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21 de junio de 2019

Ramón Dardignac

Ramón Dardignac
El Sarjento Mayor Don Ramón Dardignac
Segundo Jefe del Batallón Caupolicán

I.
Rompía el alba del 2 de febrero de 1881 i densa niebla, túnica de la perezosa mañana despertada lánguidamente a los tibios ósculos del sol de otoño, cubría como una mortaja los horizontes.

Era una mañana a propósito para visitar muertos, i especialmente muertos heroicos. El día había amanecido amortajado.

En la noche previa, un amigo nos había escrito que el sarjento mayor Dardignac estaba agonizando en el Hospital de la Providencia; del vecino puerto, i en el acto nos dispusimos para estar, si no a su lado, porque no lo conocíamos de trato, cerca de él, en el último supremo trance.

Queríamos ver morir o saber cómo morían los soldados mártires, ya que sabíamos de sobra cómo morían los soldados héroes.

Queríamos ir a estrechar aquella mano ardorosa en la amistad i en la pelea; queríamos contar los postreros latidos de aquella alma inquieta, en la que habían bullido tan jenerosas pasiones; queríamos ver apagarse aquella mirada de fuego, que cautivaba como una sola fascinación al soldado i a la mujer; queríamos por ultimo contemplar arrodillados, cual otras veces, la unción de los que mueren pensando en que las pocas nobles cosas que existen en la tierra, no perecen como el ázoe de la carne i el fosfato del hueso, sinó que son inmortales como los astros i la luz que de ellos hacia nosotros baja, i de nosotros a sus órbitas de eterno resplandor asciende.

II.
En diez minutos el tren matinal nos había dejado sobre la plataforma de asfalto del Barón, título mutilado de una gran nombradía militar. Un coche de plaza nos llevó de prisa por entre los hórridos pedrones de las calles trasversa de Valparaíso, o más propiamente del Almendral, que es todavía ciudad aparte, al Hospital de la Providencia.

Eran las nueve i media de la mañana; pero llegábamos tarde.

Introducidos a la pobre sala de espera de aquella modestísima casa de caridad, en que la Providencia no parece haber deparado todavía sus dones, una hermana vino a mi encuentro; i adivinando mi pensamiento, con esa dulce sonrisa que es la aureola de la santidad en el rostro de los ánjeles humanos, me dijo:

—Habéis llegado tarde.—El mayor Dardignac espiró anoche a las once i tres cuartos.

La hermana de la Providencia que así me daba familiarmente tan lúgubre noticia, era también mi hermana, porque tenía mi nombre i mi sangre; de suerte que yo era allí mas que un huésped, casi un dueño de casa, siquiera por unos pocos minutos;'i aprovechándome de aquel pasajero privilejio, rogué a la “hermana Victoria", (porque este era su querido nombre que en todo hospital es bálsamo), me condujese al lecho en que el guerrero de tantas campañas en Chile i fuera de Chile, acababa de rendir su último suspiro"

III.
Ascendimos la áspera falda del cerro, que las frescas yedras no protejen todavía ni embalsaman las corolas de las llores, cómplices de la hijiene, por una tosca ladera, i nos detuvimos en un espacioso galpón formado por tablones i telas, desde cuyo frontal, abierto de lleno a la brisa del mar, divisamos la ciudad i el brumoso puerto en extenso pero descolorido i monótono panorama, velado todavía por la niebla.

A ese galpón, empapado de aire vivificante, llevan los cirujanos a los heridos graves que la fiebre o la gangrena, esta fiebre pútrida i local de los órganos lacerados por el cobarde plomo i por la incuria, mas cobarde aún, consume i devora a la manera de insaciable vampiro. Allí, al menos, el oxíjeno i la humedad del aire respirable devuelve a los desdichados los elementos de vida i reparación que la combustión lenta de la muerte va arrebatándoles, como el candil a la lámpara.

IV.
A medida que hacíamos nuestro camino de ascensión, el ánjel de la guía que nos acompañaba nos refería maravillado la mansedumbre ejemplar de su postrer alojado, inscrito en la noche precedente en la lista de los desaparecidos; su resignación cristiana; su fervor relijioso; la entereza con que había soportado la cruel i tardía operación quirúrjica a que fué sometido el mismo día de su llegada en el fatal trasporte Itata, “sepulcro flotante» de cien bravos, el día 24 de enero. En la mañana de la víspera, decíanos la hermana del cristiano muerto, había recibido Dardignac, con la unción de un templario, todos los sacramentos de la fe, i al mismo tiempo había dictado una petición de misericordia, solicitando un anticipo de quinientos pesos a cuenta de sus haberes i en beneficio de su esposa desvalida i sin deudos. No necesitamos agregar que tal gracia no ha sido todavía cumplida. ¡Ah! ¡si hubiera sido la viuda de un cortesano!...

V.
Llegábamos al fin a la eminencia; mas, en esa hora, el cuerpo del héroe no existía ya en aquel sitio. Su lecho, como el de Pablo de Rusia en la noche de su inmolación, estaba todavía caliente; pero sus despojos; conforme a una práctica benéfica, que es hijiene para los cuerpos i para las almas de los que padecen, había sido separado de la vista de sus compañeros de infortunio, de sendero i de posada... Con los muertos procédese de diferente manera que con los vivos. Osténtase a éstos cariñosamente cuando son nuestros huéspedes en el jardín, en la sala de lujo, en el balcón florido de la morada amiga, como para que de todos sea visto: tributo natural del afecto o la ufanía en las relaciones del mundo. Pero a los muertos queridos se les esconde i se les aleja en razón misma del amor o del respeto que inspiraron. Son sólo los extraños los que quedan de ordinario junto al lecho, junto al ataúd, junto a la fosa.

