David Home Valenzuela
Licenciado en Historia
Pontificia Universidad Católica
Tras el inicio de la Guerra del Pacífico la sociedad chilena se movilizó ampliamente, demostrando con ello un profundo sentido de unidad nacional. A las manifestaciones de patriotismo propias de un conflicto bélico, se sumó una activa cooperación hacia los canales que se dispusieron para enfrentar los múltiples desafíos generados por la contienda.
Junto con la natural preocupación por el desarrollo de la guerra, aparecieron en la opinión pública voces que llamaron la atención respecto a otros temas derivados directamente de las consecuencias de ella, tales como el cuidado y la atención de los heridos y el auxilio de las familias de aquellos que partían a los campos de batalla. El Gobierno y la Iglesia Católica, contando con el generoso apoyo de la sociedad civil, rápidamente organizaron instituciones que distribuyeron los aportes que llegaban desde todo el país, con el propósito de satisfacer los requerimientos de quienes más lo necesitaban.
Si bien la preocupante condición en que quedaban los huérfanos derivados de la guerra se había hecho evidente ya desde el inicio del conflicto bélico, este problema social alcanzaría mayor notoriedad tras el Combate Naval de Iquique. El heroico desarrollo y desenlace de este encuentro marítimo conmovió profundamente a la sociedad chilena, en cuyo seno surgieron diversas iniciativas que tenían como denominador común la preocupación por el destino y la suerte que correrían los deudos de quienes habían entregado su vida en defensa de la dignidad nacional. La Patria debía auxiliarlos y tomarlos bajo su cuidado.
Surgido de la iniciativa del presbítero Ramón Ángel Jara y contando con la difusión de la influyente prensa católica de la capital, se fundó el 20 de julio de 1879 el Asilo de la Patria de Nuestra Señora del Carmen, institución en la que se brindaría alojamiento, alimentación e instrucción a los hijos de los soldados que murieran en la Guerra del Pacífico, tanto en los campos de batalla como a consecuencia de heridas o enfermedades adquiridas durante la campaña.(1)
Para admitir a un niño en el asilo no era necesario que fuera huérfano de madre, aceptando también a aquellos menores que hubiesen perdido como, consecuencia de la guerra, a quien cumpliese el rol paterno, fuese un hermano, tío, abuelo o protector. Los asilados debían tener entre 6 y 14 años de edad. En el interior recibirían hospedaje, alimentación y educación católica, siendo divididos en dos secciones completamente separadas, una para los hijos de oficiales y otra para los descendientes de soldados y clases. Los hijos de oficiales y de jefes de alta graduación recibían en el interior del asilo educación conforme al plan de humanidades, con énfasis en la instrucción literaria para facilitar su posterior ingreso a la universidad o, si lo deseasen, seguir la carrera de armas al igual que sus progenitores. Tenían también cursos de música, canto y pintura.
Los hijos de soldados y clases recibían una educación orientada al aprendizaje de un oficio que les permitiese solventar sus gastos en el futuro. Se instalaron para tal efecto talleres de zapatería y carpintería, a la vez que se impartieron clases de horticultura, conocimientos que al poco tiempo fueron puestos en práctica por los alumnos en beneficio del autosustento de la institución. Algunos de los cursos que se brindaban eran impartidos sin costo alguno para el establecimiento por jóvenes de la alta sociedad santiaguina.
Entre los primeros internos que ingresaron al establecimiento se contaban descendientes directos del Teniente Serrano, del guardiamarina Riquelme y del ingeniero Manterola, pero sin duda las mayores muestras de atención y de afecto las concentraba Julio Segundo Aldea, tenido como hijo del bravo Sargento Juan de Dios Aldea, compañero en el heroísmo y en el sacrificio de Arturo Prat, el referente máximo de la gloriosa jornada de Iquique.
En consideración de tales antecedentes, le correspondió a Julio Segundo Aldea asumir importantes responsabilidades dentro del hogar de los huérfanos de la guerra, las que por su personalidad y carácter supo cumplir sin complejos y de manera destacada. Así lo hizo en la solemne inauguración del Asilo de la Patria, en las ceremonias de recepción al Ejército luego de la toma de Lima -declamando una composición poética frente al General Baquedano-, en varios aniversarios y entregas de premios a los alumnos de este instituto, y en otras tantas ocasiones en las que el establecimiento necesitó ser representado por algún asilado emblemático. Incluso en la distribución de premios, correspondiente al año 1881, este menor obtuvo el segundo lugar en el ramo de Disciplina Militar, siendo además galardonado con menciones honrosas en las asignaturas de Historia de América y Caligrafía. (2)
A pesar de estos antecedentes, el paso de este menor por el asilo no estuvo marcado precisamente por sus aptitudes académicas ni por la destacada participación que cumplió como representante público de los huérfanos de la guerra, sino que por un embuste de gran magnitud del que sería protagonista primordial y que dejaría como principales perjudicados tanto al presbítero Jara como al Asilo de la Patria.
La situación comenzaría a develarse tras una extensa crónica aparecida en el periódico La Época en la cual se intentaba generar conciencia respecto a la precaria situación de los huérfanos de la guerra. Tomando partido por aquellos que cuestionaban la forma en que el presbítero Jara administraba el establecimiento, planteaban que el Asilo de la Patria no les entregaba educación adecuada a los huérfanos de la patria pues carecía de las condiciones necesarias para atender convenientemente a sus internos. (3)
En medio de un clima cada vez más marcado por el conflicto que enfrentaba a la Iglesia Católica con los sectores que propugnaban la secularización de la sociedad, los redactores del periódico La Época planteaban que esa institución no debía ser dirigida por sacerdotes, por cuanto los consideraba incapaces de mantener la disciplina interna. Justificaban esta afirmación señalando que, desde su fundación, varios huérfanos se habían fugado del asilo, siendo el último de ellos el hijo del glorioso Sargento Aldea. La referencia a este menor no era para nada anecdótica, pues escondía tras de sí una intención de profundo alcance.
