El siguiente relato sobre el combate de Tarmatambo (15 de julio de 1882) es hecho por Arturo Benavides Santos en su libro "Seis años de Vacaciones. Recuerdos de la guerra del Pacífico 1879-84"
"Al día siguiente continuó el repliegue a Lima de la división después del desayuno de caldo, carne cocida y café.
A partir de entonces, aunque la marcha se efectuaba en el orden dispuesto desde Huancayo, se hacía desordenadamente por diversas causas. Ya eran algunas camillas que se dispersaban un tanto, que algunos avanzaban en burro y rompían las filas, que otros descansaban cuando la generalidad marchaba, etc.
Lo que más preocupaba y fastidiaba era la custodia de los indios que conducían las camillas de los enfermos graves, pero como se comprendía que al no tenerlos, la marcha se dificultaría más aun, se les cuidaba y vigilaba.
Era un espectáculo triste y grotesco el que presentaban esos infelices.
Cada uno de ellos iba atado con un cordel de un pie, cuya extremidad conservaba el soldado-custodia, y se les ataba además el otro pie con el de un compañero a fin de formar colleras, dos de los cuales se destinaban para cargar una camilla.
En las noches se les juntaba y siempre acollerados se entregaban al reposo, custodiados por uno o más centinelas.
Los enfermos sufrían horriblemente con el traqueteo de sus camillas y la falta de medicinas y alimentos adecuados.
Yendo en marcha, poco antes de llegar a Jauja, se mandó reconocer unos cerros donde se divisaban montoneros. Al acercarse nuestras tropas huyeron disparando unos cuantos tiros, uno de los cuales mató al soldado José Santos Bruna. Según se supo, eran los montoneros de Matahuasi, pueblo de indios con fama de feroces.
Y sin novedades de importancia y marchando en la forma dicha llegamos el 13 a Jauja, guarnecido por una o dos compañías del Chacabuco, y donde se nos esperó con rancho, ya Tarma el 14, también guarnecido por el Chacabuco, donde se decía pasaríamos varios días y donde también había preparado rancho.
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Tarma es una ciudad importante, como de diez mil habitantes, con regulares casas, iglesias, hoteles, etc., y queda como a cuarenta leguas de Chicla, término del ferrocarril de Lima a la sierra. Se había avanzado como la mitad del camino que había que recorrer a pie.
Someramente describiré su topografía, apelando sólo a mis recuerdos.
Desde dos o tres leguas antes de llegar a Tarma, viniendo del interior, el camino es por el fondo de una quebrada que se abre en forma de valle al llegar a la ciudad, quedando Tarma en el fondo de él, rodeada completamente por altos y escarpados cerros.
Como una legua antes de llegar a Tarma, y al pie de un altísimo cerro, está el caserío de Tarma-Tambo, abandonado entonces por sus moradores.
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Como a las cuatro de la tarde de ese día se me ordenó ir con mi compañía de avanzada a Tarma-Tambo, a guardar el camino a Jauja a fin de evitar posibles ataques a la división por sorpresa.
Al llegar a ese caserío establecí el vivac de la compañía al pie del alto cerro, que en suave pendiente de doscientos a trescientos metros se extendía hasta el camino que pasaba por el fondo de la quebrada. Al otro lado de ella seguía también en suave pendiente otra extensión de terreno de trescientos metros aproximados; y en seguida los cerros que formaban la quebrada por ese lado.
Al amanecer noté que estaba rodeado de enemigos, pero todavía fuera de tiro.
Pregunté al subteniente señor Salas Marchan si aceptaba la comisión de arriesgar su vida para salvar a la compañía, procurando romper el cerco en que estábamos, e ir a dar cuenta de la situación. Me respondió que sí, pero que le prestara mi caballo que era mejor que el suyo.
Mientras lo ensillaba y salía hice trasladar a un corral cercano destinado a guardar ganado, tiestos con agua, y a él trasladé la compañía y organicé la resistencia, que sólo consistió en sacar algunas piedras de los muros para abrir agujeros, a modo de troneras, para por ellos disparar.
Durante las siete u ocho horas que duró el asedio el enemigo intentó diez o doce asaltos.
Para contrarrestarlos con éxito prohibí hacer fuego hasta que yo ordenara una descarga cerrada y después de ella fuego a discreción.
E1 enemigo preparaba sus asaltos cuidadosamente. Venían en primeras filas y como en línea de tiradores, de treinta a cuarenta hombres de uniforme y con rifles, que eran, al parecer, sus mejores tiradores. En seguida, varias filas un tanto compactas de indios con lanzas, en los flancos a tres o cuatro metros unos de otros, indios con hondas y como circundando la columna atacante, rifleros de uniforme, desplegados en guerrillas, que cubrían la retaguardia y flancos, ocupando como 200 metros de frente con un fondo de 100 o más.
Avanzaban gritando “¡ríndanse chilenos y los perdonamos!”.. . Entremezclados con el de “¡Si no se rinden los matamos a todos como en la Concepción!”...
En cuanto se movía la masa atacante los soldados comenzaban a elegir a cuáles les harían las punterías, como si se tratara de una partida de caza o tiro al blanco, y comentaban la forma ridícula y grotesca de combatir con agudas chuscadas.