VI.
Condújome, en consecuencia, la buena, paciente i dulce hermana que me servía de introductora para con los dolientes de la guerra, a una especie de gruta labrada en la ladera i que había sido cubierta con una pobre techumbre de madera, remedando un cenador o kiosco de jardín. Una espesa cortina de franela de color oscuro cerraba la abertura de aquella rústica construcción. i en su fondo, sobre un tosco catre de hierro, yacía una frazada de lana teñida de violeta, plegada apenas en dos o tres casi imperceptibles sinuosidades.

—¡ Pero aquí no hai nadie! dije a la hermana, levantando tímidamente el cobertor por su extremidad superior; tanto era el agotamiento de aquel cuerpo, ayer enhiesto, como el árbol en la floresta, hoi postrado i hecho polvo por el rayo.

Id despojo del guerrero yacía allí, sin embargo, cubierto con sus últimos vendajes; el león herido, allá en la llanura, enflaquecido por el hambre i la persecución, había venido a morir dentro de su cueva...

VII.
¡ Qué espectáculo! i cuán vivo, punzante i durable dolor embargaba el alma al contemplarle !

El asistente de Dardignac, un robusto mocetón del 2° de línea, llamado Pedro Arredondo, hijo de Valparaíso, limpiaba en la parte de afuera de la gruta mortuoria la casaca de su jefe, una burda túnica de soldado raso, con presillas de sarjento mayor, i en su costado izquierdo podían contarse, ocho cintas, que representaban otras tantas victorias; i a éstas faltaban todavía las divisas de Chorrillos, de Miraflores i la medalla de Lima: once colores.

Mas, del que había vencido así once veces a los enemigos de su Patria, no quedaba sinó el torso calcinado por la fiebre, por la amputación i el delirio de un esqueleto informe, en el cual solo la expresión del semblante era todavía hermosa.

El rostro de Dardignac se había consumido al punto de que su tez morena diseñaba como un tenue velo todas las sinuosidades del expectro. Sus ojos, cristalizados por el hielo de la muerte después del calor candente, se veían a mitad velados por el enjuto párpado; su boca, poblada de blanquísimos dientes, se había contraído con la tenacidad del dolor; su barba, no sostenida ya por la carrillera del yelmo en la batalla, se desprendía de su centro, dislocada por la jeneral descomposición de la materia. Solo su penacho de negro cabello, sombreando su frente, i su perfil recto i aguileno, no deformado todavía en fuerza de su propia rijidez, hacían pensar, al mirarlo, en esas fieras águilas que en la niñez habíamos derribado del solitario i añoso tronco, disparando sobre su plumaje por la espalda, i sintiendo miedo de recojerlas aún estando muertas... Dardignac tenía el crestón i el pico de las aves de batalla, i éste era el rasgo más acusador de su juvenil estructura.

VIII.

Narrada así la muerte del turbulento pero bizarro soldado, herido mortalmente en la última carga de Miradores el 15 de enero de 1881, vamos a diseñar levemente, como sobre los tenues pliegues de su sudario, su ajitada vida, i para esto necesitamos apenas echar mano de nuestros recuerdos, porque Ramón Dardignac era entre nosotros un niño de ayer.

IX.
El sarjento mayor don Ramón Dardignac nació en Santiago, barrio de la Chimba, el 31 de agosto de 1848. Su respetable madre, que aún existe, es la señora doña Concepción Soto-mayor. Su padre llamábase Arístides Dardignac, constructor civil de profesión i una de esas inquietas naturalezas del mediodía de la Francia, aves de pasaje, que hacen de la vida una peregrinación i del mundo un dilatado itinerario, cuyos postes miliarios son los países i los climas que visitan en su vuelo. Cuando el niño primojénito i único era mecido en solitario nido, ausentóse el errante padre a California en los días en que el oro se hizo en Chile sed de las almas; : pasando en seguida a Europa no volvió a recibirse noticia de él. Tenía entonces Ramón Dardignac, según recordábalo él mismo melancólicamente más tarde, desde el fondo de lóbrega prisión, tres meses de edad.

X.
Dejado casi solo en el mundo, porque toda pobreza es soledad; enfermizo, como los que han nacido en el infortunio de la viudedad; de contextura frájil i de apocada naturaleza en todo su ser físico, ardía, sin embargo, en los adentros de su alma, la llama de su jenio, invisible entonces i más tarde para todos. Pusiéronle sus deudos en un colejio de segundo orden, "la escuela de las Amayas" en Santiago, i después en una beca pagada de la Academia Militar, cuando tenía oncé años (1859).

Una nota de su hoja de servicios dice que allí estudió únicamente aritmética, gramática, historia sagrada, contabilidad militar i dibujo.

XI.
Todo eso utilizólo más tarde en mayor o menor escala el infantil cadete. Pero en lo que descolló en el aula, fué en su jenio, mezcla rara de melancólica i enfermiza concentración i de audaz altivez. En una ocasión en que un brigadier lo castigó con brutalidad, acometió contra él armado de un hierro, i desde ese día quedó compensada a los ojos de sus futuros compañeros de armas la debilidad de su físico puesta en contraste con su temerario atrojo. Dardignac era hombre que desde niño no aguantaba pelos: don peligroso en una tierra en la cual, desde Caupolicán, se aguantan vigas...

XII.
El cadete Dardignac salió como subteniente del 9.° de infantería en la víspera de la guerra (si fué guerra) con España o más propiamente con Pinzón i con Topete, i concluida ésta (si ha concluido) pasó a la Artillería el 19 de mayo de 1868.

