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18 de enero de 2021

Dos arrestos por un traje

Federico Elguera
Dos arrestos por un traje

Con la más viva y entusiasta complacencia incluye HOGAR entre sus páginas, el siguiente delicioso artículo de don Federico Elguera.
Ha accedido el notable escritor, para cuyo hondo humorismo resultan pálidos todos los elogios, contarse entre los colaboradores constantes de nuestro semanario, y ahora mismo, desde esta página, con nuestro agradecimiento, hacemos público testimonio de nuestra admiración y de nuestro decidido interés — generoso para con nosotros como para con el público— de seguirle reclamando al señor Elguera sus siempre buenas y valiosas colaboraciones.

Para preparar la defensa de Lima, se organizó en 1881 el Ejército de la Reserva, formado con todos los individuos aptos para tomar las armas, sin distinción de edad ni de posición social.

Magistrados, funcionarios públicos, estudiantes, dependientes y obreros, fueron llamados al servicio militar, ante el inevitable ataque de la capital por las tropas chilenas, después del triunfo que alcanzaron en el “Alto de la Alianza”.

Diariamente, á las tres de la tarde, un repique de la Catedral anunciaba á los reservistas que debían reunirse en distintos lugares de la ciudad.

El comercio se cerraba y de todas partes salían en precipitado paso, los jefes, oficiales y soldados, para dirigirse a los campos de ejercicio.

Consistía éste en marchas y contramarchas, pasos regulares, conversiones y otros movimientos más apropiados para un despejo ó simulacro que para un combate de verdad.

No se enseñaba el manejo de las armas porque ni siquiera se dotaba de ellas á los soldados.

Los meses transcurrían y el momento de peligro apareció, con el desembarque en las proximidades de Lima del ejército invasor.

La primera preocupación fué, entonces, uniformar á la Reserva y se inventó una especie de traje de paño, de cúbica azul, que fué la tela que se encontró más abundante en plaza.

Los jefes y oficiales debían procurarse sus uniformes por su propia cuenta y peculio y se fijó un plazo. para que todos se presentaran en traje militar á los ejercicios, señalándose penas para quienes así no lo hicieran.

Yo, sin ser aun ciudadano, me inscribí como soldado en la Legión Universitaria, ascendiendo a sargento primero, algunos días después y pasando, mas tarde en calidad de sub-teniente al batallón número 20.

A este paso, si no se pierde la guerra, habría llegado á General, antes que el Mariscal Cáceres.

Necesitaba pues, un vestido de oficial, con su kepis y sable correspondientes.

Encargué la manufactura del traje á un sastre Tapia, de la Plazuela de Santo Domingo, práctico en la confección de arreos militares, y estipulado el precio quedó convenido que me entregaría la ropa un día antes del señalado por la orden general, para que todos los reservistas nos presentáramos uniformados.

Encargué el kepis á un sombrerero y me eché á buscar un sable por todas las tiendas.

Encontré al fin un florete, que colmó mis exigencias sanguinarias y mis gustos artísticos, dadas su hoja flexible, su elegante vaina y correcta empuñadura, y pagué caro por él, pues el vendedor me aseguró que era de legítimo acero toledano.

Pero llegó el día del uniforme obligatorio y el sastre faltó á su compromiso y me dejó vestido de paisano.

Sonó la hora del ejercicio y se me planteó este conflicto de deberes: “Ir al ejercicio sin uniforme ó faltar á él por no tener uniforme.”

Creí que mayor era la falta de no concurrir y salí de mi casa, para dirigirme como todos los días, á mi campo de maniobras, que era la Plaza de la Exposición.

Llegué hasta la esquina de Belén sin novedad, pero en ella, un celoso y maldito policía me detuvo, para pedirme el boleto de inscripción.

Se lo presenté, lo leyó y me dijo: 
—¿Por qué no estás uniformado? 
—Porque el sastre no me ha concluido el uniforme y déjame seguir, porque voy al ejercicio.
—Tienes que venir conmigo á la comisaría.
—No seas majadero y déjame seguir, hombre.
—Tengo orden y te vienes conmigo.

No hubo remedio y me condujo á la comisaría, que ocupaba el local que tiene hoy, la Bomba Salvadora.

Me recibió un oficial á quien repetí la excusa que di al policía y por toda respuesta, llamó á un subalterno y lo comisionó para que me condujera a la Prefectura del Departamento.

Al llegar allí, nos encontramos con un sinnúmero de oficiales que entraba y salían, y tuvimos que esperar un gran rato, para que el prefecto Peña y Coronel nos recibiera.

Cuando estuvimos en su presencia, el oficial señalándome le dijo:

—A este caballero lo remite la comisaría del 4o. porque está sin uniforme.

—¿Por qué está usted sin uniforme?— me preguntó el prefecto con el tono y la arrogancia militares, propios de su rango y de los críticos momentos porque atravesaba el país.

—Déjelo aquí, agregó á mi cancerbero y llamó á otro oficial para ordenarlo que me condujera al Estado Mayor, que funcionaba en la Biblioteca.

