Pasan los años y la figura de don Nicolás de Piérola se precisa y se engrandece en lineamientos firmes, como si el tiempo se complaciera amorosamente en esculpirla con buriles de eternidad. Pasan los años y el caudillo legendario en quien se concretan las aspiraciones democráticas de una nacionalidad vacilante, se agiganta, y borradas las injurias con que las tumultuosas pasiones de la actualidad pretendían deformarlo, aparece tocado por la gloria, pleno de serenidad, como el tipo constructivo por excelencia, como la encarnación viva de un anhelo de ordenación organizadora, que el País siempre sintió desde los días remotos de las agitaciones militares, hasta los momentos iniciales de la reacción civil que tienen su aurora en el Hombre del pueblo, don Domingo Elías y en el grupo liberal que presidió don José Gálvez.
Piérola vino a ser la personalización viva de aquel anhelo, por desgracia no cumplido del todo. Era el hombre civil, educado, con todas las condiciones del intelectual y todas las arrogancias del caudillo. Sobre los civilistas de sus días de iniciación en la política, tenía la incomparable ventaja de su desinterés y de su desvinculación con todo tráfico comercial. De allí que siendo el hombre civil y demócrata por excelencia, fuera el rival consagrado de Pardo, que representaba sólo cierta faz del civilismo, la faz burguesa y plutocrática. Si después de la tragedia espantosa de los Gutiérrez, Piérola hubiera podido surgir, no obstante su juventud, la suerte del Perú sería otra. Don Manuel Pardo, a pesar de sus grandes cualidades y condiciones representaba no solo cierta forma del civilismo, sino sustancial y primordialmente un formidable interés de ciertos sectores económicos.
El País le acompañó seducido por el título, sugestionado por el perfil trágico de la hora, por el horror del peligro militarista que acababa de ser dominado y con el País estuvieron junto al fundador del histórico Partido Civil gran parte de los restos del antiguo liberalismo, que, muerto el Jefe, quedaron en su mayor parte desorientados. Y así Pardo tuvo lineamientos diversos y casi contradictorios, pues siendo representante de la antigua y rancia aristocracia, llevando en la sangre por razones de estirpe un sentido esencialmente conservador, arrastró grupos liberales y él mismo, discípulo de don José Gálvez, surgió a la vida política dentro de una corriente de liberalismo. Pero en el Gobierno representó una corriente conservadora y tal vez por eso no tuvo frente a los arrestos del militarismo, siempre en espectativa, sino una postura circunstancial, no obstante la organización, formidable en los primeros tiempos de su partido.
Piérola, hombre estructural por esencia, conservador por doctrina y por consonancia con las necesidades del País que sentía con urgencia de anhelo personal y propio, venía a significar lo mismo que debió significar Pardo y de allí la incomprensión del País, que solo vió en el caudillo demócrata, en sus primeros tiempos, al conspirador y revolucionario constante. Las protestas de Piérola ante los hechos sustanciales del Gobierno de Pardo arrancaban de los fundamentos mismos de su tendencia organizadora y evolutiva. Piérola había combatido a los consignatarios que representaba el civilismo pardista; Piérola quería evitar la vuelta a los regímenes militares y Pardo los propició, seguramente sin proponerlo, pero con una eficacia que evidenció la elección de Prado como su sucesor.
Tal vez de estos orígenes complejos, arranca la inmensa popularidad de Piérola y su arraigo en las masas populares. Hombre superior a la intriga, atacó siempre de frente, nunca dudó en jugarse la vida y jamás pensó en la hacienda. Tuvo, pues, las dos más altas posiciones del desinterés que puede tener hombre alguno y de allí su valor legendario y su arrogancia única. El pueblo instintivamente comprendió que en él se encarnaba la posibilidad de la democracia eficiente y supo ver en el hombre de la revuelta y de la constante amenaza de un orden, que no era tal y que de tal no tenía, en todo caso, sino las posiciones gubernativas, al tipo estructurador, al representativo de Estado, al gobernante a través del Héroe. Y no se equivocó, porque Piérola, revolucionario eterno, llevaba en sí todas las condiciones del conductor de pueblos y del forjador de normas constructivas.
