22 de Mayo de 1879.
"¡Oh! su nombre sabrálo el tierno infante
Por la nodriza que a su lado vela;
La primera palabra que en la escuela
Debe aprender el niño a deletrear;
El sacerdote en el hallará ejemplo,
Emulación magnífica el guerrero,
Virtud modesta el ciudadano austero,
I el mundo una figura colosal.
P. N. PRENDEZ."
Al pisar la cubierta del Huáscar, los oficiales chilenos manifestaron vivos deseos de contemplar por la última vez la faz de sus queridos compañeros: el comandante Uribe i el cirujano Guzmán lo solicitaron; pero tan justa i natural demanda les fué terminantemente negada. Serrano aun respiraba, así lo aseguraron varios marinos de la tripulación de la nave peruana; i, a pesar de haber trascurrido mas de una hora desde la caída de Prat, su cadáver aun permanecía tirado sobre cubierta, a un lado de la torre, sin que ninguno de sus enemigos comprendiese los deberes que impone el honor militar para con las víctimas ilustres.
Como a las 5 i media P. M. fueron mandados a tierra los cadáveres de Prat i Serrano por el contra-almirante Grau, cada uno sobre una tabla; al llegar al muelle, fueron colocados en el suelo i abandonados a la avidez pública. El jentío que allí se había reunido era inmenso. El cadáver del teniente Velarde, que se había desembarcado con todos los honores militares, fué objeto de estrepitosas congratulaciones, mientras que los cuerpos de los héroes chilenos eran abandonados a la befa de la chusma que había acudido al muelle.
Hasta las nueve de la noche permanecieron arrojados en el suelo, sin que ni siquiera una bandera vieja los cubriese, espuestos a las miradas de esa repugnante plebe que compone el populacho del Perú: cholos, negros, indios, zambos, mulatos, chinos-cholos i las mil combinaciones de esa raza híbrida, saciaron en ellos su complaciente curiosidad, a ciencia i paciencia de las autoridades.
El contra-almirante Grau tuvo, sin duda, mucha culpa del escarnio cometido con los cadáveres de Prat i de Serrano. A él, como jefe de la escuadra, le correspondía hacer cumplir los usos de la guerra; su deber imprescindible era mandar cubrir los cadáveres de aquellos valerosos oficiales con la bandera de su nación. ¡Jamás el emblema del Perú habría sido mas honrado! A él le incumbía haber nombrado la guardia correspondiente para custodiar i hacer respetar tan ilustres guerreros. El debió oficiar al comandante de la plaza pidiendo sepultura honrada para tan respetables reliquias, i que se les hiciera los funerales militares que se acostumbran en todos los países civilizados de la tierra. Pero nada de esto hizo, sino por el contrario, desde el principio se mostró pequeño en sus propósitos. Su conducta merecerá siempre la reprobación de todos los marinos del mundo i la censura de la historia.
A las nueve de la noche, el Prefecto mandó recojer los cadáveres i que fuesen colocados sobre un carro de carga del ferrocarril, temiendo que los devorasen los perros que lamían sus heridas. Allí pasaron toda la noche, hasta que, por la mañana, a eso de las diez, fueron conducidos al hospital por un caballero español, que había conseguido licencia de las autoridades peruanas para poner fin a tan prolongado i enorme escarnio.
Don Eduardo Llanos es el nombre de ese jeneroso hidalgo español: nombre histórico como todo aquel que de alguna manera conspicua se halle unido a la vida o a la muerte del héroe. Al principio creyó que la autoridad pública se encargaría de la sepultación de los ilustres marinos, como debía suponerlo todo hombre de honor, i mucho mas siendo español; pero cuando supo, por la mañana del siguiente día, que aun permanecían frente a la Aduana en un carro descubierto, entonces comprendió toda la avilantez peruana, i se decidió a reclamar para sí tan alto honor. Fué a verse con el señor don Benigno Posada, Presidente de la Beneficencia, para obrar a nombre de esta institución; le espuso el caso, i ambos convinieron en solicitar permiso para dar sepultura a esos cadáveres que permanecían arrojados en una plaza pública.
La autoridad peruana accedió fácilmente a la solicitud del señor Llanos; pero le impuso por condición que no hubiese manifestación pública de ninguna especie. Inmediatamente el jeneroso caballero dispuso que los cadáveres fuesen llevados al hospital, para que permaneciesen allí en depósito, mientras se construían dos buenos ataúdes i se abrían los fosos que debían contenerlos.
A las cinco de la tarde del día 22, una inmensa procesión, precedida de una banda de música tocando marchas fúnebres, se dirijía al cementerio. Oficiales de marina, multitud de vecinos i gran número de marineros, componían aquella espléndida comitiva. Era el acompañamiento mortuorio del teniente Velarde, a quien se le tributaban los honores prescritos por la Ordenanza.
Media hora después, salían del hospital los féretros que contenían los cuerpos inanimados de Prat i Serrano. Un carretón de carga, perteneciente a un arjentino, se acercó para recibirlos, i al instante se puso en marcha, por distinto camino del que había seguido el acompañamiento de Velarde. Don Eduardo Llanos, don Benigno Posada, ciudadanos españoles; otro caballero compatriota de ellos; don Juan Nairo, ex-cónsul ingles; don Edmundo Wallis, jibraltareño, casado con chilena, i el señor Latour, caballero francés, formaban todo el séquito fúnebre del mismo que debía un día llenar el mundo con su fama.
El carretón entró al cementerio por la puerta trasera, i siguió hasta el lugar donde habían sido abiertas las fosas, permaneciendo los acompañantes a unos veinte metros de distancia, al pié de la gran cruz que entonces ocupaba el centro. Entonces el carretonero preguntó: ¿Quién me ayuda a bajar los cajones? contestándole don Edmundo Wallis, único acompañante que había llegado hasta la sepultura: «Yo, que para eso he venido.» Entre ambos bajaron los ataúdes del carro i los colocaron al lado de una de las fosas.
En este momento, se acercó el señor Posada, i tras de él, un pequeño cholo que hizo esta pregunta: ¿Cuál es el cajón del comandante Prat? Éste, contestó el señor Posada, señalándole uno de los féretros; i al momento se retiró el muchacho, yendo a reunirse con un grupo numeroso que se veía a distancia, compuesto de marineros de la Independencia i de cholos del acompañamiento de Velarde; conferenció con ellos i a los pocos instantes, se acercaron todos a los ataúdes, prorrumpiendo en gritos insultantes. «Esos pícaros no merecían tan buen entierro», dijo uno; «esos bandidos tienen mejores cajones que el de mi teniente Velarde», dijo otro, i así, cada uno escarnecía las venerandas reliquias de aquellos ínclitos varones.
Entretanto, el señor Wallis i el carretonero bajaban a la fosa el ataúd de Serrano, cubriéndolo de tierra el señor Wallis con sus propias manos, por no haber allí pala ni azada. A distancia de ocho o diez metros estaba la otra fosa, i a ella llevaron el ataúd de Prat, arrojándole también la tierra el jeneroso jibraltareño, con los ojos arrasados en noble llanto i, en medio de la rechifla de los peruanos, que no cesaban de insultar a los dos ilustres marinos.
Ya en este momento, los acompañantes se habían retirado; lo cual visto por los dos improvisados sepultureros, temerosos de ser agredidos por aquella turba de siniestros intentos, se retiraron también, sin acabar de llenar las fosas.
De este segundo escarnio fueron reos las autoridades peruanas de Iquique, que lo eran el jeneral don Ramón López Lavalle, Prefecto, i el jeneral don Juan Buendía, comandante de armas. A pesar de haber mas de seis mil hombres de guarnición i de ser conocidas las abominables intenciones del populacho, ninguna precaución se tomó para impedir el escándalo: mas bien podría presumirse, a juzgar por la conducta del día anterior, que las autoridades querían proporcionar un desahogo a, las iras populares, entregándoles los cadáveres de los dos grandes chilenos, para que saciasen en ellos su saña. Todo puede presumirse de tan inexplicable conducta; i cualquiera que sea la razón que de ella se dé, siempre quedará en pié el hecho abrumador del escarnio prolongado durante dos días, a ciencia cierta de las autoridades. ¡Caiga sobre ellos el vilipendio de la conciencia universal!
A los pocos días, cuando todo estaba ya tranquilo, el señor Llanos, cuyas órdenes no habían sido puntualmente ejecutadas, hizo cavar otra fosa, cerca de la de Serrano, i trasladó a ella el ataúd de Prat, para que ambos héroes estuviesen juntos, i mandó colocar sobre ellas dos grandes i hermosas cruces con un lacónico epitafio.
Tal fué el entierro del héroe cuya hazaña recordarán con asombro los siglos venideros, i cuya memoria no podrá su patria jamás honrar bastante. Sea este su epitafio:
Tanta nomine ilustre nullum par elogen.
(A tan grande hombre ningún elojio alcanza.)
I esclamemos con el inspirado poeta:
"Álcese Homero de su ilustre tumba
Para cantar las glorias de tu nombre;
Vuelva a encarnarse Fidias en el hombre
Que tu estatua gloriosa ha de tallar;
Llegue tu nombre en alas de la fama
Al confin mas recóndito i lejano,
I donde quiera aliente un ser humano
Óigase un himno eterno en tu loor."
(P. N. PRENDEZ.)
B. A. R.
(Voz Chilena de Iquique.)
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Ahumada Moreno, Pascual. "Guerra del Pacífico, Recopilación completa de todos los documentos oficiales, correspondencias i demás publicaciones referentes a la guerra que ha dado a luz la prensa de Chile, Perú i Bolivia" Tomo I, Valparaíso, 1884.
Saludos
Jonatan Saona
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