8 de marzo de 2025

Dios y la Patria

Fragmento del relato
Dios y la Patria
(Reminiscencias)

I.
Principiaba el fatídico año de 1881.
Lima, la ciudad entre morisca y española, la perla de los mares, la sultana del Pacífico, había cambiado el elegante coturno por el casco guerrero.

Las músicas militares resonaban en sus plazas; los ecos del cañón turbaban su dulce calma.

Hombres en grupos en los portales y en las calles principales, hablaban con animación.

Mataperros de desarrapado aspecto chillaban con voz de tiple:
—"El Comercio" y "El Nacional;" acaban de salir; noticias interesantes!

Y los transeúntes se disputaban esas hojas volantes que leían con avidez, para luego comentar su contenido con apasionado ardor.

Una verdadera fraternidad se había establecido entre las diferentes clases sociales. El que leía un periódico o un boletín, pronto se hallaba rodeado por gentes a quienes acaso veía por primera vez.

¿Cuál era el sentimiento que así unía e identificaba al banquero y al mozo de cordel, al abogado y al artesano, al militar y al sacerdote?

El sentimiento de amor patrio; el común peligro.

El negro fantasma de la guerra había recorrido el suelo peruano desde Pisagua hasta Lurín.

El cóndor del Sur había encontrado propicia la ocasión para saciar sus feroces instintos, lanzándose sobre la indefensa y codiciada presa.

Como el bandido se arma del trabuco para preparar una emboscada al descuidado viajero, Chile, pretextando dificultades con la Argentina, se había provisto de fuerte armamento y poderosos blindados.

Su pobre y mezquino suelo no bastaba a saciar la ambición que lo devoraba.

Los descendientes de Arauco y de Valdivia sentían agitarse en su seno las más aviesas pasiones; y el deseo del bien ajeno los consumía.

Ellos habían visto en Iquique y en Pisagua, en Arica y en el Callao, bosques de mástiles donde flameaban los pabellones de todas las naciones del mundo que venían en demanda de los ricos productos del privilegiado suelo peruano.

Y la negra envidia roía sus entrañas. 

El salitre!... El guano ... Esas dos sustancias con que la pródiga naturaleza dotara la fértil tierra de los incas y que negó a su ingrato suelo, eran el objeto de sus ansias.

No teniendo de su parte la fuerza del derecho, se propuso Chile ostentar el derecho de la fuerza.

No le arredró el oprobio de ser el Caín americano y, desplegando el bárbaro pendón de la guerra de conquista, esparció el duelo y el exterminio en el hermoso mundo de Colón.

II.
En la situación de la paloma sorprendida por el rapaz milano se halló el Perú ante la declaratoria de guerra de un pueblo que, por sarcasmo, se titulaba hermano suyo.

En vano los hombres corrieron presurosos a las armas en tanto que las mujeres acudían solícitas a los templos.

Las familias entregaron sus joyas, y hubo virgen que ofrendara en los altares de la Patria, su más preciado adorno: su opulenta cabellera.

El ángel del exterminio batió sus alas y el plomo homicida destruyó casas y templos. Y quedaron los campos asolados, y los hogares desiertos.

Y el prisionero rendido, y el indefenso anciano, y la débil mujer, y el inocente niño, fueron víctimas del insano furor de los verdugos.

El peruano hizo alarde de caballerosidad e hidalguía; en tanto que el chileno todo lo sacrificaba al éxito.

Era la lucha del caballero con el ganapán.

El Huáscar arroja sus botes a los náufragos de la "Esmeralda;" quienes, sorprendidos, gritan a una voz: "¡Viva el Perú generoso!!" En tanto que sus compatriotas, sumisos á la orden del maldecido Condell, fusilan a los inermes náufragos de la "Independencia."

Grau espera que los tripulantes del Matías Cousiño se salven en los botes antes de echar el buque a pique: y el chileno descarga sus cañones sobre trenes de pasajeros, y destruye ciudades indefensas, y se goza en el saqueo y la matanza.

La fuerza triunfó del derecho; y el estampido del cañón apagó los clamores de la justicia.