Piérola para el pueblo representaba la democracia, el verdadero civilismo y junto al dinamismo del progreso, la conservación de una paz evolutiva, no la paz estática y servil, que trae a los países a la miseria moral y que confundiendo el adelanto con los progresos materiales, abre el campo a las efímeras tiranías que una ironía de vocablo llama ilustradas. De allí que el grito que durante cincuenta años vibró en el Perú con clamores de esperanza, el grito vigorizador de ¡viva Piérola! tuvo su arraigo en ese hondo sentido que los pueblos llevan en sí, como una defensa y como una ilusión. Y de allí, también, que Piérola se viera flanqueado siempre por objeciones contradictorias, pues mientras el civilismo le acusaba de rebelde, de trastornador de la conservación de lo existente o sea de liberal, sin decirlo; el radicalismo declamador tronaban contra Piérola, señalando su conservadorismo extremo. Pero el pueblo sabía que Piérola era el demócrata eficaz, a pesar de la personalísima aristocracia de su espíritu y de la tendencia elevada de su mentalidad y sabia, con ese instinto que nunca se equivoca, que la abnegación de Piérola era efectiva, no de palabra, ni de pluma, y que llegado el caso era el único capaz de saltar sobre la comodidad y sobre la vida, para conducir rectamente al País en obra de salud y de progreso. El grito de viva Piérola, que hoy se añora, era una ilusión y era además, como hemos dicho, la consagración de una defensa orgánica. Significaba que las tiranías, cualesquiera que fuesen, tenían frente a ellas una mano viril capaz de contenerlas y de castigarlas y significaba también que llegada la hora del triunfo, el rebelde sabía crear, sabía dirigir, sabía moralizar y era Gobernante y Educador.
Caso extraordinario el de Piérola, caudillo y estadista que sentía la solicitación del heroísmo y encarnaba la realidad de la organización, que representaba no solo la Patria sino la Ciudad y que dentro de su civismo heróico, pasó por nuestra Historia con todos los arrebatadores lauros del batallador y con todos los serenos atributos del Hombre de Estado.
Han pasado ocho años de la muerte del caudillo admirable y aún en las noches, por las calles soledosas, donde parece perdurar el alma de la vieja Lima, cuando la nostalgia de días mejores sube al alma romantizada por la hora propicia cuántas veces el grito de ¡viva Piérola! surge no sabemos de donde y el corazón pugna por subir a nuestros labios temblorosos y con él como un eco sagrado y consonante, el grito de ¡viva el Perú!
Han pasado los años y todavía, cuando los antiguos demócratas se reúnen y comienzan a tejerse los recuerdos y las anécdotas elevan su tono hasta convertirse en categorías sentenciosas, parece que una gran sombra se proyecta y en ella se yergue luminosa y apostólica, la figura egregia del Gran Kalifa. Pasan en vertiginosa sucesión de lumbraradas geniales, la aventura del Huáscar, el combate de los Ángeles, la formidable organización de la Dictadura, que pocos conocen bien, la épica travesía de Iquique a Puerto Caballas, la atropellada heróica de Cocharcas y luego el gobierno modelo, la urbanización progresista y coronando una vida ejemplar e integra, la actitud alerta ante los errores, la protesta siempre levantada ante los abusos y por último la posición profética de quien en el ocaso de su vida, pretendió con las manos ya temblorosas por el tiempo, contener el irremediable desmedro cívico que con ojos espantados viera.
Y cuando el cuadro se completa con el sacudimiento trágico de la ciudad en duelo y se rememora el desfile congojoso y lento, mientras en los balcones y en los tejados la muchedumbre tendía las manos, como formulando un adiós inexpresable; se hace un silencio augusto y los antiguos demócratas sienten la angustia imposible de renovar los días de aliento de su inmortal caudillo torna el grito a vibrar en el ritmo violento del corazón, sube a los labios y vuelve como antaño a llenar el viento de una sonoridad que evoca arrestos legendarios y puebla el ambiente de remembranzas patrióticas.
Algo le falta a la ciudad al no escucharse el grito de guerra pierolista, grito de esperanza, clamor de fé, síntesis de civismo, alerta vital contra las tiranías, pero a pesar de la muerte, más allá de los límites del acabamiento, perdura con la figura egregia que evocamos y perdurará siempre la enérgica exclamación de un ¡Viva Piérola!
José GALVEZ
***********
Revista Mundial. Año II num. 61. Lima, 24 de junio de 1921.
Saludos
Jonatan Saona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario