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24 de julio de 2021

Testimonio de Chaparro

militar chileno
Testimonio de Guillermo Chaparro White sobre la captura del Rímac

"Aún no había del todo amanecido el 23 de julio, cuando los pasajeros fuimos bruscamente despertados por carreras y violentos gritos sobre cubierta. Mi compañero, el alférez Álamos, creyó que el buque se iba yendo a pique y salió corriendo a medio vestir, después de cerciorarse si el salvavidas estaba en su lugar. Volvió a los dos minutos con la versión completa y exacta de lo que pasaba. 

El Rímac se hallaba a 25 millas, próximamente, frente a Antofagasta. En derechura al Oriente se dibujaba sobre el horizonte la conocida silueta de Punta Tetas y en dirección al N. E. era ya visible Punta Angamos. El vigía de servicio avistó con la primera luz del alba un humo que se marcaba cada vez más, viniendo de Punta Tetas. El marinero, que decía ver la arboladura y forma del casco, anunció a la corbeta peruana Unión. 
El capitán Gana observó largamente con la ayuda de sus anteojos y reconoció al Cochrane, que según él salía a convoyarnos. No se modificó, por consiguiente, el rumbo que llevábamos; pero el vigía y acto continuo algunos marineros, dijeron a grandes voces que el buque era la Unión y no el Cochrane. Como no se les diera crédito, juraron violentamente, lanzando groseras injurias al capitán Gana.

El desorden toma a cada momento mayores proporciones. El escuadrón fue llamado a formar, los marineros ya completamente insubordinados, aprovechan esos momentos de absoluta libertad y asaltan la cámara. En un abrir y cerrar de ojos destrozan los muebles y perforan a balazos cuadros y espejos; forzan los armarios, invaden la cantina y bodegas de víveres y licores. El saqueo fue total y rapidísimo. Cuando acudió tropa del escuadrón, los departamentos robados estaban desiertos; antes de castigar a los culpables era preciso extinguir un principio de incendio, que habría fatalmente tomado cuerpo a continuación de los excesos de vergonzosa rapiña a que se entregó la marinería.

A todo esto, la embarcación anunciada se veía perfectamente con todos los detalles de su aparejo. No era posible ya dudar: la Unión, a poco más de 2.000 metros, avanzaba a gran velocidad. El Rímac seguía, sin embargo, rumbo al Oriente. La distancia disminuía con rapidez, pues iba cada buque al encuentro del otro. Pasa un momento y ambos se cruzan a distancia de 300 metros más o menos. La Unión nos lanza una andanada con sus cañones de estribor. Un proyectil estalla sobre un gran rollo de cables, otro se lleva parte del bauprés: los demás perforan el casco y sus efectos se reducen a grandes destrozos de madera en los camarotes de 2ª clase. Los astillazos ocasionan, sin embargo, algunas heridas.

La autoridad de a bordo despertó con esto de un pesado letargo: diéronse instrucciones para la dirección del barco; pero por desgracia, en ese momento decisivo, se cometió el error capital que originó la pérdida del Rímac. El espacio entre los buques aumentado considerablemente después del cruzamiento, porque la Unión vióse obligada a virar en redondo para iniciar la persecución, y después de realizado ese movimiento, nos presentó varias veces uno de sus costados, a fin de dispararnos cómodamente con sus cañones de grueso calibre. La situación era, por tanto, propicia para seguir navegando al oriente y penetrar, forzando máquinas, en la bahía de Antofagasta. Se indicaba eso, a todas luces, como el camino de la salvación y del honor, y el más práctico, por considerables que fuesen los daños y averías que podía causarnos la artillería enemiga. Además, continuando en esa dirección, no tardaría en ser oído desde el puerto el estampido de los cañones; los vigías del Cochrane y de la Chacabuco apercibirían los humos y esos buques acudirían prontamente en nuestro auxilio.

Los profanos en la ciencia náutica creíamos cándidamente que en caso concreto que debíamos resolver, era preciso optar por la escapada más directa, aun cuando resultase la más arriesgada; o sea, que el sentido común aconsejaba buscar el tiro corto de la carrera desaforada que íbamos a comenzar, por la sencilla razón de que el barco peruano andaba 14 millas por hora y el Rímac 11 a 12.

Pues bien; el consumado marino que dirigió la maniobra, ensayó un procedimiento diametralmente opuesto a la fórmula simple que acabo de exponer: el capitán Gana, en busca de más ancho campo de operaciones, fue gradualmente describiendo un arco muy tendido, hasta enderezar para el dilatado Oeste.

Bien es cierto que no persistió largo tiempo en el nuevo rumbo, pues se volvió como implorando auxilio hacia el puerto y después al Sur, lamentando, sin duda, que no hubiese otros puntos cardinales que explorar.

La Unión se retrasaba al principio, en vez de ganar terreno, por la frecuentes paradillas que hacía para cañonearnos con sus baterías de costado; pero luego cambió de táctica, ansiosa quizás de abreviar la caza y sólo el cañón de proa mantuvo sus fuegos. A partir de este momento, fue estrechándose visiblemente la distancia que nos separaba y ni el más iluso pudo ya equivocarse un ápice, al pensar en la suerte que nos deparaba el destino.

