, como el animador de sus ejércitos —del pueblo en armas— y como el cantor de las glorias de todos. Para mantener ese poder simbólico, reconocido por sus numerosos lectores, Vicuña Mackenna no tuvo más opción que montar un complejo sistema de comunicaciones que le permitiera competir con el Estado chileno por información de primera mano.

En dicho contexto, su impresionante manejo de documentos bolivianos, chilenos y peruanos pasó a convertirse en un arma fundamental para disparar a diestra y siniestra contra quienes consideraba sus enemigos. El 3 de febrero de 1881, en un artículo de El Nuevo Ferrocarril, Vicuña Mackenna dejó en evidencia la efectividad y alcances de su activa red de informantes y, presumiendo de exclusividad, se vanagloriaba de «haber recibido algunos documentos originales encontrados en el Callao». El primero de ellos estaba firmado por Manuel Villavicencio, comandante de la Unión, quien, en vísperas de la caída de Lima, había desempeñado el puesto de subprefecto e intendente de policía de esa ciudad. Junto con proveer material de valor para humillar al enemigo, la red de informantes también fue activa en el envío de informes «internos» que le permitieron cuestionar públicamente el comportamiento del comando cívico-militar chileno. En una carta envíada por Narciso Castañeda, a pocas semanas de la ocupación de Lima, el informante lo puso al tanto sobre el reprensible comportamiento de algunos generales que solían sentarse «en la puerta de palacio» a tomar el «fresco desde las cinco de la tarde hasta la hora del té». En una misiva anterior, Castañeda, acopiador de documentos pero también informante, se había referido con sorna a «la multitud de cajones» que viajaban desde Iquique con destino a la casa de Patricio Lynch. Si bien nadie conocía el contenido exacto de los envíos, no dejaba de parecer sospechoso que el misterioso embarque hubiera sido celosamente vigilado por el mismísimo hijo del futuro jefe político militar del Perú.

Descontando las cartas de denuncia o la serie de informes «internos» que Vicuña Mackenna recibía a título personal, resulta interesante definir con precisión las restantes prácticas y los mecanismos que contribuyeron a acrecentar la colección particular que he revisado detenidamente en Santiago. En primer lugar, muchos de los libros, diarios de campaña y documentación diversa que recopiló el historiador arribaron en calidad de obsequios personales. Ese fue el caso de la Relación detallada de mi expedición al Perú de Thomas Harris Cole, enviada por Isidoro Errázuriz. Se cuentan también en esta lista algunos ejemplares de la Geografía del Perú de José Gregorio Paz Soldán, remitidos por Eduardo Keriost, y también el interesante Libro copiador de la plaza del Callao desde el 11 de abril de 1880 hasta el 15 de enero de 1881, obsequiado —con dedicatoria incluída— por el coronel José Antonio Varas. Entre los valiosos documentos que llegaron a su oficina de Santiago cabe destacar un legajo completo de la Prefectura de Lima, obsequiado por el teniente coronel José A. Nolasco, junto a diarios de campaña y una colección de cartas de soldados caídos en combate. Entre estas piezas figuraba el diario de campaña del capitán Otto Von Moltke, muerto en la batalla de San Juan, en Chorrillos, y las cartas y apuntes del capitán Manuel Baeza, fallecido en el combate de Pucará.