En vano Grau, en Punta Angamos, ayudado por una pléyade de héroes, atrae sobre sí las miradas del mundo entero con hechos dignos de los tiempos heroicos.

Y en Pisagua novecientos pechos generosos oponen una muralla que sirve de blanco á doce mil bocas de fuego.

Y en Tarapacá un puñado de valientes, realizando prodigios de valor, hace morder el polvo a su orgulloso enemigo.

Y los aliados se baten como leones en el "Alto de la Alianza".

Y en San Francisco el denodado Espinar doblega la ferocidad del enemigo que, admirado de su arrojo, concede sepultura a su cadáver.

Y en Arica, esa Termópilas peruana, Bolognesi, Moore, Inclán, Alfonso Ugarte, Sáenz-Peña y cien otros, inmortalizan su nombre en el legendario morro.

Todo es en vano!

El chileno avanza y avanza, dejando, como señales de su paso, el saqueo, la destrucción, el incendio y la muerte.

Como el tigre que acecha su presa, se detiene á veces; aguarda y cobra fuerzas para dar el golpe más certero.

Ya se acerca; ya llega á la altiva Lima; ya amenaza con sus feroces hordas á la orgullosa reina del Pacífico.

Por eso las músicas militares resuenan en sus plazas, y los ecos del cañón turban el sueño de sus vírgenes.

Por eso las puertas se cierran temerosamente, y enmudecen los pianos, y solo se escuchan las solemnes armonías del órgano elevándose al Cielo junto con el incienso que se quema en los altares y con las fervientes oraciones de los fieles.

III.
Luz, la virgen de los cabellos de oro, aguarda impaciente á su amado que va á darle el postrer adiós.

Siente pasos, y su corazón late apresurado; y sus pálidas mejillas se coloran con el purpurino matiz de la rosa primaveral.

Es Carlos, el gallardo marino que se batió como un bravo en el "Huáscar" y en la "Unión," y que quiere, mientras aliente su esforzado pecho, defender a la Patria buscando la victoria o la muerte al pie de un cañón.

—Luz, amada mía; dice impetuosamente el mancebo, tendiendo las manos al ángel de sus amores.

—Al fin llegaste, Carlos; temí que te fueras sin darme el último adiós.

—Nunca, bien mío; antes de partir necesitaba recibir la bendición de mi madre y tu primer beso.

—Otra cosa te daré de más precio; contesta la casta doncella. Toma esta reliquia que es prenda de mi madre moribunda; llévala sobre el pecho, y ella alejará de ti las balas enemigas.

—Colócala tú misma; y si no vuelvo, búscala en mi cadáver; pues te juro que mientras viva no se apartará de mí.

E hincando caballerosamente la rodilla, recibió de manos de su dama el precioso talismán.

-Carlos, agrega la púdica virgen, elevando al Cielo, en muda oración, los ojos velados por cristalina lágrima; Carlos, te ofrezco que si no vuelves, yo misma iré a buscarla aunque sea en el campo de batalla. Entre tanto, que tu divisa sea: Dios y la Patria.

Y extendió su mano al mancebo que estampó en ella un apasionado beso.
....

IV.
El antiguo colegio de la O se ha convertido en casa de misericordia donde se asisten los pobres soldados heridos en la cruenta campaña del Sur.

¿Qué mano misericordiosa recogió del campo de batalla á esos infelices que con gráfica pero repugnante expresión han sido llamados carne de cañón?

La mano benéfica de la "Cruz Roja"!

Vosotros los que hastiados de la vida ó amargados por crueles decepciones dudáis de los destinos de la humanidad, y solo veis en ella egoísmo, dolo y corrupción; los partidarios de la escuela realista que exhibís al hombre como un Lázaro asqueroso e incurable, fijad la mirada en esas tres instituciones que se llaman LA CRUZ ROJA, LOS BOMBEROS, LAS HERMANAS DE LA CARIDAD! y confesad que, si el hombre tiene vicios que lo hunden en el fango, tiene también virtudes que lo elevan hasta Dios.

Los que calumniáis á la mujer, juzgándola una criatura frívola y sin corazón, apasionada del lujo y de la opulencia, entrad conmigo al Hospital de la Cruz Blanca.