Hizo Dardignac su aprendizaje de soldado robusteciendo juntamente su corazón i sus músculos en la guerra de Arauco, guerra semi-mitolójica, como la de España, en la que militó ocho de los trescientos cuarenta años que llevaba de dura (de 1541-1881), pero de el siquiera se cuenta en aquellas "entradas por salidas" a la tierra, que a la vista del ejército metióse a caballo al río Imperial en enero de 1869, como para bautizar su juvenil bravura en aquellas aguas, que el canto del poeta hizo heróicas. Dardignac trabó combate singular con un indio jigante, cual García Ramón, cuando era cabo de las fronteras, con Calaguala, i, como el castellano, lo mató. Era la hazaña de David en tierra de bárbaros.

Poco después de este estreno temerario, Dardignac era promovido a teniente de Artillería i traído, talvez como premio, talvez como simple relevo, a la brigada que mandaba en Valparaíso el en aquel tiempo (1873) sarjento mayor, don José Velázquez.

XIII.
La vida de la ciudad i del cuartel fue funesta al joven artillero, i una aventura tan cruel como casual, atrayendo sobre su nombre i su carrera todas la severidades de la lei militar, le arrojó a las prisiones, al destierro, a la miseria i a la gloria, todo a un tiempo.

Esa aventura es mas o menos conocida de todos.

Una noche en que volvía a su cuartel de Valparaíso, situado en resbaladiza loma, con traje de parada, deslizóse en una rampa mojada por la lluvia, i entró a la taberna mas próxima a pedir agua para desmancharse. El tabernero era un italiano grosero, de modales provocadores, i negó brutalmente el favor usual i sencillo que un oficial i un vecino le pedía. Irritóse el mancebo, que era de suyo violento, hijo de francés del mediodía, i arrojó algo al rostro del provocador. Intervinieron en esto dos soldados de policía que bebían en el mesón, los cuales arremetieron contra el artillero a los gritos de socorro del agredido. Dardignac hizo frente contra todos, i a sus voces bajó la guardia del cuartel inmediato, al mando de uno de sus más nobles compañeros, i trocada así la riña en combate nocturno, los artilleros hicieron fuego sobre los grupos i mataron un policial, resultando dos heridos, así como Dardignac i su compañero de rescate, que hoi al mando de una batería de cañones ha dado a su país cien lampos de gloria en seis batallas. Es éste el capitán don Guillermo Nieto, digno "compadre" de Dardignac i muerto más tarde en Lima de trájica manera.

Mas no valió ni a uno ni a otro ni su juventud, ni su notoria valentía, ni el orijen caballeresco del conflicto, ni la jenerosidad del camarada partí rescatar al camarada. La ordenanza militar es un poste de hierro inamovible, al cual se atan todos los castigos, incluso el del valor i la magnanimidad; i de esa suerte Dardignac fué condenado a muerte junto con su salvador por sentencia de consejo de guerra, expedida el 26 de setiembre de 1874.

XIV.
Comienza en ese gran infortunio de la casualidad la larga serie de dolores íntimos, de pruebas constantes i de manifestaciones enérjicas de valor i de virtud, que forman en la corta vida de Dardignac la malla bruñida que hemos Llamado el heroísmo de su carrera, porque de sus propias faltas surjieron sus más nobles empeños por conservar su honra, sus más meritorios esfuerzos por levantarse de la inmerecida, involuntaria i profunda caída.

El condenado a muerte comenzó en efecto por ostentar el heroísmo del calabozo, cumpliendo un juramento de su juventud.

Cuando tenía esperanzas i una carrera noblemente comenzada que ofrecer en cambio de tímida ternura, había ligado su corazón al de una ¡nocente niña, hija de un soldado de la república, dejada huérfana como él. Pero arrastrado a un proceso que era un naufrajio, relevó a su amada de su parte de voto, cumpliendo así lo que cabía al caballero. Mas la joven desposada fué tan magnánima como él, i en una noche lóbrega como su destino se unieron en la iglesia de los Doce Apóstoles, teniendo así por testigo un cuerpo de guardia i por altar la dura tarima de un cuartel.—El teniente Dardignac se hallaba a la sazón (setiembre de 1873) retenido en el cuartel de Navales de Valparaíso; i fué así su esposa la señorita Elvira Castro, hija del capitán don Pedro Castro, antiguo vecino de Valparaíso.

XV.

Conducido en seguida el reo a Santiago, la Corte Marcial confirmó la implacable sentencia del Código Militar; pero los "empeños," estos supremos lejisladores de la capital, hallaron induljencia en el Consejo de Estado, i la pena de la ordenanza quedó conmutada en la pérdida de su empleo, en un año de Penitenciaria i en un destierro de seis meses. Era lo menos que podía indijirse como castigo a un oficial chileno a quien se inculpaba haber muerto en una riña a un guardián del orden público.

XVI.
El ex-teniente Dardignac pareció aceptar la clemencia de aquel fallo i se resignó a él, enterando tranquilamente su condena, porque en ella su tierna esposa, una niña de dieciseis años, le había hecho la devolución de su sacrificio dándole una hija. El tálamo del condenado a muerte había sido dulcemente fecundado por la vida.

Tenemos a la vista la primera confidencia del alma expansiva del prisionero, i en una pequeña cartera de viaje, que él llevaba sobre su corazón como el libro de su alma, encontramos este grito de su dicha, que es la primera partida de bautismo de su desventurado hogar:

«El miércoles 3 de junio de 1874, a las 8 A.M. i en la casa número 85 de la calle de las Delicias, nació mi primera hijita. Fué bautizada en la parroquia de San Isidro.

«Hija mía: jamás había gozado de un placer mayor, más delicado i santo que el que experimenté con la noticia de tu venida al mundo!»

