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8 de julio de 2011

Relato de Horta sobre julio 1882

Nicanor Castillo
Relato de M. Horta sobre julio 1882

(Correspondencia a El Eco de Junín del 26 de agosto de 1882).
Señor Editor:

Saliendo de Ayacucho el General Cáceres con su ejército, se dirigió a Izcuchaca para prepararse a batir al enemigo.

Acompañado únicamente de su escolta, se encaminó a Ascotambo a practicar un reconocimiento. En ese pueblo encontró a toda la gente sublevada contra los chilenos. Más de 3.000 indios, armados de lanzas, habían lanzado a los chilenos a sus posiciones de Marcavalle, que éstos días antes, habían abandonado para atacar a los indios de Ascotambo.

Repuestos de la sorpresa de un ataque repentino, los indios bajaron de las alturas, adonde se habían refugiado, y atacaron las avanzadas chilenas con tal empuje que las pusieron en derrota.

Al entrar el General Cáceres en Ascotambo, fue recibido por los indios con gran entusiasmo. La mayor parte ostentaban en la punta de sus lanzas las cabezas y miembros mutilados de los chilenos muertos en el combate. En las paredes de las casas y en los muros de las chacras se divisan también los mismos trofeos sangrientos, recordando los horrores de la guerra de la Edad Media.

He ahí a los extremos a que son conducidos los pueblos oprimidos por un vencedor implacable y cruel, y que empuñando las armas para defender sus hogares, saborean hasta el colmo una venganza horrible y repugnante, pero justa.

Una de las glorias militares del General Cáceres es el reconocimiento que realizó sobre Huancayo. Acompañado únicamente de su escolta, recorrió todas las llanuras que rodean a aquella ciudad hasta el punto denominado Chorrillos, atreviéndose a llegar hasta una altura que únicamente dista media legua de Huancayo, donde estaba el grueso del ejército chileno.

En su reconocimiento pasó cerca de todas las avanzadas enemigas. Las alturas por donde pasaba estaban rodeadas de abismos, cuya profundidad se podía apreciar lanzando piedras al fondo, transcurriendo un largo espacio de tiempo hasta que se oyese el choque de la caida.

Es esta una de las más notables hazañas de la presente guerra.
Únicamente la serenidad y pericia militar del General Cáceres pudieron haberla acometido.
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Saliendo de Ayacucho, el ejército se dirigió a Pasos, donde estableció su campamento, esperando el momento oportuno para emprender una campaña sobre el grueso del ejército chileno, acantonado en Huancayo.

La empresa era atrevida, pero el patriotismo del General Cáceres y de sus compañeros era grande y las ventajas que se podían desprender de este hecho de armas los impulsaban a lanzarse en tan riesgosa contienda.

Al ejército del Centro lo acompañaban más de 5.000 montoneros, entusiastas todos por batirse para vengar el saqueo e incendio de sus hogares.

En la noche del 8 se puso en movimiento nuestro ejército con los guerrilleros de Chongos, Pasos, Ascotambo, Acoria y otros pueblos, acampando sobre las alturas de Tayacaja que dominan la población de Marcavalle. La noche se pasó haciendo los preparativos para emprender el ataque en la madrugada, habiendo reconocido el terreno el General Cáceres acompañado de los principales jefes del ejército.

Desde las posiciones de Tayacaja se divisaron perfectamente las avanzadas chilenas de Marcavalle.

El plan de ataque había sido combinado del modo siguiente: la derecha, comandada por el mismo General Cáceres, debía atacar al enemigo con la artillería y algunos batallones de infantería; la izquierda, comandada por el coronel Jefe del Estado Mayor don Manuel Tafur, por el coronel Subjefe de Estado Mayor don Arturo Morales Toledo y por el comandante de la 2ª División don Justiniano Arciniega, debían operar por las alturas que dominaban la derecha del enemigo y romper sus fuegos al primer disparo de artillería; el centro lo comandaba el señor coronel Secada, Comandante en Jefe del ejército, y el señor coronel don Manuel Cáceres, Comandante General de la 1ª División.