¿A quién se debe tan humanitaria institución?
A una mujer!

A una mujer de espíritu elevado, de mirada de fuego, de palabra breve y expresiva, de alma noble y bien templada.

A Isabel Brusela Suárez.

Es ella la que, no pudiendo compartir con sus hermanos la defensa del patrio suelo, traba lucha con la muerte y arrebata de sus garras a los que caen víctimas del plomo enemigo.

Es su cerebro ardiente y exaltado por el sacro fuego del patriotismo, el que concibe y lleva á cabo tan bella idea, encontrando eco en el noble y caritativo corazón de la mujer peruana.

Entrad, os digo, al Hospital de la Cruz Blanca, y veréis á la encumbrada dama y á la delicada señorita, cubiertas con el amplio delantal y llevando al pecho el escudo rojo sobre el cual descuella la blanca cruz de Malta, distintivo de su caritativa institución

Despojadas de joyas y adornos, sus delicadas manos curan amorosamente las crueles heridas del pobre indio que las mira como ángeles que el Dios de sus padres les envía.

Allí está Luz, la virgen de los cabellos de oro, con el corazón lleno con la memoria de su amado, en tanto que prodiga solícitos cuidados á los que yacen en el lecho del dolor.

Y Carmen, que lava las heridas, ata los vendajes, y humedece los secos labios de los pobres heridos, mientras su alma dolorida eleva ferviente súplica á la Madre de los afligidos, pidiéndole que salve al hijo de sus entrañas, que aparte de su Carlos el plomo homicida.

Y están las madres y las esposas, las hijas y las hermanas de los que, abandonando el bufete y el taller, el aula y el foro, acudieron solícitos, vestidos con el pobre uniforme de la Reserva, á ofrecer sus vidas en holocausto por la salvación de la Patria.

Id á Santa Sofía; y se os presentará un espectáculo igualmente consolador.
....

V
Es la mañana de 13 de Enero.

La animación crece. La plazoleta del tren de Chorrillos está llena de carros que conducen armamento y víveres.

Uno que otro militar pasa, y, sin detenerse, contesta á medias las reiteradas preguntas de los transeúntes.

Principian á llegar grupos de soldados sin oficiales; y las camillas de las ambulancias conduciendo heridos.

Vagos rumores, semblantes azorados, noticias incoherentes y contradictorias, tienen los ánimos en creciente agitación.

Es el sordo rumor del huracán que se aproxima.

¿Qué nueva desgracia viene a afligir el lacerado corazón peruano?

¡Se está dando la batalla de SAN JUAN!

Desalojados los nuestros de sus posiciones por una fuerte división enemiga, se repliegan hacia Chorrillos, y la hermosa villa de los placeres se ve convertida en campo de batalla donde se repiten las escenas de barbarie que antes presenciaran Pisagua é Iquique, Tacna y Arica.

El hermoso malecón, donde á la luz de la luna y al compás de la música, arrulladas por el suave murmullo de las ondas se paseaban las hermosas limeñas ostentando sus gracias y sus encantos, en épocas bonancibles, se convierte de improviso en teatro de feroz lucha, donde no se da cuartel al enemigo vencido, y en donde la sangre corre en horripilante abundancia.

Cada calle, cada casa es un campo de batalla, donde nuestros valientes luchan cuerpo á cuerpo, vendiendo cara su vida al enemigo victorioso.

Un puñado de esforzados combatientes mandados por el valeroso Coronel Iglesias, escala el Morro Solar, y se bate desesperadamente.

Todo es en vano!

El que no muere matando, es alevosamente asesinado por esos Vándalos del siglo XIX.

Así mueren jóvenes que, como Carlos Fernán Gonzales y Oscar de la Barrera, eran la esperanza de su patria y de sus familias, á quienes ni aun les cabe el triste consuelo de dar sagrada sepultura á sus restos queridos.

Extranjeros que, por su nacionalidad se creen inmunes, son sacrificados sin piedad.

Los bomberos italianos, esos héroes de la civilización, son arrastrados a la orilla del mar y bien pronto su sangre generosa va a teñir las aguas del Océano.