Dos semanas del duro invierno, al píe de los Andes, habían pasado, i el reo de la Penitenciaria, reo de Estado, no de crimen, había visto
aparecer la crisálida en un rayo de luz entre los lóbregos barrotes de su celda. «Mi dulce hijita,— escribía el 14 de junio con candorosa sencillez, que hace recordar al cautivo lombardo en sus Prisiones,—sólo hoi, doce días después de tu nacimiento, he tenido la indescriptible dicha de verte, de besarte ¡ prodigarte las caricias que tanto he anhelado..."

XVII.
... Un año había pasado, la lei había abierto los cerrojos de la cautividad; el mar, ancho i azul como la esperanza, había reemplazado a las hollinadas paredes de la Penitenciaria. El prisionero había cumplido la primera mitad de su condena i navegaba ahora hacia el Plata en el vapor John Eider, el 16 de setiembre de 1874...

Mas, si todo había cambiado en derredor suyo, su corazón de padre, de esposo i de hijo manteníase inalterable, como aquellos grandes dolores que no saben i no quieren consolarse. «Mi dulce hijita,—escribía en su libro de invisible llanto i desde la borda del barco que lo llevaba desterrado.—Mi dulce hijita, ¡adiós! Parto a Buenos Aires... Soi mui infeliz... Sí; nadie es más desventurado que tu pobre padre... ¡Dejo a mi nía dre, dejo a mi esposa, te dejo a tí, mitad de mi vida! ¿Te volveré a ver? ¡Quién sabe! ¡Oh! Se ha cumplido en tí lo que en mí he conocido: la ausencia de un padre cuando contaba de existencia solo tres meses...«

Pero en fin, el joven ex-oficial de Artillería llegaba a Buenos Aires "con el alma llena de ilusiones i sin saber por qué", el 2 de octubre de 1874, cuando rujía el vendaval político que fué a terminar de manera tan extraordinaria i tan inesperada en los campos de La Verde, al sur de Buenos Aires. ¿Era el rumor de las espadas que salían de sus vainas lo que acariciaba la vida el bravo chileno como una grata ilusión?

XVIII.
No conservamos documentos, ni siquiera confidencias, de las aventuras militares de Dardignac en la República Arjentina. Sábese solo que marchando en demanda del campamento del jeneral Mitre, portador de importantes comunicaciones de sus adeptos de Buenos Aires, fué tomado prisionero junto con su compañero de peregrinación, Manuel Hermójenes Maturana, hoy capitán del ejército de Chile, sumerjido como él en duro calabozo; i llevados ambos en la víspera de la batalla de La Verde a la presencia del coronel don Inocencio Arias, que mandaba la vanguardia de las tropas del Gobierno, amenazó aquel jefe fusilarlos si no consentían en pelear como ayudantes a su lado.

Los dos emisarios debieron resignarse a aquel duro quid pro quo del destino, no poco común en las guerras civiles; i de tal manera desempeñaron su falso papel en la pelea, que según todos recordarán, en el parte de la victoria los dos ayudantes chilenos aparecen recomendados al Gobierno de Buenos Aires en primera línea. Tenemos a la vista además una carta autógrafa del coronel Arias, dirijida al presidente Avellaneda. el 17 de marzo de 1876, en que le recomienda una solicitud de licencia del teniente primero del rejimiento de la Artillería arjentina, don Ramón Dardignac, diciéndole—“el dador de ésta es uno de mis ayudantes en la gloriosa jornada de La Verde."

El doctor Avellaneda no ignoraba que esa jornada le había hecho presidente de la República, i con fecha de 19 de enero de 1875, un mes después de aquel hecho de armas, confirió a Dardignac el título de teniente primero de Artillería, que en Chile equivale al de capitán.

XIX.
Rápidas i por lo mismo engañosas horas de ventura brillaron para el pobre desterrado en tierra extraña.

El jefe de su arma, el coronel don Domingo Viejobueno, que era viejo i era bueno, le cobró señalada adhesión por la estrictez con que cumplía su deber i por la intelijencia técnica de su desempeño, que el joven artillero llegó a consignar en un libro destinado a la prensa militar arjentina i que parece se ha extraviado estando aún inédito. I gracias a esta protección de sus superiores pudo formar en Belgrano pasajero nido a su abnegada esposa i a su “dulce hijita", que fueron a reunírsele en aquel pueblo.

Sucedía esto en la medianía de 1875; pero el viento de la desdicha, que debía soplar sobre la vida de Dardignac de todos los puntos del compás, le visitó ahora por otro rumbo.

Desde fines de 1877 la cuestión chileno-arjentina comenzó a tomar los visos de una amenaza de guerra; el oficial chileno hízose por lo mismo mal querido de sus arrogantes compañeros de cuartel; hubo palabras descomedidas, alusiones insultantes, lances violentos, hasta que un día el capitán Dardignac planteó netamente la cuestión de honra i de fidelidad a su Patria, declarando, en la mesa de sus camaradas, que no consentiría ni la más leve ofensa proferida contra Chile sino en la sala de armas del Parque arjentino, en cuyo edificio hallábase acuartelado el rejimiento.

Aquel reto equivalía a una segunda proscripción, i como hallábase cumplido de sobra el plazo de su condena, el ex-artillero arjentino i ex-artillero chileno regresó a su Patria por la cordillera, pasando penurias mil, porque llegaba como prófugo al país de que había salido desterrado. Su esposa había regresado antes por mar.

XX.
Arrastró el capitán Dardignac oscura i desventurada vida durante dos o tres años en Chile, porque es mayor dolor vivir proscrito en su propio suelo que en extraña tierra. I a la verdad, era tanta su infelicidad en Valparaíso, donde vivía como secuestrado del trato de los hombres, que consideró como la mayor suerte de su carrera ser llamado a desempeñar provisionalmente en San Felipe un puesto de ayudante de policía que le ofreciera su antiguo amigo i protector en buenos Aires don Guillermo Blest Gana, a la sazón intendente de Aconcagua.

Recibía Dardignac su escaso i precario nombramiento el 1° de marzo de 1879, cuando ya la guerra comenzaba a entreabrir sus insaciables fauces, i el soldado que debía servir i morir en ella con tan señalada gloria, creyóse trasportado a una especie de paraíso al respirar el aire embalsamado i fortificante de los magníficos arbolados de Aconcagua. "Si a trueque de la mitad de mi vida,—escribía desde San Felipe el 6 de marzo i con su inagotable ternura a su joven esposa, que le había dado un segundo hijo en la fidelidad de la miseria,—si a trueque de la mitad de mi vida pudiera tenerte acá, no vacilaría un momento en aceptar i darme ventura, cien veces compensadora a todo sacrificio humano. Acá no se padece, se goza de mil bellezas, de mil distracciones, i se vive cuán feliz en un pueblo donde toda sociedad es franca, leal, amistosa. Mira, amor mío, yo considero a San Felipe como el primer pueblo de la República en materia de los méritos a que me refiero."

I en seguida, describiendo casi poéticamente su dulce, pero prestada e incompleta recién hallada ventura, añadía en esa misma carta del corazón:—"¡Héme ya aquí!
"San Felipe es un pueblo que está rodeado por magníficas alamedas.

"Los días que con los niños he salido al campo o al baño de la Laguna, que he ido a los cerros o a cualquiera otra parte, ¡oh Elvira! no han hecho recordar a aquellos preciosos valles de la Araucanía, de que tantas veces te he hablado, sus ríos i aun sus jigantescos árboles, i sólo para sentirme dichoso i respirar la dulce brisa de la ventura, tú me has faltado i mis ánjeles Elvirita i Laura.

"¡1 tú, enferma, triste i sufriendo; tú, mi consuelo, mi guía i mi ventura, tan lejos: sí, tan lejos de un lugar que te daría vida i alegría! ¿Qué no sería posible llevar a cabo la hipoteca de que tenemos permiso?"

I pasando de la prosa al numen, de la hipoteca al verso, las cosas más desemejantes de la tierra, intercalaba, conforme a su costumbre, la siguiente estrofa, arrullo de palomo junto al rústico nido:

"Dulce consuelo de aflijido pecho,
Grata esperanza de ilusión querida,
Ven i consuela mi asolada vida,
Cura mi herida que la ausencia ha hecho."

Dardignac era poeta a su manera, i casi no hai una sola de las cien cartas de familia que de él hemos leído, que no contenga una estrofa propia o ajena del tenor i del estro de la que arriba copiamos por modelo.

En esa misma carta expresaba a su esposa la esperanza de ser nombrado comandante de policía de los Andes, i le pedía su Tratado de Artillería para enviarlo al Ministerio de la Guerra por conducto de su amigo don Máximo Lira, amigo de la proscripción, es decir, amigo probado.

XXI.
Pero la guerra rujía ya en torno de aquellos paisajes del idilio que se forjaba el entusiasta capitán, i después de haber disciplinado como instructor las compañías aconcagüinas que entraron a formar el segundo batallón del rejimiento Lautaro, fué llamado otra vez al servicio activo con fecha 13 de junio de 1879.

Ess nombramiento era para él una rehabilitación de su carrera, i partió lleno de gozo para Antofagasta. Su carácter esencialmente simpático i la honorabilidad de su conducta, habíanle granjeado en pocos meses tantos amigos en San Felipe, que todos sus atavíos militares, desde su caballo a la espada, "la famosa espada japonesa de Dardignac" le fueron presentados como ofrenda de guerra por el jeneroso pueblo que tanto amala, i donde parecía resuello a lijar para siempre su errante albergue.

XXII.
En Antofagasta volvió a encontrarse Dardignac en su elemento nativo, porque era, a virtud de sus múltiples cualidades militares, lo que podría llamarse un verdadero estuche de guerra. Poseía hermosísima letra corrida i redactaba con suma fluidez i corrección. lo cual lo habilitaba para ser un excelente oficinista. Pero era al propio tiempo infatigable instructor de infantería, diestro artillero, i cuando montaba a caballo, no obstante su endeble organismo i su salud siempre decaída, ni el más robusto veterano de nuestra caballería de guerra le cansaba en los reconocimientos o en los servicios de avanzada.

Dardignac era un hombre completo de guerra, i podía servir con distinción en las tres armas i en el Estado Mayor.

Para este último destino elijióle el jeneral Arteaga, que había oído alabar sus aptitudes especiales; i ciertamente no tuvo aquel jefe, en los pocos días que conservó el mando, motivo para arrepentirse, porque el ayudante Dardignac era el primero en llegar de madrugada al cuartel jeneral i el último en retirarse. Hé aquí, en efecto, cómo con noble i elevada filosofía se pintaba a sí mismo en su nuevo puesto el ayudante del cuartel jeneral, mirándose como en un espejo dentro del corazón de su esposa, su tierna i constante confidente. “Todos son más que yo,—escribíale en 28 de junio;—pero yo gozo en la prosperidad de ellos i me digo: si tú, Dardignac, hubieras sido más serio en tu manera de ¡>ensar. hoi te verías favorecido por la suerte como ellos; pero haces bien en no quejarte, porque la desgracia te ha enseñado a estimar lo que vale la calma i la reflexión. Sé, pues, prudente, mide tus pasos, i toda nube que venga a empañar tus actos, disípala como si fuera humo matador. Sé el primero en llegar a tu puesto i el último en retirarte; jamás excuses el trabajo, huye de los placeres, porque ellos traen consigo casi siempre un dolor cien veces más prolongado; las nueve de la noche es la hora en que el soldado debe retirarse a descansar; si no hai sueño, escribe a tu esposa, estudia, acostúmbrate a madrugar, que así vendrá la noche i encontrándote con sueño, preferirás dormir a salir."

Dos meses más tarde, en el día de su cumple años (agosto 31 de 1879), volvía el ayudante Dardignac a trazar, poniendo en ríjida ejecución su teoría, la silueta de su existencia de soldado sobre la parda arena del desierto, i su entereza moral, después de las penas i de los devaneos juveniles, no había en lo más mínimo minorado. “Por tí i por mis hijas,—decía a su amada compañera,—llevo acá una conducta ejemplar. No salgo a paseo alguno; vivo consagrado exclusivamente a dos puntos esenciales: mi obligación i los recuerdos a mi familia. Los domingos oigo dos misas; hoi, por ejemplo, oí la que se dice a la tropa i la siguiente acompañando al jeneral; una ofrecí a mi obligación i la otra a los seres que amo, por su bienestar, por su salud.

"Me recojo a dormir cuando se retira el jene-ral i me levanto entre seis i siete de la mañana. A cada paso me encuentro con antiguos amigos que me convidan a tomar parte de las distracciones que hai acá, i yo me excuso con el cumplimiento de mi deber. Si quisiera gozar, créeme, me sobrarían ocasiones, pero no deseo más placer que recibir carta de mi adorada negra, i salir pronto a campaña para regresar más luego a ese hogar querido, donde he dejado lo más preciado de mi vida."

¿I no hai en todo esto, escrito en las misteriosas i calladas profundidades de la intimidad de las almas, algo que revela a lo vivo una de esas naturalezas escojidas para todos los heroísmos del deber? Dardignac, favorito del jeneral en jefe, era, sin embargo, el mismo hombre que había sufrido con estoica austeridad su año de penitenciaria. Su naturaleza, perfectamente equilibrada, no se había hundido en el abismo, pero no se desvanecía tampoco en el camino empinado de la altura... .

XXIII.
Sirvió, sin embargo, el capitán Dardignac, promovido ya a este grado en el ejército de línea el 27 de octubre de 1879, a su nuevo jefe con ejemplar fidelidad, i cuando por el mes de diciembre estuvo amagado el jeneral Escala de mortal ataque en Santa Catalina, cuidólo como a un padre. "Gracias al cielo,—escribía a su esposa el 13 de diciembre,—ya está completamente bueno. En su enfermedad no lo he abandonado un instante, i tú que sabes cuánto lo quiero, sabrás comprender mi dolor por su enfermedad i mis cuidados por su mejoría: era mi deber."

I cuando, como él lo había previsto, tocó su turno al jeneral Baquedano, sirvióle como había servido a sus predecesores, i talvez con mayor suma de adhesión, porque la juvenil actitud del nuevo jefe i su llaneza de soldado cuadraba mejor a la suya. "El jeneral Baquedano,—escribía a su hogar después de Tacna,—es tan enemigo de las ovaciones como de los peruanos."

Había sonado, al finóla hora tardía de las operaciones activas, i Dardignac sentía que su alma, abultada por la codicia de la gloria, cabíale apenas dentro del pecho enflaquecido por el trabajo i las dolencias. Tuvo el guerrero de Antofagasta un sueño prodijioso, que con una singular minuciosidad de detalles le presajiaba su gloria i su muerte, tal cual ésta tuvo lugar; pero apartando por hoi estas postumas revelaciones del espíritu, que nos han causado un verdadero asombro, para ocasión más adecuada, en que analizaremos a Dardignac como escritor i como poeta, como hombre i como esposo, daremos aquí cabida únicamente a la expresión de su entusiasmo guerrero, cuando desde la cubierta del Amazonas columbraba en las sombras los tenues perfiles de la costa peruana, que nuestro ejercite iba al fin a invadir i a castigar. "La primera batalla con los enemigos de nuestra Patria querida, —escribía en la noche del 1.° de noviembre de 1879, casi a la vista de Pisagua,—tendrá lugar mañana, i al meridiano de este día se habrán afianzado nuestros derechos i sucedido las primeras glorias que deben encabezar nuestra era de conquista.

¡Bendito mil veces sea para todo chileno el día de mañana!

"Esposa querida: ten seguro que mañana i siempre estaré dispuesto a servir a mi Patria con todos los esfuerzos posibles, i miro la hora próxima del combate aún lejana, porque mi anhelo por verla llegar es harto más veloz que el pausado curso del tiempo; i así, como yo, sienten los diez mil hombres de este ejército, hoi contentos i felices."

XXIV.
Apenas desembarcado, el capitán Dardignac montó a caballo i entró en servicio activo, ofreciendo a acompañar al animoso e infatigable comandante Vergara, a cuyo lado, i armado de su terrible tizona japonesa, célebre i celebrada en todo el ejército, se batió en el médano de Jermania i más tarde en el pajonal de Sama. Al tiempo de morir, tenía Dardignac once cintas en su casaca, i nadie en el ejército tenía más que él ni tantas como él.

