Tarma, Agosto 14 de 1879.
Señor Ministro:
No me había sido posible antes de ahora dar a V. S. cuenta de los diversos incidentes que dieron por resultado la captura del trasporte Rímac, que traía a su bordo el escuadrón de mi mando. Hoy me es dado cumplir con este deber, y la relación que voy a hacer de los hechos, desnuda de todo comentario, espero ha de ser suficiente para que V. S. y el Supremo Gobierno formen un juicio cabal sobre este desgraciado acontecimiento.
Sabe V. S. que el 16 próximo pasado Julio se sirvió V. S. impartirme, por conducto del señor Comandante en Jefe del ejército de Reserva, de quien entonces dependía, la orden de trasladarme con el cuerpo de mi mando a Valparaíso por el tren nocturno del siguiente día, para ahí embarcarnos con destino a Antofagasta.
Esa disposición de V. S. sufrió posteriormente una modificación, en virtud de la cual la partida se fijó para el 18.
Ese día, a las 10.30 P. M., partirnos de Santiago y llegamos sin accidente alguno a Valparaíso, a las 6.30. A. M., en la mañana siguiente.
El señor Comandante General de Marina dispuso ahí nos embarcáramos en el trasporte Rímac, y que ese embarque tu viera lugar en el acto, para zarpar a las 3. P. M. de ese mismo día.
Así se hizo; cuando nos alistábamos para marchar se comunicó de Antofagasta la noticia de que la escuadra del Perú, navegaba en las aguas del Norte de ese puerto y muy inmediato a él. Me dirigí entonces donde el señor Comandante General para informarme de lo que hubiere de verdad y para cumplir con mi deber, que me ordenaba representar el peligro que envolvería para el país lanzar en esas condiciones un cuerpo de caballería que, indefenso en el mar, tendría que ser víctima, en un encuentro con naves de guerra. Convino el señor Comandante General en que habría en ello una grave imprudencia, y ordenó que la partida se suspendiera hasta que de Antofagasta, adonde se dirigió en ese momento mismo por telégrafo, le anunciara el señor Santa María, Ministro de Relaciones Exteriores, si era posible emprender sin peligro la navegación.
Un telegrama del señor Ministro, contestación al anterior y que llegó como dos o tres horas después, reconocía la necesidad de demorar la partida. Quedamos, pues, en el puerto hasta el siguiente día, 20 de Julio, en que el señor Comandante General de Marina me comunicó, por medio de una atenta esquela, que la partida estaba fijada para las 12 M.; que se le anunciaba de Antofagasta que no había temor de un mal encuentro
En consecuencia de esa disposición, a las 12.20 P. M. nos hicimos a la mar, trayendo el Rímac todo el escuadrón y una parte de su caballada, viniendo el resto de ésta en el Paquete de Maule.
Navegamos en convoy con este buque unas pocas millas, se parándonos pronto por haber tomado el Paquete su rumbo cerca de la costa, y haciéndose el Rímac mar afuera, medida a la que el capitán de fragata graduado don Ignacio Luis Gana, comandante militar del trasporte, nos aseguró estaba obligado por las instrucciones que de la Comandancia General había recibido.
Los dias 20 y 21 navegamos sin novedad. Reinaba entre los marinos el temor de que las naves del Perú, cuya situación se anunciara el día anterior, llevaran sus reconocimientos por las aguas que recorríamos; pero ese temor se desvanecía recordando el tranquilizador telegrama del señor Ministro de Relaciones Exteriores, y con la consideración de que si peligro hubiera, el Loa, surto en la bahía de Valparaíso, sería despachado para alcanzarnos, o se tomaría otra medida que salvara al trasporte. Posteriormente hemos sabido que, en efecto, el mismo día 20, dos horas después de nuestra partida, el Huáscar y la Unión se presentaron en Caldera y poco más tarde en Huasco y Carrizal: por desgracia, no tuvimos de ello aviso.
El 22 continuamos nuestra navegación, pero con la circunstancia notable, para los que no somos hombres de mar, de haber el trasporte disminuido la fuerza de su máquina hasta alcanzar un andar de cuatro a cinco millas por hora solamente durante la mayor parte del día y toda, la noche.
Interrogado sobre ello, por el que suscribe, el capitán don Pedro Lautrup, que representaba la Compañía Sud-Americana de Vapores y dirigía el buque, y exigiéndole al mismo tiempo aumentara, su andar para entrar en esa misma tarde al puerto de nuestro destino (lo que a la altura a que nos hallábamos era perfectamente fácil y hacedero), se excusó con sus instrucciones, con las dificultades del fondeadero y con la costumbre que en el puerto se observaba de hacer salir afuera, los trasportes durante la noche, lo que hacía inútil mayor prisa.
No tenía el que esto escribe, como V. S. sabe, autoridad al guna a bordo; no conocía el personal de empleados, sobre todo de maquinistas, y no sabía cuáles eran los términos del con trato celebrado entre el Supremo Gobierno y la Compañía Sud-Americana de Vapores para la conducción de cuerpos de tropas.
Interrogado el comandante Gana, representante del Gobierno, me informó de que ninguna atribución nos era concedida durante la navegación; que ello era de facultad exclusiva de la Compañía Sud-Americana, y del capitán que la representaba; y por fin, que solo en caso de ataque y siniestro, de guerra le correspondía a él dar órdenes y tomar el mando.
El respeto y acatamiento que debo a las disposiciones y órdenes del Gobierno Supremo de mi patria, me hicieron entonces desistir de mis gestiones, aceptar con la tropa que mandaba el carácter de simples pasajeros a bordo y resignarnos con una situación que no estaba en nuestra mano evitar ni mejorar, limitándome a tomar nota de la promesa que el capitán me hiciera de que al amanecer del siguiente día entraríamos en el puerto.
Amaneció el 23, y se nos presentó por el lado de tierra un buque de guerra, que los marinos no reconocieron al principio y que cerraba el paso al trasporte. Llamado el comandante Gana para asumir el mando, como sus instrucciones le ordenaba, nos insinuó su convicción de que era el blindado Cochrane de nuestra armada, por la circunstancia de tener sus cofas blindadas la nave que teníamos a la vista, y sobre todo por haberle, asegurado el señor Comandante General de Marina, al despacharle de Valparaíso, que a esa altura debíamos encontrar a ese blindado para proteger nuestra llegada.
Lógica nos parecía esa medida., y tanto más la habríamos encontrado, si nos hubiera sido dado en esos momentos saber, como después hemos sabido, leyendo en los diarios un telegrama dirigido ese mismo día a S.E. el Presidente de la República, y firmado por el señor Ministro Santa María, en que le anunciaba que el Rímac no llegaba, y que en la mañana habían divisado a los buques Huáscar y Unión en la boca del puerto.
La confianza, de creer que era el Cochrane el que teníamos a la vista, por las razones que antes señalo, influyó tal vez en el ánimo de nuestros marinos para no tomar inmediatamente providencias que pudieran salvarnos. No me atrevo a asegurarlo así a V. S. por mi desconocimiento completo de la ciencia de la navegación y de las situaciones respectivas de los buques, pero es el juicio que de ese incidente pude formar. Convencidos, por fin, de que no era el blindado sino un buque de la armada peruana; vista por nuestros marinos la imposibilidad absoluta de resistencia, se lanzaron mar a fuera, dando a la máquina del trasporte toda su fuerza. Por un extraño y fatal error, al mismo tiempo que la marinería sostenía que éramos perseguidos por la Unión, los jefes del trasporte aseguraban que era la cañonera Pilcomayo y que nada debíamos temer, por ser de menos andar que el Rímac.
La Unión, que ella era, nos tuvo muy pronto al alcance de su artillería, y presentando su batería nos disparó sus grandes cañones, que en ese momento no nos hicieron mal. Visto, no obstante, por su comandante que al su costado perdía terreno y lo ganaba el trasporte, renunció a esa idea, y siguiendo nuestras aguas, dio a su máquina todo su andar, y continuó sus fuegos por medio de un cañón que en su proa tenía.
El Rímac disparó también un tiro, pero la pésima calidad de sus piezas y de sus artilleros hizo que la bala cayera a pocos metros más allá de la primera ola inmediata al vapor.
Hasta este recurso, aunque ridículo, nos fue negado, porque para escapar presentábamos únicamente la popa de nuestro buque, parte adonde no teníamos cañones.
En esas circunstancias apareció a nuestra vista, navegando en demanda del Rímac, otro buque que se reconoció era el Huáscar. Se trató de escapar este nuevo peligro, siguiendo el rumbo a fuera; los fuegos de la Unión continuaban mientras tanto sin interrupción, y siempre a tiro de su artillería, sus proyectiles alcanzaban más allá de nuestra proa.
Colocados en tan desesperante situación, y deseos de salvar ante todo el honor de las armas, se resolvió unánimemente el sacrificio. Quiso el comandante Gana ponerse de acuerdo con el que suscribe sobre las medidas que tomarse debieran; pero el carácter de simple pasajero que allí investía y mi falta de conocimientos en asuntos de mar, me hicieron declinar esa responsabilidad en los de la profesión. Exigí únicamente, tanto de él como del capitán Lautrup, que ya que de las maniobras marítimas no se podía esperar, a mi juicio, gran resultado, se dirigiera el trasporte sobre la Unión hasta colocarnos al costado de ella, y se confiara al sable de los soldados del Escuadrón Carabineros de Yungay el honor del país y el crédito de sus armas. Por ambos se rechazó tal medida como imposible de realizar, fundados en que el andar superior de la Unión evitaría en todo caso su encuentro, y que aprovechando la superioridad de marcha, su maniobra sería correr en línea paralela a la nuestra, y favorecida por los grandes cañones de sus costados, echarnos a pique en muy poco tiempo y antes de llegar a ella; que el iniciar ese movimiento sería bastante para inutilizarnos ya por completo, mientras que todavía nos quedaban esperanzas de escapar.
Exigió entonces el infrascrito se dieran las órdenes necesarias para echar los caballos al agua, y evitar, por ese medio, que cayeran en poder del enemigo. Se contestó esta exigencia por el jefe de marina antes citado y por el capitán Lautrup, que hasta el último momento continuó prestando sus servicios y trabajando por la salvación común, que esa medida presentaba muy graves inconvenientes, entre los cuales señalaban de preferencia el de que, arrastrados esos animales por el torbellino que las aguas forman alrededor de un vapor en marcha, irían a dar a la hélice del buque y paralizaría nuestros movimientos por completo, arrancándonos así la única esperanza que de salvación nos quedaba. A ello agregaban que, obligados a hacer funcionar la máquina de vapor necesaria para suspender los caballos y lanzarlos al mar, disminuirían la marcha del trasporte y seríamos pronto alcanzados.
Debí, como V. S. comprende, ceder ante la fuerza de esas razones que encontré fundadas, y que me eran
dadas y aseguradas por las únicas personas facultativas con que a bordo contábamos.
En esa disyuntiva, creí de mi deber manifestar al comandante Gana mi resolución de proceder a esa medida en un rato más, si las circunstancias no variaban, aun a riesgo de sufrir todas las malas consecuencias que se me indicaban. Me observó entonces este jefe que su deber le mandaba tomar hasta el último instante todas las medidas que salvarnos pudieran, y concluyó arrastrando con el que suscribe el compromiso de que, una vez convencido que la pérdida era irremediable, haría romper las válvulas del buque y buscaría el mar como tumba para el transporte, sus tripulantes y pasajeros.
Aceptado en el acto ese ofrecimiento, no pensó ya el infrascrito en buscar la salvación ni la pérdida de caballos ni de armas, desde que todo debía perecer en un momento dado, y ninguna necesidad obligaba a anticipar ese instante.
Seguimos navegando en las mismas condiciones: recibiendo siempre los disparos de la Unión, sin poder siquiera contestar con nuestras carabinas por estar la nave enemiga fuera del alcance de ellas. Debimos resignarnos con esa situación, forzando el Rímac su máquina para escapar, y apurando el Huáscar y la Unión las suyas para darle caza.
No es de mi competencia dar a V. S. cuenta de las maniobras realizadas por el trasporte. Desconozco por completo todo lo que a la navegación se refiere, y cualquier opinión que aquí estampara sería, en consecuencia, aventurada y sujeta a error. Por lo demás, el comandante Gana habrá puesto ya en conocimiento del Supremo Gobierno todo lo ocurrido.