El anciano Dr. Mac-Lean que cobijaba sus venerables canas al amparo del pabellón británico, es arrancado de su lecho y cobardemente asesinado en la vía pública.

Nada escapa al salvajismo de esas fieras disfrazadas de hombres.

El tigre ha olfateado la sangre y se embriaga en la matanza.

Y á la lucha sigue el repase; sangrienta expresión del diccionario chileno que estereotipa á ese pueblo sanguinario y cruel.
...

Se acerca la noche, al menos ella, con su negro manto, cubrirá este teatro de horrores.

Pero no, que bien pronto la luz de cien incendios viene a iluminar nuevas y más repugnantes escenas.

Las opulentas casas de la villa de Olaya son profanadas por la infame chusma que encuentra en ellas cómo saciar su doble pasión por el vino y la rapiña.

Y los que antes se embriagaron con sangre, se embriagan nuevamente con vinos generosos que su tosco paladar no sabe apreciar.

Ricos muebles, costosas joyas, primorosos objetos de arte, son ávidamente transportados á las naves de esa escuadra, más pirata que guerrera, que conducirá á las playas chilenas esos trofeos de sus gloriosas hazañas.

Tras de la matanza y el pillaje, siguen la destrucción y el incendio.

Las furias del Averno se han desencadenado contra el hermoso Versailles peruano.

Esas hordas famélicas, ebrias de sangre y vino, cogen la tea del incendio y trabajan en su obra de destrucción hasta caer rendidas sobre los cadáveres de sus víctimas.

Pero... corramos un velo ante este cuadro, oprobio de la humanidad.

VI
Se acerca el desenlace del terrible drama, y las horas transcurren con desesperante lentitud.

¿Sucumbirá la causa de la justicia y del derecho?
¿La palma de la victoria coronará a los reos de lesa civilización?

Sería para hacer dudar de la justicia del Cielo¡

Pero, ¿quién puede penetrar los inescrutables arcanos de la Providencia?

Pigmeos cuya vista solo alcanza al estrecho círculo que nos rodea; ¿cómo abarcaremos los designios del que creó los mundos con menos esfuerzo del que un niño emplea para lanzar al aire un puñado de arena?

Aquel que rige los destinos de las naciones; Aquel para quien los siglos son minutos, suele servirse de inmundo vaso que arrojará hecho trizas cuando haya satisfecho sus altos fines.
....

Las almas creyentes se aferran aún a la esperanza, la Patria no puede sucumbir.

Nuevos adalides van á llenar las enrarecidas filas, de nuestro diezmado ejército.

La hueste ciudadana, la Reserva, ocupa los reductos, aprestándose á morir ó vencer.

El brillante "Batallón Marina", con su denodado jefe Capitán de Navío Fanning, deja el Callao donde tanto se ha distinguido en los combates nocturnos con las lanchas enemigas, para ir á ocupar el puesto de honor que es también el de mayor peligro: pocos metros lo separan del ejército enemigo.

"El Guardia Chalaca", mandada por el arrojado marino Carlos Arrieta, va también á competir en bizarría y denuedo con sus hermanos.

Todos están listos para el combate; pero aguardan órdenes superiores, respetan la tregua pactada por la diplomacia.

Esos bravos soldados han visto las llamas que devoraban las suntuosas moradas de Chorrillos y el Barranco; han visto arder los templos, y el malecón y el muelle,... y sus pechos arden también en generosa indignación.

Acaso sean ellos los elegidos por el Cielo para vengar tantos agravios¡
....

VII
¿quién se atreve a acercarse á los lugares que bien pronto serán el teatro de tan tremenda lucha?

Son dos débiles mujeres.
Es Luz, la dulce prometida del gallardo Carlos, y Carmen, su amorosa madre.

Caminan trabajosamente sobre un suelo caldeado por los rayos de un sol canicular; pues la angustia que oprime sus pechos, no las deja sentir las fatigas de tan penosa marcha.

Ya llegan. Van á pasar ya los linderos del campamento, cuando la bronca voz de un centinela les grita:
—¡Atrás!

