Miguel Grau (perfiles peruanos)
Ante el nombre glorioso que encabeza estas líneas, los marinos de todo el mundo se descubren y América entera se postra de rodillas. He dicho que los marinos de todo el mundo, exagerando un tanto; contados serán los españoles que lo conozcan: cuando Miguel Grau conquistó un puesto resplandeciente al lado de los héroes, cuando después de su gloriosa campaña voló á los Campos Elíseos, en donde Churruca debió esperarle con los brazos abiertos, España no tenía representación naval en el Pacífico, como la tenían, y lucidísima, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y los Estados Unidos.
¿Qué extraño debe, pues, parecemos que sólo un reducidísimo número de nuestros marinos sepa quién fué Miguel Grau ni las hazañas sorprendentes por él realizadas?
Y, sin embargo, un marino español ilustre, don Juan Bautista Topete, con quien me cupo la honra de hablar en Santander al día siguiente de mi regreso de América, me decía conmovido: «Hubiera dado la vida por presenciar esa guerra de titanes,» aludiendo á la chileno-peruana.
-¡Grau!, decía Topete, Grau es la figura más grande y más simpática que América puede presentarnos después de su independencia. Yo hice la campaña del 66, señora...
-Y con honra, le contesté.
- Con honra la hizo la marina española; pero yo peleaba contra mis amigos del Perú, sin acordarme que eran extranjeros; me parecía aquella una de nuestras contiendas civiles. ¡Qué valientes! ¡Qué valientes! ¡Y cuánto he querido yo á Monterito!
Aludía el bravo Topete al contraalmirante peruano D. Lisardo Montero.
Nuestro viejo marino me preguntó por cada uno de los jefes de la escuadra peruana; quiso enterarse de todo minuciosamente; condolióse de que España no hubiera tenido representación naval en el Pacífico cuando estos acontecimientos, y honrando la memoria de Topete puedo asegurar que se conmovió oyendo el relato de las heroicidades llevadas á cabo por los jóvenes que él había conocido en los comienzos de su carrera.
Pues bien: Topete, que amaba á los que en un tiempo fueran sus adversarios, no sus enemigos, había seguido paso á paso la estela brillante que el Huáscar, al mando de Grau, iba dejando en sus atrevidas excursiones de Norte á Sur y de Sur á Norte; pero apenas si algún otro de los que tan alto pusieron el pabellón de la marina española en aguas del Callao habrá mostrado curiosidad por saber qué fin tuvieron aquellos valientes.
Si con mis apuntes biográficos reparo en parte la ignorancia que hay por acá respecto á un héroe que llevaba un apellido tan español como el que más creeré prestar un servicio á nuestra dorada juventud marina, haciéndole presente que las magníficas páginas de su historia se reproducen allí donde hay sangre y nombres íberos.
Nació Miguel Grau el año 1834 en Piura, ciudad situada al Norte del Perú, coronada por cielo sin nubes, eternamente azul, y por un sol cuyos ardientes rayos producen vegetación espléndida y naturalezas tropicales. Hijo de padres ricos y distinguidos, quisieron éstos darle carrera conforme á sus aficiones, y comenzó los estudios náuticos en la escuela de Paita, puerto de excelente arribaje en la misma provincia de Piura, y adonde las comisiones científicas europeas fueron oficialmente en buques de guerra de sus respectivas naciones á observar el paso de Venus, allá por los años 1879 ó 1880, que no recuerdo precisamente la fecha.
Comprendiendo el padre de Grau que navegando lejos de la patria podían acentuarse más y más las aficiones del niño, embarcólo en un buque mercante europeo, y al cabo de siete años regresó, apenas hombre, á su patria con un caudal de conocimientos náuticos y dominando varios idiomas. El inglés le era familiar como á todos los marinos del Pacífico.
En mayo del 54 era guardia marina; en marzo del 56, alférez de fragata; en septiembre del 63, teniente segundo; en diciembre del mismo año, teniente primero; en marzo del 65, capitán de corbeta; en julio del mismo año, capitán de fragata; en julio del 68, capitán de navío graduado, y en abril del 73, capitán de navío efectivo.
En 1868 protestó enérgicamente de no querer servir al mando de un almirante extranjero, y fué separado del servicio; por lo cual, y entrando en los vapores mercantes de la compañía inglesa, sirvió á ésta cerca de un año, soportando sin quejarse las amarguras del patriotismo herido por la ordenanza; pero muy pronto volvió á ocupar un puesto en la armada, embarcándose en el monitor Huáscar, panteón glorioso de su rápida y brillante carrera.
En 1876 la provincia de Paita le nombró su representante en cortes, y al terminar las labores parlamentarias de aquella cámara le sorprendió la guerra, cuando de nuevo tomaba el mando de su buque.