Como se ha visto, las acciones de Narciso Castañeda, el mismo que confesaba sin dobleces los detalles de su «robo honroso», resultaron claves para el acopio de documentos peruanos por parte del coleccionista chileno. Incluso Mauricio Cristi, el primer catalogador del Archivo Vicuña Mackenna, dejó registro de las maniobras del personaje en una nota al volumen donde se encuentran diversos documentos oficiales peruanos: «Legajo de 143 telegramas sobre los últimos hechos de la guerra encontrados en el Ministerio de Guerra por Narciso Castañeda». Fue entonces, en el marco de las sucesivas «sacadas» verificadas por el capitán del Regimiento Victoria, que llegó a manos de Vicuña Mackenna la correspondencia entre el ministro peruano Pedro José Calderón, el cónsul en Panamá Federico Larraña y otros funcionarios peruanos en torno a la compra de un valioso cargamento de armas durante el desarrollo de la guerra. Mediante igual expediente, recibió 1221 telegramas originales —algunos de ellos firmados de puño y letra— de Francisco Bolognesi, Lizardo Montero, Alfonso Ugarte, Mariano Ignacio Prado y tantos otros jefes militares peruanos, hoy conservados en el archivo del renombrado historiador. A lo anterior podrían sumarse los papeles oficiales del Gobierno dictatorial de Nicolás de Piérola (1879-1881), entre los que destacan 108 fojas de oficios evacuados por la Subprefectura de Lima, 56 notas de subprefectos informando a la autoridad política capitalina sobre el día a día en tambos, hoteles y posadas, 260 cartas particulares dirigidas al prefecto Juan Peña con noticias sobre las operaciones secretas de la guerra y otros papeles de no menos importancia que permiten reconstruir, desde diversos ángulos, los agitados meses de la dictadura de Piérola.

Lima no fue la única ciudad ocupada por el ejército invasor cuyos oficios y ordenanzas pasaron a engrosar el acervo que analizamos. En efecto, en la extraordinaria colección catalogada por Cristi se pueden encontrar otros importantes documentos tomados de la Prefectura de Tacna, entre ellos el estado del Ejército de Montero —que incluye una serie de piezas relativas a un contingente militar movilizado desde Puno—, información relativa a la Corte Superior, apuntes de contribuciones individuales, correos, rentas, licencias y fianzas correspondientes al giro del departamento. Otro legajo contiene las listas de los contribuyentes obligados a pagar patentes, la memoria de beneficencia de Tacna escrita por Carlos Basadre y un índice de leyes, resoluciones y órdenes del ramo de Hacienda dictadas desde 1821 en adelante. En el Archivo se conserva también el libro copiador de todas las notas de los subprefectos de la Caja Fiscal y de la Aduana de Arica dirigidas a la Prefectura de Tacna que, por esa fecha, se encontraba a cargo de Pedro del Solar. Respecto a la Provincia Constitucional del Callao, Vicuña Mackenna sumó a su colección un libro en folio mayor de 284 páginas en el que se encuentran copiadas todas las disposiciones de la Comandancia General de Marina, entre el 12 de junio de 1878 y el 13 de enero de 1881; también se puede encontrar el memorándum de la Secretaría de Gobierno y Policía. Para el caso de La Libertad, destaca la presencia del registro oficial de aquel departamento, que abarca desde el 23 de enero de 1879 hasta el mes de diciembre del mismo año. Su archivo atesora, además, una copia de todas las providencias tomadas en la subprefectura de Chincha. Una anotación del mismo Cristi ilustra la importancia de este legajo, puesto que ofrece una atractiva aproximación al «sabor campesino» y a los azares de la guerra en varias provincias del Perú.

El hurto de documentos peruanos perpetrado por el capitán Castañeda no se limitó únicamente al ámbito de lo público, pues el improvisado pesquisidor también irrumpió en recintos privados con la finalidad de sustraer documentación personal de interés para su jefe. El allanamiento de la vivienda de Enrique Reyes, corresponsal de La Opinión Nacional en El Callao, es una muestra del celo con que Castañeda asumió su tarea. En dicha incursión, el militar extrajo cinco cartas de Julio Octavio Reyes —hermano del propietario, también periodista y secretario de Miguel Grau—, todas ellas enviadas a Vicuña Mackenna junto a un borrador de la misiva que el comandante del Huáscar escribiera a Carmela Carvajal, viuda de Arturo Prat. Cabe destacar que, según este borrador, guardado por el historiador como una verdadera joya, Grau suprimió algunos epítetos laudatorios en honor a Prat, entre ellos «digno y valiente». Las cartas que Castañeda tomó sin otro derecho que el que otorga la guerra ofrecen un interesante acercamiento tanto al día a día a bordo del Huáscar como a las preocupaciones, incluso políticas, de su distinguido comandante.