En vano suplican y tratan de avanzar. No hay misericordia; forzoso es cumplir la consigna. Y el centinela, con desesperante laconismo, vuelve a repetir:
—¡Atrás!

El silbido de una bala razga los aires, y tras esa, otra, y otras muchas.

La infeliz madre cae de rodillas, exclamando con vibrante acento:
-¡Dios mío! salva a mi hijo; salva a mi Patria! Y un torrente de lágrimas baña su rostro enflaquecido y macilento.

Luz, con la mirada fija, los brazos caídos, suelto el undoso cabello, es la imagen hermosa del dolor. Sus labios secos y descoloridos dejan pasar una respiración entrecortada y fatigosa, único indicio de vida, sin el cual se le creería muerta.

VIII.
El estampido del cañón atruena los aires.

El humo de la pólvora oscurece la atmósfera cual si quisiera ocultar al Sol esta escena fratricida.

Caín está degollando al inocente Abel. El chileno, rompiendo la pactada tregua, se mueve en son de combate y, cuando se adueña de ventajosas posiciones, rompe alevosamente los fuegos, apoyado por la gruesa artillería de su escuadra.

El ejército peruano, debilitado por extensa fila, y aguardando órdenes que nunca llegan, permanece inactivo, devorando su impotente rabia, por tal de no faltar á la disciplina militar.

Solo el ala derecha responde atrevidamente al reto, y cruza sus balas con las del enemigo. Lo combate, lo acosa y lo obliga á replegarse.

Pero éste recibe auxilios, se rehace y vuelve á la lid, para ser nuevamente rechazado por ese puñado de valientes que luchan como héroes, centuplicando sus fuerzas, y realizando hazañas dignas de inscribirse en láminas de bronce.

Y de nuevo el chileno ceja ante ese torrente devastador, que lo arrolla, que lo empuja, que lo diezma sin piedad.

Ya se dirige á la playa á buscar la salvación en sus naves, como último refugio...

De pronto el fuego disminuye en el campo peruano. ¿Qué ha ocurrido?

Que luchando incesantemente casi han agotado sus municiones, y en vano aguardan refuerzos para asegurar la victoria que casi han conquistado con su potente esfuerzo.

La hueste chilena, en cambio, es auxiliada por una gruesa división y, empujada por sus oficiales, se ve obligada a combatir de nuevo, y cae como una avalancha sobre sus fatigados contrarios.

En vano el "Batallón Marina" y unos pocos de la Reserva se baten como leones, con la rabia de la desesperación, haciendo morder el polvo á cuanto enemigo se les pone por delante.

El combate se renueva á cada momento, y nuevos enemigos ocupan el lugar de los que caen; en tanto que ellos se encuentran abandonados por el cielo y por la tierra.

Mas no por eso desmayan, y, no esperando vencer, se resuelven a morir; pero á morir matando!

Son los verdaderos mártires de la Patria!

Allí Fanning, el bravo entre los bravos, combate denodadamente al frente de sus intrépidos soldados; hasta que una bala traidora lo hace caer exánime, y al expirar exclama: Muero por la Patria!

Y cae Narciso de la Colina, y el valiente Carlos Arrieta, y Enrique Barrón, y el anciano magistrado Pino, y los hermanos La Jara, y cien otros.

Todo es en vano!

Ahogados por el número, al fin sucumben, dejando un bello ejemplo que imitar a las generaciones venideras.

IX.
La ola se hincha, se levanta, y, convertida en blanca espuma, va a perderse en la playa, empujada por otra que sigue la misma suerte, y sigue esta eterna cadencia repitiéndose sin cesar.

Así las generaciones surgen, se levantan y van a perderse en las áridas playas del olvido, empujadas por otras, y estas por las siguientes en eterno vaivén.

Y el tiempo sigue su inmutable marcha, sin que ni el placer ni el dolor logren detener un punto su acompasada pero incesante carrera.

Pasó el luctuoso 15 de Enero con sus escenas de heroísmo y de barbarie.

Pasó la noche del 16 entre congojas y zozobras.