Aquí dan principio para el hombre ilustre las hazañas que han inmortalizado su nombre. Después de la funesta fecha del 21 de mayo de 1879, en que vió Grau sepultarse en los mares á su compañera la fragata blindada Independencia, se multiplicó emprendiendo infinitas campañas, en cada una de las cuales conquistó para su patria timbres de limpísima honra que con orgullo puede presentar ante las más poderosas flotas del mundo. El Huáscar rompía bloqueos para llevar auxilios, órdenes y alientos á los bloqueados; custodiaba transportes de tropas, de víveres y de municiones, desafiando hasta la temeridad á la poderosa escuadra enemiga, que cuando menos lo esperaba encontrábase con una nueva y heroica correría del monitor peruano.
El Huáscar era un fantasma y Grau su espíritu gigante, su alma indomable.
En una de sus improvisadas excursiones aparécese frente al puerto de Antofogasta, región boliviana ocupada y artillada por los chilenos, y presenta combate á las baterías y buques surtos en la rada; apresa en buena ley barcos y lanchas de los enemigos; pero siempre noble, siempre generoso, siempre magnánimo, trata al vencido y al prisionero con el amor y la consideración de un patriarca hebreo.
Rompe por segunda vez el bloqueo de Iquique, apresa el hermoso transporte Rímac con el regimiento montado de carabineros de Yungay, pudiendo destruir el Matías Cousiño para coronar su obra, se resiste á echarlo á pique antes de poner en salvo á la tripulación.
«Comandante, grita Grau en inglés al del Matías Cousiño, embarque su gente que lo voy á echar á pique;» generosidad que le valió perder momentos que eran preciosos, pues no tardaron en avistarse los acorazados chilenos que á toda máquina corrían en auxilio de los suyos. El Huáscar huyó con la presa del Rímac, y prefirió dejar el Cousiño íntegro antes que inmolar enemigos indefensos.
Este era Miguel Grau.
América entera prorrumpió en gritos de entusiasmo; los concejos de la República le decretan honores y medallas; las señoras de Lima le envían una guarnecida de gruesos brillantes; la juventud argentina le regala un álbum magnífico; de otras partes le mandan tarjetas de oro con inscripciones y riquísimos estandartes, y las señoras de Sucre, capital de la república de Bolivia, le mandan una medalla con ocho grandes brillantes.
La mujer americana, entusiasta cual ninguna, patriota hasta el delirio y valiente hasta el sacrificio, fué la primera en glorificar al héroe que mas parecía de leyenda que real, verdadero y tangible.
El soberano congreso decrétale por unanimidad el grado de contraalmirante, y Grau continúa, sin envanecerse, sin darse cuenta del porqué de su glorificación, vistiendo el uniforme de capitán de navío, manteniendo enhiesta la bandera de la patria y haciendo grande el nombre del Perú con la oficialidad del monitor, digna en un todo de su inmortal jete
¡Pero estaba escrito!
La escuadra enemiga sorprendió al Huáscar en la mañana del 8 de octubre de 1879, frente á la punta de Angamos, que desde aquella fecha puede llamarse el Trafalgar americano. La lucha no podía ser más desigual, la defensa era una temeridad, era un suicidio cruel, y sin embargo, nadie vacilaba.
La escuadra chilena con sus dos poderosos acorazados (Blanco Encalada y Lord Cochran) al frente avanza en son de combate; el Huáscar, que dispuesto á la pelea cuando arrojaba las muras tenía el aspecto de un zapato grandísimo, no puede sostener la lucha ni con remotas probabilidades de éxito. Su terrible arma es el ariete; pero ¿cómo embestir á los colosos sin que antes éstos lo destruyan?
Tenía el que fué buque peruano y hoy forma parte de la armada chilena un torreón de forma cilíndrica, resguardado por un blindaje de cinco y media pulgadas. Estaba el torreón colocado delante del departamento de la máquina, y provisto de declives y rodados para dos cañones de doce y media toneladas, con balas de trescientas libras del sistema Cowper.
Su aparejo era de bergantín con el trinquete en forma de trípode para facilitar el manejo y movimiento de los cañones giratorios del torreón.
La máquina era de trescientos caballos, las calderas estaban reforzadas y tenían magníficas válvulas de seguridad.
Contaba de registro mil cien toneladas, y un andar de doce millas y cuarto por hora, con un calado de diez y seis pies ingleses; sus dimensiones doscientos pies de eslora, treinta y cinco de manga y veinte de puntal, y el blindaje del casco de cuatro pulgadas y media, una menos que el torreón Con esta pequeña arma de guerra se aprestó Grau á morir con honra.
Pocos momentos antes de entrar en combate, el ayuda de cámara del contraalmirante, un joven llamado Alcibar, condujo á la torre la espada de su amo.
Vestía éste pantalón azul sin galones, levita inglesa de castor también azul con tres botones en la bocamanga y las presillas de capitán de navío, y llevaba calada la gorra El contraalmirante no llegó á usar á bordo el uniforme de su alta clase ni enarboló jamás la insignia correspondiente.