Pero batirse era para Dardignac no sólo un placer de bravo, era un voto de héroe, de patriota i de creyente. "No temas por mí,—había escrito a la compañera de su vida, en la víspera de partir de Antofagasta (octubre 14 de 1879), i con su estilo peculiar, en que el amor conyugal se halla siempre fundido en el crisol de la gloria militar i de la fe cristiana.—Confórmate a que sea de mí lo que Dios quiera. Si es su voluntad que muera, nada podrá hacer cambiar a mi Dios, i si por el contrario que viva, ni una granada de a 300 que estalle sobre mi cabeza me daría la muerte. De esto puedes estar segura, mi hijita, como de que siempre buscaré los puestos de mayor peligro. Esta resolución está en mi naturaleza, la manifesté vanas veces en San Felipe, creció ella con mi venida al ejército i hoi está sellada con la voluntad más decidida i con la premeditación más completa."

«El que ha sufrido como yo, añadía, solo sabrá comprender la necesidad de obrar conforme a mi manera de pensar. Verdad que pronto saldremos de Antofagasta para emprender las expediciones que habrán de decidir la suerte de la Patria. Ansío el momento de partir, como tengo deseo de volver a tu lado i al de mis hijitas. Ya sabes que no será la primera vez que vaya tu esposo a entraren combate; pronunciaré el nombre de Dios, te enviaré un recuerdo cariñoso i un abrazo que nos confunda con las niñitas; desenvainaré la espada, i acordándome de que soi chileno i la Patria quiere lavar sus afrentas, haré por ella cuanto más pueda, tal como si en mi presencia se te ofendiera i me pidieras castigar al ofensor."

XXV.

El capitán Dardignac se batió en Tacna como ayudante de campo del jeneral en jefe, i hé aquí la dura i casi cruel simplicidad con que contaba su participación en esa batalla campal, mostrándose, ni parecer, poco satisfecho de su desempeño en ella:

«Manifiestas deseos,—decía a su esposa desde los baños termales de Calientes, a donde había ido a recobrarse de sus achaques, a fines del mes de junio de 1880,—manifiestas deseos de saber qué parte me cupo desempeñar en la batalla de Tacna. Bien poca cosa; permanecer al lado del jeneral, ser portador de algunas órdenes, í cuando se pronunció la derrota, ir con el corneta de órdenes del jeneral tocando reunión i hacer cesar el fuego para impedir que la tropa diera a los heridos enemigos el gol pe de gracia. Pero ya los habían repasado; pues luego que caía un enemigo i llegaban soldados, concluían con él. En esta virtud, me consagré a hacer recojer i auxiliar heridos nuestros, cuyo número, por desgracia, era inmenso.

"Más papel me tocó hacer en los tres reconocimientos que se practicaron de las posiciones enemigas antes de la marcha del ejército; pues las tres veces vine al punto en que se dió la batalla, i en el último, al mando yo de la descubierta, recibí los fuegos de doscientos Colorados impasiblemente, hasta que se les antojó no tirarme, teniendo la suerte que no me hirieran ninguno de los ocho cazadores que me acompañaban.

"En el asalto de Arica, el jeneral me favoreció con el mando de cincuenta Carabineros de Yungai para que cortara la retirada a los enemigos que quisieran escapar; pero fui tan desgraciado, que ninguno se escapó...»

XXVI.
Largo tiempo más tarde, cerca de medio año pasado en torpe inacción i en esperanzas ciegas o menguadas de paz, quedaba al fin resuelta la expedición a Lima; i el capitán Dardignac, promovido ya a segundo jefe del batallón Caupolicán, daba expansión a sus sentimientos guerreros en estas palabras que revelaban por entero Su alma de patriota i de guerrero:

"Ya es un hecho positivo que el ejército ex-pedicionará a esas rejiones tan deseadas por estos miles de soldados, e irá en breve tiempo.

"En esa gran ciudad, tan corrompida como orgullosa sin motivo, entrará triunfante el ejército de Chile, compuesto de treinta a cuarenta mil hombres, i ahí les impondremos una paz forzosa i humillante, ya que no han querido aceptar la que nuestra nación les ha ofrecido.

"Ir a Lima es el sueño dorado de todos los militares. Habría quedado inconclusa esta campaña si se hubiera arribado a la paz sin imponerla en su misma capital.»

I todavía en esa misma carta añadía este párrafo, que es un fúljido destello de la inmortalidad:

"Yo quiero, Elvira, que en esta última jornada tu esposo vaya mandando soldados; quiero dejar mi puesto en el cuartel jeneral. Ya he servido como ayudante de campo a tres jenerales; pero en la última jornada quiero, digo, que todo el ejército vea cómo se bate el capitán Dardignac adelante de sus soldados; quiero una pájina de gloria para mí, porque ella servirá en bien de la Patria i de los seres que tanto amo.
"¡I si muero!...

"¿Qué muerte más gloriosa puede esperar un militar que la del campo de batalla?

"Pero no me abandonará jamás aquella antigua creencia de que no moriré a manos del enemigo.

"Las presillas de sarjento mayor yo las sabré conquistar.»

XXVII.
Los fervientes votos del ayudante de campo del jeneral en jefe por hacer su entrada a Lima no en el grupo feliz i galoneado de los que rodean al triunfador en la parada, sinó a la cabeza de polvorosa i ensangrentada columna de soldados, cumpliéronse al fin por un voto de justicia; porque en la víspera de la marcha a Lima el capitán Dardignac fué nombrado segundo jefe del batallón Caupolicán: el capitán de Artillería tenía bien conquistadas, después de dieziocho meses de campaña sin licencia i eternamente enfermo, sus "presillas de sarjento mayor."

XXVIII.
Colócase aquí, en la penúltima pájina de esta hermosa vida llena de dolores i de esta nobilísima alma llena de grandeza, una serie de confidencias íntimas que retratan la última como delante de una tela; i haciendo de ellas, por hoi, el sudario provisional de un magnánimo e infortunado heroísmo, vamos a darle su colocación debida en la orilla de prematura tumba.