Pasó el temido día 17; en que Lima, la reina destronada, muda y triste como un sepulcro, fue profanada por la planta del invasor que, cual si entrara en una ciudad desierta, no oyó más que el resonar de las piedras heridas por los cascos de sus caballos y la música salvaje de sus destemplados clarines, que el eco repetía con lúgubres graznidos de aves de rapiña.

Y los aterrados habitantes aguardaron que sufriera el destino que le estaba reservado por el implacable vencedor.

Era la presa codiciada y ofrecida como premio al brutal desenfreno de la soldadesca.

Con cínica criminalidad habíase exhibido la lista de las ricas joyerías de Lima, señalándolas á la insaciable codicia del araucano.

Pero trascurren las horas, y nada viene á interrumpir el tétrico silencio.

¿Se habrá despertado algún sentimiento humano en el corazón de esas fieras bravías y salvajes?
¿La Religión y la Moral habrán hecho oír su poderosa voz á esos seres endurecidos y depravados?

No; no les ha hablado la Religión; ni han oído los dictados de la Moral. Sólo obedecen al sentimiento del temor.

El caballeroso almirante francés, secundado por el inglés y apoyados ámbos por el Cuerpo Diplomático, han notificado al General Baquedano que, el primer tiro que resonara en las calles de Lima, sería la señal para echar á pique los blindados chilenos.

He allí explicada la finjida moderación de los primeros instantes.

Bien pronto se resarcirán, imponiendo cupos, despojando á las familias de sus menajes, convirtiendo las calles de la noble ciudad de los reyes, en teatro de las más repugnantes escenas de vandalaje, de crueldad y de barbarie.
...

¡No hay que alardear de civilización en tanto que la guerra sea el supremo juez de las naciones!

La civilización y la guerra se excluyen como la salud á la enfermedad; con el calor al frío como las tinieblas a la luz.

X
Pasan los días, tristes y largos como el padecer, y Carlos no llega; y su amada languidece aferrándose á la esperanza como el náufrago á la cuerda que le arrojan desde la deseada orilla.

En vano Carmen, haciéndose superior á sus angustias, va á la Exposición y á la Cruz Blanca, á Santa Sofía y á todos los lugares donde se medican los heridos peruanos.

En vano se impone la terrible humillación de solicitar del aborrecido enemigo, noticias de su hijo querido.

Su nombre no está en las listas de muertos y heridos.

No se encuentra ni en San Lorenzo, ni en Chorrillos, ni a bordo de la escuadra enemiga.

Las dos infelices mujeres tratan de engañarse, finjiendo esperanzas que ya no abrigan.

Las dos acarician el mismo pensamiento sin atreverse á comunicárselo.

Luz recuerda las últimas palabras que le dirigió su prometido, cuando colgó de su cuello la reliquia de su santa madre.
—Si no vuelvo, le había dicho, búscala en mi cadáver: pues te juro que mientras viva no se apartará de mi.

XI.
La luz del alba, con sus dudosos tintes, principia á colorear los objetos que se destacan confusamente de entre la bruma.

¡Pero qué espectáculo tan aterrante! 

Cañones desmontados, rifles y otras prendas del equipo militar, en confusa mezcla con miembros mutilados y yertos cadáveres, atestiguan la ferocidad del hombre, y ponen de manifiesto los repugnantes horrores de la guerra.

Reina un silencio sepulcral, únicamente interrumpido por el aleteo y los graznidos de las aves de rapiña que acuden á saciar su voraz apetito en este festín, que la humana fiereza les ha preparado.

Pero ¿qué negros fantasmas cruzan por el campo de la muerte? ¿Serán los espíritus de los que fueron, que vienen á vagar en torno de sus yertos y abandonados despojos?

Un grupo se acerca.

Se escucha un gemido; tangible manifestación de un dolor comprimido que quiere romper el pecho que lo encierra, y pasa rasgando las fibras, dejando en pos de sí un eco doloroso.

Son dos pobres indias; la esposa y la hermana de José Paredes; de uno de esos míseros soldados cuyo oscuro nombre queda ignorado lo mismo que sus heroicas hazañas.

Han hecho una larga e infructuosa peregrinación; no encuentran al que buscan.