Grau era el soldado de la patria, tan modesto como grande.
Empeñado el combate, dos bombas enemigas atravesaron la torre del comandante en dirección de la mura de babor á la aleta de estribor, y un cuerpo cayó sobre la cubierta. -«¡Ha muerto el comandante!,» gritaron, y la tripulación, sin perder su sangre fría ni su valor heroico, recogió aquel cuerpo, que sin mirar, tales eran los fragores del horroroso combate, condujo á la cámara de popa
Uno á uno fueron sucumbiendo aquellos valientes, y uno por uno ascendiendo al mando del buque por orden de categorías.
Quedaron con vida dos tenientes segundos, Canseco y Santillana; un alférez, Herrera, y el valiente oficial Pedro Gárenzon.
Después de aquella catástrofe, y cuando los pocos supervivientes se disponían á sepultar el Huáscar, fué éste tomado al abordaje, al mando del teniente Simpson, de la marina chilena.
Se pensó lo primero en recoger el cadáver del contraalmirante, que se suponía en la cámara de popa; pero cuál no sería la sorpresa de los oficiales peruanos al ver que aquellos restos, si muy queridos y respetados, no eran los del ídolo; eran los de otro valiente, Diego Ferré, ayudante de Grau, su compañero de glorias y su hermano en la muerte, pues que la misma bala les arrebató la existencia.
Pedro Gárenzon pidió y obtuvo permiso del oficial vencedor para permanecer en el Huáscar, hasta encontrar los restos venerandos de su jefe; inútilmente: entre el montón de cadáveres y de miembros esparcidos por todas partes no había señales de ninguno que hubiese pertenecido á Miguel Grau.
Los cadáveres del segundo comandante Elías Aguirre y de los tenientes primeros Rodríguez y Ferré, así como el cuerpo moribundo de otro valiente, de Enrique Palacios, fueron cuidadosamente recogidos; pero Gárenzon no podía darse por satisfecho no encontrando la menor señal que le descubriese al comandante.
Por fin, entre las astillas y hierros que habían convertido la torre en montón informe, descubrió un pie desnudo, apenas aprisionado en botín de cuero, cuyo chanclo había desaparecido; al pie estaba unido un trozo de pierna, hasta la mitad de la pantorrilla. Gárenzon reconoció el miembro mutilado del contraalmirante; no le cabía duda, era parte de su pierna derecha.
Cuidadosamente fué envuelta la sagrada reliquia en un pabellón de bote peruano, y al día siguiente encerrada con gran esmero en una caja para ser depositada en el cementerio de Mejillones de Bolivia junto con los otros valientes de la jornada.
El contador del Huáscar, D. Juan Alfaro, fué el encargado por Gárenzon para acompañar los queridos restos y marcarlos convenientemente. Los cuerpos de Aguirre, Ferré y Rodríguez quedaron, pues, en tierra extranjera, acompañando aquel fragmento venerando del contraalmirante, y el hoy obispo de Santiago de Chile, ilustrísimo señor Fontecilla, fué el primero que celebró una misa en sufragio del alma del héroe peruano.
Señaláronse las sepulturas con inscripciones y cruces, y la que marcaba el sitio en donde quedaban los restos de Grau, fué asimismo distinguida con una banderita peruana que en ella clavó la mano piadosa de un oficial chileno, el señor Goñi, comandante hoy del acorazado Blanco Encalada.
Algún tiempo después el contraalmirante Vill, de la marina chilena, pidió al gobierno de Chile autorización para trasladar al mausoleo de su familia en Santiago la modesta caja que encerraba una parte de aquel cuerpo viril, envoltura de un alma tan grande, y Miguel Grau fué trasladado á la capital de Chile, en donde provisionalmente descansó al lado del general Vill, veterano de la independencia.
El 22 de junio último fueron entregados los restos del grande hombre al ministro del Perú D. Carlos Elías, para ser trasladados á su patria idolatrada, más rica por haber dado vida á Grau y á sus compañeros, que por sus bosques de maderas preciosas, sus minas inagotables y su territorio vastísimo y hermoso.
Los enemigos de ayer despidieron hoy conmovidos lo que del inmortal marino conservaban, y las damas chilenas saludaron, llorando enternecidas, el fúnebre cortejo con que de Chile salió el adversario generoso y magnánimo, cuyo nombre pertenece en la tierra á todo el continente americano, como en el empíreo pertenece al Creador, que tan á su imagen y semejanza lo modelara.
La historia reserva á Grau páginas brillantísimas: la tradición popular le consagrará culto idólatra.
Honor eterno á los hombres que han sucumbido haciendo reverdecer los laureles de Lepanto y de Trafalgar.
Eva Canel
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Texto e imagen publicados en "La Ilustración Artística", Barcelona, 12 de enero de 1891.
Saludos
Jonatan Saona
Saludos
Jonatan Saona
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