Llegados allí, se me hizo comparecer ante el jefe, coronel don Julio Tenaud, con quien medió el diálogo
siguiente:

 —¿Por qué está usted sin uniforme?

—Porque el sastre, á quien se lo he mandado hacer y á quien se lo he pagado, no ha cumplido con entregármelo.

—Queda usted arrestado, me replicó molesto.

—Me parece que á quien debe usted arrestar es al sastre, y no á mí, le agregué.

—¿Qué dice usted?

—Lo que usted oye: que á quien debe usted castigar es al sastre y no á mí.

—!Vaya usted arrestado á la antesala!

—Pregúnteme usted siquiera cómo me llamo.

—¿Cómo se llama usted?

—Fulano de tal.

Mi atrevimiento é insolencia, propias de mi educación y disciplina militares, merecían un castigo mayor, que probablemente impedí, dando mi nombre.

Pocos años después, era don Julio Tenaud, como sigue siéndolo, un buen amigo mío.

Salí pues á cumplir mi arresto, y enterado de él don Enrique Alzamora, subjefe del Estado Mayor, entró á la habitación que yo ocupaba, me preguntó lo que sucedía, se lo referí y me dijo:

—Voy á hablar con Tenaud, y salió regresando á los pocos minutos:
—Estás en libertad y ven conmigo.

—¿Me va usted á acompañar?
—Voy á dejarte en tu casa, para que no te pase otro chasco.

Y salimos juntos.

Al día siguiente muy temprano, fui, hecho una fiera, en busca del incumplido y malhadado sastre.

—¿Qué es de mi uniforme? le pregunté.
—Todavía no está concluido, me contestó.
—Pues ayer me ha hecho usted pasar muy malos ratos por su informalidad, y le referí mi vía crucis.

—La culpa no es mía, me contestó, sino del encargado de coserlo.

—¿Pero me lo entrega usted hoy, antes del ejercicio ó no?
—Haré todo lo posible.

Pocos momentos antes de las tres, llegaba felizmente á mi casa el uniforme expedito.

En el acto me disfracé con él, me ceñí el florete, me calé la gorra y comparecí ante mis padres y miembros de familia, ufano, satisfecho y hasta valeroso...

Al primer repique de la Catedral, salí de casa y me dirigí á mi sitio de reunión.

Apenas hube llegado y antes de que se pasara lista el mayor del cuerpo me acometió así:

—¿Por qué no vino usted ayer?

—Porque el sastre no me entregó el uniforme y un policía me detuvo en el camino, me llevó á la comisaría, etc., etc.

—Con uniforme ó sin él debió usted haber venido.

—¿Pero no le estoy diciendo que venía?

—Vaya usted y preséntese arrestado al cuartel de la Escuela de Medicina.

—Pero fíjese usted mayor...

—¡Silencio!

Callé y obedecí.

Me puse en marcha hacia la plaza de Santa Ana, llegué al cuartel y me presenté al oficial de guardia.

¡Este fué el estreno ó bautismo, de mi flamante uniforme militar!

Al enterarse el oficial, de la causa de mi arresto, me dijo:
—No pierda usted su tiempo y váyase.

Le di las gracias y me retiré.

El mayor que me mandó arrestado, era José Martín Arróspide, con quien me unió más tarde, una amistad afectuosa y á quien tuve de jefe de una oficina municipal, en los ocho años de mi alcaldía.

No puedo separar el recuerdo de Arróspide, del de un episodio que paso á narrar.

Para combatir la peste bubónica, en los primeros meses de su aparición en Lima, se organizaren cuadrillas de ratíferos, encargados de dar caza a los roedores, y á quienes se pagaba algunos centavos, por cada rata muerta.

Para vigilar á estos cazadores, necesitaba una persona de mi confianza y escogí á Arróspide.

Diariamente me daba cuenta de las ocurrencias de su encargo y una tarde se me presentó inmutado.
—¿Qué pasa? le pregunté.

—Qué no puedo tolerar más los robos de algunos ratíferos y que acabo de tener una seria molestia con el peor de ellos.

—¿Y por qué los tolera usted? ¿Por qué no les despide ó los manda presos?

—Porque quiero contar antes con la autorización de usted.

—Se la doy amplia, le dije, y proceda con energía.

—Acaba de darme una molestia, uno de esos canallas, á quien he descubierto varias picardías.

—¡Despídalo usted á pescozones, hombre!

Salió de mi despacho y no habían transcurrido cinco minutos, cuando sentí voces y un gran estrépito en los corredores.

Me disponía á salir y volvió Arróspide.

—¿Qué ha sido eso? le pregunté.
—Que cumpliendo sus órdenes, he sacado á puntapiés á ese bribón hasta el centro del portal.
—¡Muy bien hecho! Ahora siéntese, serénese y que le sirvan una taza de té.

Octubre de 1920.

FEDERICO ELGUERA.


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Ilustración semanal peruana "Hogar". Lima, 29 de octubre de 1920.

Saludos
Jonatan Saona

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