En cierto sentido, la sustracción de documentos gubernamentales peruanos por parte de los directores de la guerra —pienso en el caso de Eulogio Altamirano— puede entenderse bajo una lógica de «seguridad nacional»; al fin y al cabo se estaba peleando una guerra y era importante colectar información del enemigo. Lo que resulta difícil de comprender, sin embargo, es que un coleccionista particular de Santiago terminase acopiando en su propio archivo documentos varios del Perú. Y el nudo se vuelve aún más complicado al advertir que una buena parte de las piezas obtenidas por Vicuña Mackenna durante los años de la ocupación tuvieron poco o nada que ver con los pormenores del conflicto; conflicto cuya narración, hasta donde sabemos, era la principal justificación para los esfuerzos recopilatorios del ilustre intelectual. Solo el trastorno de una guerra, los pormenores de una violenta ocupación militar y la enfermiza obsesión de un coleccionista burgués parecen explicar este curioso tránsito del patrimonio histórico desde archivos nacionales a una colección particular; me refiero específicamente a la presencia del Archivo del Mariscal Domingo Nieto, expresidente provisorio del Perú entre 1843 y 1844, una de las joyas de la Colección Vicuña Mackenna..."

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Párrafos tomados del artículo "Fuentes documentales para la historia peruana en Chile" publicado por la historiadora Carmen Mc Evoy en la revista Histórica Vol. 39, Núm. 1 (2015). Artículo completo disponible aquí Histórica

Saludos
Jonatan Saona

3 comentarios:

  1. Que lamentable, el gobierno chileno debería devolver este acervo cultural del Perú

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  2. Entre los principios asentados por Klaus von Clausewitz, el autor de "la Guerra", general del ejército prusiano y fundador de la Academia Militar de Berlín, está aquel que señala la conveniencia de aplicar una "limitación de la victoria". Esto es, evitar llevar las consecuencias del triunfo militar a una humillación, o postración del enemigo. Desde luego, porque si ese enemigo es vecino inmediato de fronteras, el resentimiento subsistirá, inevitablemente, por generaciones. Luego, porque un desastre en su economía repercutirá, necesariamente, en la marcha del propio desarrollo económico. Y finalmente, porque esa aplicación de medidas extremas y auto celebración afectará el sentido de realidad del vencedor. Es lo que hizo Prusia en 1866, luego de derrotar a Austria. Limitó los efectos de su victoria, y logró a poco una paz estable. Es cierto que como consecuencia de los conflictos de 1864 (Dinamarca), 1866 y 1870 (Francia) Prusia aumentó su superficie en unos 65.000 km2, y su población en más de 5 millones. Pero ocurre que se anexó provincias y principados germánicos, de similar origen, que no solo tomaron a bien integrarse a Prusia, sino que se incorporaron con entusiasmo a su vida militar.
    Muy distinto al caso de Chile, que trató displicentemente el caso planteado con la anexión temporal de Tacna y Arica, para empezar. Pobladas con habitantes que no expresaron, en momento alguno, voluntad de incorporarse a Chile como nuevos ciudadanos, como premisa. Y cuyo limitado producto requería la inyección urgente de millones de pesos, aumento de población y organización eficaz de transporte de bienes hacia los mercados potenciales. Nada de aquello se realizó.
    Chile incorporó una cantidad enorme de km2. a su territorio como resultado de la guerra del Pacífico, pero mantuvo igual cantidad de habitantes, no hizo inversiones de capital ni facilitó la salida de sus productos. Con resultado de que 60 años más tarde (1940) aún no lograba poblar eficientemente ni desarrollar en una economía productiva tales territorios. Un político chileno muy perspicaz señaló, en su momento, que Chile había mordido, en esa guerra, un bocado que no podría tragar.
    El despojo de bienes a que se alude en este título fue algo real y comprobado. Pero cabe señalar que constituía, aquello, una práctica habitual de la guerra en el último tercio del siglo XIX. Iguales saqueos se produjeron en la guerra de Secesión Americana, en la guerra de 1870, especialmente en Paris y Versailles, y con destrucción de pueblos completos en el caso de la guerra Ruso Búlgara de 1878.
    Por eso es que ninguna de las potencias representadas por sus naves de guerra en el Pacífico Sur reclamó de tales saqueos a los bienes peruanos, que incluyeron bienes de capital, artísticos y de consumo en enormes cantidades.

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