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6 de mayo de 2019

Carlos Severín

Carlos Severín
Carlos Severín

Fué víctima también de la suerte i del propio denuedo juvenil en la batalla decisiva del Alto de la Alianza un oficial que era el más querido i el más hermoso tipo del rejimiento Santiago, el subteniente don Carlos Severín, un niño de 18 años.

Enlazábanse con la existencia de este mancebo mil románticas aventuras, que arrancan de la época i del gobierno del melancólico presidente de Chile, don Antonio Guill i Gonzaga, el tétrico expulsador de los jesuítas, cuya tumba cubren todos los días las alfombras de las devotas santiaguinas al pie de Nuestra Señora de la Luz, en la nave de la epístola en la Merced. El presidente Gonzaga trajo a Chile, como un retoño de su noble raza lombarda, la familia de Ramos, i de ese brote provino, por el materno follaje, el joven Severín, injerto en savia escandinava. Su padre fué un respetable marino dinamarqués, don Pedro Severín, que en 1851 vino a Valparaíso en un buque de su propiedad llamado La Presidenta.

Alquilado, en efecto, aquel barco, para depósito de reos de Estado en aquella época tumultuosa, el capitán danés enamoróse de la hija de uno de sus cautivos, la señorita Carmen Espina Ramos, joven de rara belleza, i pasando así, por el encanto, de custodio a prisionero, fundó en Valparaíso honorable familia.

El joven Carlos era el menor de sus hermanos, i recientemente había formado compañía con el que le precedía, el joven comerciante don Federico Severín, cuando la guerra hizo sentir en juveniles pechos sus irresistibles alardeos. Desde ese momento el subteniente del Santiago no fué dueño de sí mismo. Saltó por encima de su escritorio, i acordándose que había recibido algunas lecciones en la Academia Militar de Santiago, enrolóse en el primer cuerpo de línea que se organizó para la campaña, diciendo que no quería pelear "como recluta".

El 19 de mayo de 1879 embarcóse, en consecuencia, en el Rímac, bañado su rostro casi infantil por las lágrimas de su madre, i al estrechar a su hermano i compañero por la última vez en sus brazos, díjole:—"Volveré vencedor o me traerán muerto."

Cumplióse más allá de su profético heroísmo el augurio del entusiasta voluntario, porque logró vencer... Pero... trajéronle muerto... Una bala atravesóle la frente, húmeda todavía con los ósculos de los suyos, i el hermano que había vivido con él como dos almas en una sola existencia, fué al cementerio de Tacna a cumplir tiernamente la última parte de sus votos. Don Federico Severín trajo del cementerio tres cadáveres del Santiago: el del mayor Silva Arriagada, el del capitán Dinator i el de su hermano. La atroz guerra en que vivimos durante cinco años creó esta nueva profesión del amor i del deber: la de los acarreadores de gloriosos muertos sin pase de solemnidad...


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Texto e imagen tomado de "El Álbum de la gloria de Chile", Tomo II, por Benjamín Vicuña Mackenna

Saludos
Jonatan Saona

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