Mientras yo y el abnegado grupo de jefes que me acompañaba hacíamos todo género de esfuerzos para organizar y armar las tropas del centro, y mantener en alto el pabellón nacional, la anarquía devoraba al país. Existían dos gobiernos en la república: el de Arequipa, con Montero que, vacilante, no se resolvía a continuar la guerra enérgicamente con las fuerzas y recursos con que contaba, ni prestaba el menor auxilio al ejército del centro; y el de Cajamarca, con Iglesias, que había alzado la bandera de la paz y lanzado en Montán (hacienda situada en la provincia de Chota) el 31 de agosto de 1882, un manifiesto desconociendo al gobierno provisional de Montero y aceptando la paz, bajo las condiciones impuestas por el enemigo.
Esta anómala situación política empeoraba de día en día no sólo la causa de la defensa sostenida por el ejército del centro, sino la del país en todo orden de cosas. La anarquía se extendía de un confín a otro de la república y le presagiaba días aún más sombríos y desventurados.