En el consejo celebrado se planteó por el comandante Bulnes la solución de ir al abordaje: la gente estaba lista y convenientemente distribuida para facilitar el comienzo de la operación. Los marinos hicieron ver las dificultades insuperables que a ello se oponían: el Rímac podía ser hundido diez veces antes de presentarse la ocasión de saltar sobre la cubierta enemiga. ¿Qué hacer entonces? ¿Arrojar al mar los caballos uno a uno y en seguida el armamento, el vestuario, etc.? La tarea era pesada y requería un tiempo de que no disponíamos. Bien analizados los diversos proyectos que se formularon, juzgóse que era preferible y más conforme con el honor militar, hacer abrir, llegado el momento, las válvulas del buque.

Esta resolución se tomó, como digo, en consejo, y la orden respectiva se dio por el capitán Gana al primer ingeniero, en presencia de casi todos los oficiales. El ingeniero contestó algo en inglés y se retiró a sus máquinas. Acto continuo, descendimos a los camarotes a tomar nuestros salvavidas. El Rímac se detuvo súbitamente. Algunos intentaban ya tirarse al mar para salir con tiempo del radio de atracción del vapor al sumergirse, cuando los marineros, que habían suspendido el fuego de fusilería para tomar sus coyes, hablaron de matar al capitán Gana. El hecho es que la bandera blanca apareció misteriosamente en el palo de trinquete y que el buque mantenía su calado ordinario sin una pulgada de diferencia. Eran las 10 a.m.

Debo decir que momentos antes había aparecido el Huáscar casi en la dirección de marcha del Rímac. Nos hizo un disparo, que bien pudo ser de intimidación, porque el proyectil rebotó sobre las olas a más de veinte metros del casco.

Algunos minutos después de detenido el trasporte, teníamos muy cerca de nuestros costados a la Unión y al Huáscar. Este último despachó un bote con varios individuos de la guarnición, dos o tres oficiales subalternos y el mayor de órdenes, capitán de fragata don Manuel M. Carvajal.

Sobre el Rímac, la desesperación se advertía bajo diversas manifestaciones, según los individuos. Los marineros habrían colgado gustosos al capitán Gana; pero fueron enérgicamente reprimidos por la autoridad del comandante Bulnes. Este jefe, pálido y con la cabeza inclinada sobre el pecho, luchaba contra la desesperación y el desaliento. El mayor don Wenceslao Bulnes, recordaba a la Patria, se creía deshonrado y gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. El capitán Campos, mudo, sombrío, era sacudido a intervalos por explosiones de sollozos sin lágrimas; el capitán Bell habló a la tropa recomendándoles que tuvieran resignación para soportar sus sufrimientos sin exhalar quejas.

Se nos ocurre que muy pocos soldados se dieron cuenta clara de la situación. Habían arrojado sus armas al mar y permanecían silenciosos y cabizbajos. Era pequeño el número de los que enjugaban lágrimas furtivas, en homenaje a la Patria, o recordando a sus parientes y amigos, a quienes muchos no volverían a ver.

A la vista del bote enemigo que avanzaba a fuerza de remos, el comandante Bulnes, sobreponiéndose a su dolor, dijo a los oficiales que lo rodeábamos que debíamos evitar cuidadosamente toda manifestación de sentimientos; que lo primero en esas circunstancias era sobrellevar con absoluta dignidad nuestra desgracia. Atracó luego el bote a la escala del vapor y subió el capitán Carvajal con su pequeño destacamento. El mayor de órdenes, Carvajal, era un sujeto de figura distinguida. Saludó atentamente al comandante Bulnes y demás jefes, y sin falsa arrogancia ni fanfarronería, expresó su condolencia personal por el fracaso que en esos instantes nos agobiaba, cuyas consecuencias funestas caían sobre nuestra Patria y más directamente sobre nosotros mismo. En seguida dio sus órdenes. El comandante Bulnes y el mayor Bulnes fueron trasladados al Huáscar, el capitán Gana y los empleados civiles a la Unión. A los oficiales se nos designó la cámara para estar durante el día y dormir. La tropa pasó a las bodegas. Sobre el portalón que a ella comunicaba, se colocó el cañón que servía para los saludos y avisos. Habrían quedado los pobres en la más profunda oscuridad en aquel pudridero humano, sin un agujero diplomático que dejaba pasar tal cual rayo de luz y un poco de aire. Por ese orificio fue descolgado el nauseabundo rancho de los cautivos. Con los 250 hombres metidos en aquella cueva, el tal agujero hacía el oficio, medianamente, de un respiradero de cloaca.

El servicio a bordo fue riguroso: innumerables centinelas rodeaban la cámara; no podíamos salir de ellas sin un vigilante al costado y previo permiso del Oficial de Guardia..."


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Chaparro W., Guillermo. "Recuerdos de la Guerra del Pacífico" Santiago, 1910. Reeditado en "Cuaderno de Historia Militar" n° 3, Santiago, 2007.
Fotografía de Augusto Farías, del regimiento Carabineros de Yungay

Saludos
Jonatan Saona

1 comentario:

  1. Pero si son jamás vencidos...hasta el último hombre....debe haber un error.....rotos que pasó? Igual en Tarapacá, San Pablo, concepción, marcavalle, Pucara, comas........

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