Al otro lado de la tapia, yace un cuerpo humano.
—Es el uniforme del Batallón Marina; quizá sea él; exclama la infeliz Pola con doliente voz.

—Tal vez sea mi pobre hermano, agrega la otra, acercándose.

Y dominando la instintiva repugnancia que inspiran los pútridos despojos de la muerte, se aproximan y tratan de reconocer el cadáver; pero ¡oh dolor! los ojos y el rostro han sido pasto de los buitres, y la amarga duda subsiste.

—¿Qué hacer? pregunta desalentada la hermana.
—Darle sepultura, contesta la atribulada esposa; que si no es José, será alguno de sus valientes compañeros.

Y las dos mujeres sirviéndose de una lampa y de un pico que con tal fin han traído, principian á ahondar la tierra que se halla al pie de la tapia.

El sol las sorprende en tan ruda faena; pero al fin van a concluir.

Haciendo un supremo esfuerzo, logran colocar el rígido cadáver en este sepulcro improvisado, lo cubren con la húmeda tierra, y sobre él colocan el símbolo de la redención.

Sus ojos se elevan al cielo, y de sus corazones sale, hasta el trono del Altísimo muda pero elocuente oración.

Esta triste escena ha tenido por testigos á otras dos mujeres á quienes impulsa idéntico sentimiento.

El amor no excluye razas ni clases sociales; centuplica las fuerzas de la mujer, y la convierte en un titán cuando la necesidad lo exije. La oveja se transforma en leona cuando tiene que defender a sus hijuelos.

La que se aproxima es Carmen.
La delicada dama del gran mundo no ha temido arrostrar las fatigas y peligros de tan penosa excursión. Busca á su hijo!.....Si lo halla, tendrá, al menos el triste consuelo de dar cristiana sepultura á sus restos queridos.

Pero tal vez alienta todavía.

Se dice que algunos heridos que han logrado escapar á la zaña de sus verdugos, se han guarecido entre los indefensos, donde la piedad de los campesinos los sustenta.

Tal vez pueda recibir su último aliento!
Oh! si á costa de su vida pudiera salvar la de su hijo!

La acompaña Luz, cuyos ojos escaldados por las lágrimas y las blondas guedejas esparcidas sobre el negro manto la hacen asemejarse al ángel de los sepulcros.

Cambian una mirada y un saludo con las pobres indias y siguen su marcha, deteniéndose cada vez que un uniforme de oficial atrae sus miradas, para comenzar de nuevo, y siempre infructuosamente, su amarga peregrinación.
....

XII.
A pocas cuadras del pequeño pueblo de Surco, en un recodo que forma el camino, al pie de una acequia sombreada por un añoso sauce cuyas flexibles ramas besan la mansa corriente, yace un cuerpo humano.

Es Carlos, el apuesto mancebo que poco antes vimos lleno de entusiasmo y brío.

¡En qué estado tan miserable se encuentra!

Sus negros cabellos están pegados a las sienes por el sudor de la intensa fiebre que lo devora.

Sus labios secos y entreabiertos dan paso a una respiración fatigosa y anhélante, que es casi un gemido de dolor.

Su cabeza descansa sobre un duro tronco, y sus ojos, medio velados por las sombras de la muerte, se fijan en el cielo como pidiendo auxilio para tanto desamparo.

La luna, la hermosa luna de Enero, en toda su plenitud, alumbra este tristísimo cuadro.

Su mano crispada aprieta convulsivamente un objeto sobre su pecho descubierto, en el que se ven rojizas manchas de sangre.

Es la santa reliquia que su amante le ofreció al partir.

Palabras entrecortadas y sin hilación, efecto tal vez de la fiebre que lo consume, se escapan de sus labios.
—Dios...y...la... Patria!...Luz...Madre...madre mía!...

Un doble grito de dolor contesta á esta exclamación repetida acaso por la centésima vez; y dos mujeres, envueltas en negros mantos, arrancando las ramas que se oponen a su paso, caen de rodillas al lado del moribundo.
—Hijo de mis entrañas! al fin te encontré!
—Carlos, amor mío, aquí me tienes!

El desgraciado abre aún más los asombrados ojos, y dice con voz casi ininteligible.
—Hermosa...visión...Dios...me la......envía.........