"Si yo tuviera fortuna,—escribía a su joven esposa, madre de dos tiernos niños, inmediatamente antes de marchar a Lima,—no ambicionaría más de lo que soi; pero debo vivir consagrado a la carrera que al intrépido lo eleva; i para esto es preciso tener soldados a sus órdenes i el deber consiguiente de conducirlos con ejemplos de heroísmo. ¡He visto tantos valientes por esto ascienden, i oficiales mui intelijentes i de honor que permanecen estacionarios en tu carrera porque sus obligaciones no les permiten batirse con tropa a sus ordenes i probar su valor!

“¿Es suficiente lo que poseo para que vivas con mis hijos con la decencia que te has criado? ¿O es necesario más? Más es necesario; pero ese más, que en mi conciencia debo buscar, se halla en el campo de batalla i es preciso arrancarlo con las bayonetas de nuestros soldados del pecho de los enemigos.

"Esta es sólo una consideración. Queda la más poderosa, eso de servir a la patria en los puestos de mayor peligro; queda esa aspiración innata del soldado chileno de buscar el peligro en vez de excusarlo; queda el mismo amor que tengo a tu nombre  de chilena, al de mis hijas, i queda, por fin, el deber que me debo como esposo i como padre de un nombre honorable.

“ Es preciso, por fin, que mis locuras, que mis fallas en la juventud, que tanto me han hecho sufrir i perjudicado, se borren con la sangre del enemigo, i se purifique ese pasado con la mía o con acciones distinguidas.

“Por todos conceptos es necesario que mi esposa crea, como yo, la necesidad de cuanto le digo i la conformidad en lo que suceda, porque Dios, que rije a los hombres i al universo entero, dispone lo que deba suceder, i nuestra buena o mala suerte ya debe estar escrita en el libro de los destinos.»

El mayor Dardignac tenía razón. Su glorioso i próximo fin estaba escrito en el libro de los destinos, i esa pajina, verdadero testamento de su alma heroica, sería la última de su vida.

Días más tarde, i al asaltar el postrer reducto del enemigo en el campo atrincherado de Miraflores, caía el héroe, conforme a su sueño de Antofagasta, envuelto en nubes de humo, divisando en el horizonte las cúpulas de Lima, término de su fatigoso viaje.

XXIX.
Dardignac, enfermo ese día, el día de Miraflores, como durante toda la campaña, de gravísima dolencia en los riñones, reconoció en aquel ruido, como Carlos XII en el desembarco de Copenhague, su música predilecta. De un salto montó a caballo para reunir i arengar su sorprendida tropa; e inmediatamente después, sintiendo que en toda la línea tocaban mil cornetas a la carga, ordenó avanzar sobre las trincheras más vecinas al mar, que coronaba un espacioso fuerte.

La distancia que separaba en ese momento las líneas de combate no podía pasar de mil metros (ocho cuadras); pero no había en el trayecto menos de seis o siete tapias encontradizas i aportilladas en razón de la pequeñez de los potreros de alfalfa i camotales de la campiña de Lima. Obligó esta circunstancia a Dardignac a dar su caballo a su animoso asistente, i él, aunque fatigadísimo i extenuado, corrió a ponerse, junto con el bravo i pundonoroso comandante Canto, su jefe inmediato, al frente de su línea en avance.

Describir esta embestida de los chilenos, sería como trazar en el césped la corriente de un río de fuego que todo lo destroza i lo calcina. Aquella carrera de la muerte i la victoria, en que disputábanse la una a la otra el paso en cada tapia, en cada foso, en cada puerta de tranquero, en cada cercado eriazo, duró dos horas; i Dardignac se conservó siempre ileso. Una bala, visible en su casaca, le había atravesado la túnica en el antebrazo derecho, el brazo de la espada, pero sin herirlo.

Iba Dardignac siempre adelante, dirijiendo i animando los escasos grupos que el cansancio i la matanza había dejado de pie, i se había aproximado ya a veinte metros del fuerte que traía como objetivo, cuando al dar la voz de ¡Ocúltense!... para flanquear la formidable posición enemiga, cayó bruscamente derribado al suelo, exclamando:—¡Me han herido!—¡Adelante!

Una bala, la última tal vez de la resistencia en esa parte de la línea peruana, pero disparada casi a boca de jarro por un soldado que huía, le había destrozado la pierna derecha a la altura de la canilla rompiendo el hueso con tanta violencia, que el mismo herido pudo sacarse allí mismo un fragmento que quedó adherido al pantalón.

XXX.
Trasportado inmediatamente al hospital de sangre de Chorrillos i en seguida a Valparaíso en el primer trasporte, falleció, según dejamos recordado, después de dos semanas de martirio, en el hospital de aquel puerto, el 1.° de febrero de 1881.

I fué así como vino a descansar el héroe de diez batallas, su juvenil cabeza en la almohada blanda de la misericordia de los suyos, i cómo después de haber entrado en la carrera de la vida por un sendero de espinas i de azares, logró con el trabajo, el valor, la abnegación i la fe limpiar los tempranos abrojos que desgarraron su túnica, i así ascender por la huella limpia i luciente de la inmortalidad a la justa fama que hoi su nombre i su carrera alcanzan. (1)

(1) Después de escritas estas líneas se ha dado el nombre de Dardignac, a una de las calles más populosas de Santiago, la de la Chimba, en la cual naciera.


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Texto e imagen tomado de "El Álbum de la gloria de Chile", Tomo I, por Benjamín Vicuña Mackenna.

Saludos
Jonatan Saona

1 comentario:

  1. Impresionante relato sobre la heroica vida de Dardignac valiente héroe de la guerra del Pacifico

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