Llegó, por fin, un momento, 10.15 A. M., en que los buques del Perú pudieron encerrar al Rímac, de tal manera, que mientras la Unión venía sobre la popa, el Huáscar se nos ponía por la proa, cerrando el paso y disparando un tiro con sus cañones de a 300. El comandante Gana, viéndose irremediablemente perdido e imposible la salvación, enarboló la bandera blanca de parlamento; y notando el que suscribe que el buque no se hundía, conforme a lo antes convenido, ordenó que el armamento del escuadrón y la pequeña correspondencia que ahí venía, fueron arrojados al mar, como en efecto se hizo, no pudiendo hacer lo mismo con la caballada, por falta de tiempo y por la lealtad que las leyes de la guerra civilizada imponen en esos momentos. El comandante Gana expuso haber dado la orden de romper las válvulas del Buque, pero los maquinistas, de nacionalidad inglesa no se apresuraron, como comprenderá V. S. fácilmente, cumplir una decisión que les arrebataba la vida en nombre de una causa y de sentimientos que para ellos deben ser indiferentes.
El resultado, señor Ministro, es que en obsequio al honor del país y de sus armas, el cuerpo de mi mando ha sufrido durante cuatro horas y media el fuego de artillería, y que, impotente para ofender a su enemigo, se sacrificaron fríamente en nombre de ese gran deber. No le era dado siquiera, sucumbir con gloria, y aceptaba con entera resignación perecer ahogado.
El Rímac en esos momentos había recibido los balazos y el escuadrón tenía siete hombres fuera de combate. De ellos murió uno en esos momentos, el soldado Avelino Urzúa, y es probable hayan sufrido otros la misma suerte, a juzgar por su estado de gravedad, a pesar de que a nuestra llegada a Arica, dos días después, fueron llevados a las ambulancias establecidas en aquel puerto.
He cumplido, señor Ministro, mi propósito, haciendo a V. S. una detallada y simple relación de los hechos. El Supremo Gobierno y el país deducirán las consecuencias a que esa fiel y verídica relación se preste.
Reducidos hoy a la condición de prisioneros de guerra, perdida nuestras expectativas de servir al país en la medida de nuestro patriotismo, nos queda siempre la de que, si una fatalidad que no estaba en nuestra mano dominar nos coloca en esta situación, nuestro sacrificio no será estéril para la patria, y que tomado en consideración por nuestros compatriotas y por V. S., harán la justicia de reconocer que, aunque desgraciados, hemos sabido cumplir nuestros deberes de chilenos y de soldados.
Por lo demás, aunque internados en este punto, el tratamiento que hemos recibido es el que corresponde a la nación peruana y a la civilización que alcanza. La marina apresadora ha sabido mostrarse a una altura de sentimientos que hace alto honor a su país, revelando en sus atenciones y delicada comportación, que ejercía, no solo un deber de enemigo noble y generoso, sino un acto de verdadera fraternidad. El ejército ha sabido imitar ese representado por los jefes de esta guarnición y especialmente por el teniente coronel don Manuel Fernando Villavicencio, que nos ha conducido aquí, guardando las atenciones que al caballero y al soldado merecen siempre el infortunio de sus compañeros, de cualesquiera nacionalidad que sean.
Antes de concluir, séame también permitido manifestar igual agradecimiento al Prefecto de este departamento, coronel don Manuel R. Santamaría, que inspirándose en los mismos sentimientos, ha tratado de endulzar la suerte de sus prisioneros, y concedido la libertad en la población a los jefes, bajo palabra de honor, y autorizando a éstos al mismo tiempo a llevar consigo a sus demás compañeros y subalternos.
Adjunta encontrará V. S. una relación clasificada y nominal de los jefes, oficiales y paisanos que aquí se encuentran. En cuanto a la tropa del escuadrón, se dispuso quedara en Arica, y hasta este momento ignoramos adonde haya sido destinada.
Dios guarde a V. S.
MANUEL BULNES.
Al señor Ministro de Estado en el departamento de Guerra de la República de Chile.
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Ahumada Moreno, Pascual. "Guerra del Pacífico, Recopilación completa de todos los documentos oficiales, correspondencias i demás publicaciones referentes a la guerra que ha dado a luz la prensa de Chile, Perú i Bolivia" Tomo VI, Valparaíso, 1889, p. 28.
Saludos
Jonatan Saona
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