—No, Carlos; soy yo, tu madre, que estoy a tu lado, que vengo a salvarte, dice con vehemencia la pobre Carmen, levantando la cabeza de su hijo y recostándola sobre su pecho.

—Carlos mi bien amado, soy Luz, tu prometida; ya no nos separaremos más, dice la triste joven, acercando á sus labios la descarnada mano del agonizante.

—Madre......Luz...ya....muero....contento......estoy...junto á los..... seres...que...mas... amo......muero... bendiciendo...a Dios...y amando.....a...la.........Patria......

Y un terrible paroxismo le corta la palabra. Su cuerpo se agita a impulso de una fuerte convulsión; sus miembros se ponen rígidos, y su alma vuela al Cielo á recibir el premio que Dios reserva a los mártires del deber.
........

XIII.
La pequeña iglesia de Jesús María está llena con la parte mas selecta de la sociedad de Lima.

En los altares arden los cirios benditos, y las notas sonoras y cadenciosas del órgano resuenan por los ámbitos del templo.

El sacerdote ocupa la cátedra sagrada y todos escuchan con recogimiento las solemnes palabras que dirige á la que va a consagrarse esposa del Señor, separándose por medio de votos terribles que solo la muerte puede romper.

La joven religiosa lleva aún los atavíos mundanos. El blanco velo de las encajadas envuelve, cual nube, vaporosa, su casta y diáfana belleza.

Pronuncia los solemnes votos, y poco a poco va despojándose de las galas del siglo y cambiándolas por el tosco sayal.

Cruje la tijera; y una cascada de blondos cabellos, desprendiéndose de su cabeza, va á caer rodando hasta sus pies.

Extendida en el suelo, es cubierta por el paño mortuorio, y cuatro hachones proyectan su fúnebre luz, sobre este cadáver que alienta aún, en tanto que la comunidad entona el lúgubre salmo de los difuntos.

Luz, la virgen de los cabellos de oro, ha muerto para el mundo, y es ya la esposa del Señor.
Fatigada peregrina, su planta ha sido destrozada por las espinas del camino.

Ha perdido cuantos seres amaba sobre la tierra y se ha refugiado en el asilo de las esposas del Crucificado.

Ora y espera!
CLARA DEL RISCO.

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* Clara del Risco es el seudónimo de Teresa González de Fanning


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"El Perú Ilustrado" núm 88, Lima, 12 de enero de 1889.

Saludos
Jonatan Saona

1 comentario:

  1. La persona que firma debe ser la viuda del comandante Fanning, supongo, y escrito en el décimo aniversario de las batallas de Lima, el texto tiene un sabor especial.
    En fin. Todo el asunto de esa larga preparación previa de Chile para agredir "por sorpresa" al Perú, el asesinato de náufragos inermes por parte de Condell en Punta Gruesa (que More no registra en su parte de combate), o el grito de Viva el Perú lanzado por los tripulantes de la "Esmeralda" (que Grau tampoco registra), es muy de época. Menos mal que no se hace mención, en este texto, de la supuesta participación británica a favor de Chile, con recursos de todo tipo, para explicar la derrota a manos de un paisito poca cosa.
    El paquete completo, así narrado, le ha venido siendo muy conveniente a Chile durante los últimos 140 años. Porque mantiene a Perú aferrado a una teoría acomodada a su propia idiosincrasia, adormecido y feliz.
    Últimamente, no obstante, han surgido historiadores peruanos de otra estirpe, como Nelson Manrique o Carmen Mc Evoy, que entienden y narran la historia de distinta forma, documentadamente apegada a la realidad. Lo que es malo para Chile, en términos de un futuro conflicto, pues si Perú despierta de su ensoñación, se enfrenta a su propia historia, entiende y supera el trauma de esa guerra, sus causas y desarrollo, será entonces un adversario maduro. Y peligroso, desde luego.
    Mejor es para el vecino del Sur que tales explicaciones bélicas de cuento sigan siendo el fondo de la narrativa peruana sobre el conflicto 1879-83. Lúcido no nos conviene.

    Raúl Olmedo D.

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