Cuando ordenaba “apunten”, todos guardaban silencio y apuntaban sirviéndoles de mampuesto las troneras, y al dar la orden “fuego”, disparaban y prorrumpían en un “¡Viva Chile!” estruendoso, y después continuaban haciendo fuego con calma.
Obedecían convencidos, la orden de hacer bien las punterías y disparar pausadamente, pues se daban cuenta de la importancia que tenía el no desperdiciar municiones. ¡Sólo teníamos ochenta tiros por hombre!...
De la enorme masa atacante caían, naturalmente, muchos muertos y heridos, y eso los desmoralizaba, no aguantaban sino uno o dos minutos más los disparos de mis soldados, y retrocedían a la carrera y desordenadamente hasta ponerse fuera de tiro.
Esta es la explicación porqué hubo tanta diferencia en las bajas de ellos y nosotros.
Alborozados los soldados comentaban la forma de avanzar y de huir.
Yo estaba intranquilo, pues me preocupaba mucho la incertidumbre sobre si el grueso de la división sabría la crítica posición en que me encontraba, y el que pudiera faltarme la munición.
Si el subteniente Salas, pensaba, ha conseguido llegar a Tarma, el refuerzo llegará de una a dos de la tarde, nunca antes de medio día; y si no ha logrado escabullirse por entre los enemigos y está oculto esperando ocasión propicia para pasar o lo han muerto, sabrán mi situación sólo cuando vengan a relevarme, que será al caer la tarde.
Y decía a los soldados, aparentando gran confianza, que en el peor de los casos a las cuatro o cinco seríamos reforzados, y que entonces tomaríamos a los enemigos entre dos fuegos.
Los soldados, poniéndose en el caso de agotar las municiones o que reforzados los enemigos intentaran un ataque más enérgico, ideaban y discutían entre sí la forma de resistir.
¡Ninguno propuso la rendición!. ..
Uno de los soldados socarronamente dijo: “¡No tener siquiera un cartucho e’inamita por barba pa cuando se acabe la munición!”...
“¿Y de qué nos serviría la dinamita?”, le pregunté sorprendido.
“¡La pregunta de mi suteniente!”, me respondió con picaresca sonrisa: “Los dejábamos llegar, mi suteniente, y nos cargábamos toos con un cartucho e'inamita, y en cuanto no más hubieran entrao toos al corral ¡pum!. .. ¡lo alorosos que queaban los cholos!”...
Con grandes risotadas fué acogida esa hipotética solución.
“Y dei qu’hicieran lo que se Ies antojara con los peazos”, agregó otro, “ensuciaos no más tenían que salir”. . .
Y un tercero, que seguramente pensaba en los horrores de la Concepción, melancólicamente agregó: “Así nos librábamos de vernos martirizar y de ser martirizados”...
Poco después de mediodía los enemigos efectuaron un asalto más serio que los anteriores. Momentos antes habían recibido un considerable refuerzo de tropas regulares de infantería y caballería, bien uniformadas y armadas de rifles.
Bajaron precedidas de una gran bandera y banda de músicos de los cerros que tenían a retaguardia.
A poco de llegar hicieron desplegar tres guerrillas que, en escalones distantes unos de otros como cincuenta metros, avanzaron en son de ataque y traspusieron la quebrada, y gritando fuerte “ríndanse y no los matamos”, continuaron avanzando al trote. La masa de indios seguía a retaguardia.
Los dejé acercarse un poco y ordené una descarga cerrada, y después fuego a discreción.
Creí entonces que hubieran intentado llegar a toda costa hasta el corral en que nos defendíamos; y en previsión de que así lo hicieran, ordené armar bayonetas.
Les faltó el coraje del chileno y no lo intentaron: y tomando momentos después a sus heridos, y a algunos muertos, retrocedieron a la carrera en vergonzosa fuga.
Algunos soldados y clases me rogaban ordenase seguirlos calando bayonetas, pero no los complací. El corral que nos servía de parapeto era espléndida posición para poder cumplir la comisión que se me había confiado, de guardar el camino para evitar ataques sorpresivos a la división y estimé que no debía abandonarlo.
Como a las dos de la tarde divisamos en un recodo del camino por el lado de Tarma, grupos de gente que supusimos nuestra.
Efectivamente, momentos después se dispararon al enemigo desde ese grupo, varios cañonazos, y fuerza nuestra de infantería comenzó a avanzar al trote desplegadas en guerrillas.
¡El subteniente Salas había burlado al enemigo y roto el cerco!...
Inmediatamente dejé el corral, y desfilando por la ladera me dejé caer a la quebrada a fin de tomar al enemigo entre dos fuegos, sin ser dañado por mis compañeros, ni yo herir a ellos.
Momentos después el enemigo emprendió la fuga hacia los cerros que tenía a su retaguardia.
Nosotros tuvimos dos soldados heridos y el enemigo dejó en el campo más de veinte muertos. Sus heridos y algunos muertos, ya lo he dicho, los cargaban en hombros y se los llevaban.
Durante todo el combate, yo usé, a guisa de espada, el tubo de lata donde guardaba arrollada la estampa de la Virgen del Carmen, regalo de mi madre, y de vez en cuando la invocaba mentalmente.
Este combate ha sido declarado acción distinguida para mí, debiendo haberlo sido para toda la compañía...."
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Saludos
Jonatan Saona
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