La situación de Julio Aldea no tardó en ser aclarada por los editores del periódico conservador El Independiente, dirigido por Zorobabel Rodríguez. En una crónica publicada al día siguiente, precisaron con estupor que luego de cuatro años se había descubierto que este interno, a la sazón de 17 años de edad, no era sino un hijo supuesto del valiente compañero de Prat. El hecho había quedado al descubierto una vez que un ex ministro de Estado cercano al Sargento Aldea, había sugerido iniciar una investigación en torno a este caso, que una vez concretada, y tras haber sido revisada variada documentación y dispuesta la realización de las diligencias necesarias, determinó que este héroe nunca había sido casado ni había tenido hijos y que Remigia Segovia, su ficticia viuda, lo era en realidad de un tal Bates, originario de Valparaíso, con quien había concebido a Julio, el impostor. (4)
Este hecho fue considerado por El Independiente como un “buen chasco”, en el que habían caído tanto el director del Asilo de la Patria como los miembros del Congreso Nacional que habían entregado onerosas recompensas para esta mujer y su hijo.
La forma en que El Independiente aclaró ante la opinión pública el origen de Julio Bates no dejó conformes a los redactores de La Época quienes responsabilizaron directamente de este engaño al presbítero Jara. Señalando que ellos ya sabían que este menor no era hijo del Sargento Aldea y que se había fugado en al menos dos ocasiones anteriores, acusaron al director del Asilo de la Patria de haber conocido de antemano la real identidad de este huérfano, pero que la había ocultado con el propósito de aumentar los alumnos de su establecimiento “con el hijo de otro de nuestros héroes”, pretendiendo rodearlo con ello de “una atmósfera más favorable”.
Terminaban su nota criticando en duros términos a Jara, de quien calificaban su persistencia en mantener a este menor en el asilo, a sabiendas que era un impostor, como “una mistificación tan inescrupulosa como torpe”.(5)
El diario dirigido por Zorobabel Rodríguez defendió tenazmente al presbítero Jara. Planteó que este sacerdote “de vida inmaculada, de conducta franca y de proceder siempre limpio” sólo se había enterado que el interno no era hijo del Sargento Aldea una vez que se habían hecho públicos los resultados de la investigación antes señalada. Consideró sin fundamento la acusación de que Jara habría utilizado el nombre de este menor a favor del establecimiento, por cuanto al ingresar ese niño al Asilo, éste ya contaba entre sus internos con un sobrino del igualmente glorioso Teniente Serrano y un hijo de Mery, uno de los ingenieros de la Esmeralda. Por todo ello, veía en las opiniones de La Época la manifestación de voces malintencionadas, que al no simpatizar con la iniciativa que dirigía el presbítero Jara buscaban cualquier pretexto para desprestigiarla. (6)
Más allá de que el presbítero Jara conociese o no el verdadero origen de este menor al momento de ingresar al establecimiento, no cabe duda que el episodio contribuyó notablemente a ensombrecer la imagen pública de esta benéfica institución. La dilucidación de la real identidad del supuesto hijo del mítico Sargento Aldea se transformó con el tiempo en uno de los argumentos más socorridos por quienes cuestionaban la administración religiosa del hogar de huérfanos de la guerra y será clave para entender el retiro de la subvención estatal al Asilo de la Patria. Tras la implementación de esta medida por parte del gobierno liberal de Santa María, la institución se vio obligada a cerrar sus puertas, dejando en la calle a los que unánimemente habían sido considerados como ‘los huérfanos más gloriosos de Chile’.
Cesaba de manera ingrata la notable labor que había cumplido el Asilo de la Patria, que bajo el empuje de su director, el presbítero Jara, había cobijado en su seno a centenares de hijos y descendientes de los héroes de la guerra. Los años de efervescencia y de unidad nacional, característicos del período inicial de la Guerra del Pacífico, habían quedado atrás. Las disputas políticas internas, centradas principalmente en el conflicto laico-clerical, volvían a marcar con su impronta el debate público, llegando a afectar incluso el porvenir de los hijos de aquellos que con su sangre habían garantizado la integridad nacional.
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Notas
1 Asilo de la Patria. Memoria leída por su director don Ramón Ángel Jara en la fiesta conmemorativa del primer aniversario de su fundación, el 1 de agosto de 1880. Santiago, Imprenta de la Librería del Mercurio, 1880.
Un estudio detallado de la labor de esta institución puede consultarse en Guerra, Beneficencia y Secularización: El ‘Asilo de la Patria’, 1879-1885, de David Home Valenzuela. Tesis para optar al grado académico de Licenciado en Historia. Santiago, Pontificia Universidad Católica, 2003.
2 “Solemne distribución de premios a los alumnos del Asilo de la Patria en 1 de enero de 1882”, en El Estandarte Católico, 3 de enero de 1882.
3 “Los huérfanos de la guerra”, en La Época, 27 de mayo de 1883.
4 “¿Qué tal?”, en El Independiente, 29 de mayo de 1883.
5 “¿Qué tal?”, en La Época, 30 de mayo de 1883.
6 “¡Y no escampa!”, en El Independiente, 31 de mayo de 1883.
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Departamento de Historia Militar. "Revista de Historia Militar", n° 4, diciembre 2005.
Saludos
Jonatan Saona
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