En este orden, en la madrugada del 9, a las 5.30 A.M., en punto, se hizo el primer tiro de cañón sobre las avanzadas enemigas, atacando simultáneamente nuestro ejército, y con tal empuje que en media hora desalojó al enemigo, lanzándolo hasta Pucará, situado a un cuarto de legua de Marcavalle.

A pesar de que la noche había sido pasada en vela y el frío era tan intenso que paralizaba el movimiento de todos los miembros del cuerpo, el ejército, haciéndose superior a las penalidades que había sufrido, se batió con una decisión y entusiasmo que le hacen gran honor.

El mismo General Cáceres dirigía en persona el combate, animando a la tropa con su ejemplo.

En Pucará se trabó un nuevo combate entre el Batallón chileno Santiago y cuatro compañías de los batallones peruanos Tarapacá, Junín y la Columna de guerrilleros Izcuchaca. Sorprendido el enemigo en estas posiciones por un ataque tan decidido, emprendió una fuga desordenada hasta la banda derecha del río, situada frente a Pucará; persiguiéndolo en su retirada únicamente las dos compañías del Batallón Tarapacá, viniendo detrás de éstas el resto del batallón pronto para tomar parte en el combate en caso de necesidad.

Desde Marcavalle hasta Zapallanga el terreno estaba sembrado de cadáveres y de los pertrechos de guerra, que por la rapidez del combate y el impulso de la carga no pudo salvar el enemigo. Despojos eran aquellos que incitaban más nuestras fuerzas a la pelea, encendiendo en el ánimo de todos un valor que los hubiera llevado, quizás imprudentemente, a lanzarse de una vez sobre Huancayo, si el Comandante en Jefe y el mismo General Cáceres, previendo los resultados desastrosos del abuso del triunfo, no hubiesen ordenado repetidas veces que hicieran alto nuestras fuerzas.

Después de esta jornada tan feliz para la causa nacional y que ha venido a poner en transparencia las altas cualidades militares del General en Jefe del ejército del Centro y el patriotismo de los jefes y oficiales que lo acompañaban, era dable esperar que el vasto plan, combinado para expulsar al enemigo del territorio nacional, no fracasaría como otras veces en las circunstancias que, conocidas por todo el mundo, crearon situaciones especiales, que sólo la constancia y el patriotismo han podido vencer, conservando a la patria el único ejército que hasta ahora ha impedido el aniquilamiento total del país.

"Vencer e ir adelante", tal era la máxima de Federico II, y tal fue lo que hizo el General Cáceres, sabiendo por experiencia que después del primer impulso todo es permitido.

El ataque de Marcavalle era el principio de la actual campaña. Así lo comprendió el coronel Canto, Jefe de las fuerzas enemigas, emprendiendo al día siguiente su retirada de Huancayo, con tal precipitación y desorden, que abandonó en esa ciudad abundantes pertrechos de guerra, entre los que se encuentran 27 cajones de municiones.

El 11, el ejército del Centro hizo su entrada triunfal en Huancayo, en medio de las manifestaciones de la población que saludaba con entusiasmo a sus libertadores.

El primer paso estaba dado; era necesario seguir adelante a cosechar nuevos laureles y terminar la obra principiada.

Había algo en la actitud de los guerrilleros, semejante a ese furor popular que animaba las masas de París durante los terribles episodios de la gloriosa revolución del 93. Estos como aquellos, llevaban en la punta de sus lanzas los trofeos sangrientos arrancados a los cuerpos de los enemigos muertos en el campo de batalla. Espectáculo horroroso quizás, pero significativo en los pueblos que marchan a la conquista de sus derechos.
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El General Cáceres, después de haber descansado al ejército una hora en Huancayo, emprendió nuevamente su marcha sobre Jauja, picando la retirada del enemigo, presa del pánico.

En efecto, había motivo para ello. Todo el camino estaba ocupado por partidas de guerrilleros que le hostilizaban en su retirada, haciendo que en ésta, en vez de mantenerse el orden que un buen jefe establece en estos casos, se hubiese vuelto todo confusión.

Según las disposiciones del General en Jefe, el coronel Gastó, Comandante General de la División de Vanguardia, atacó en la tarde del mismo día 9 a la guarnición de la ciudad de Concepción, la misma que sucumbió por completo, sin que se salvase ningún jefe, oficial ni soldado.

La guarnición de Concepción constaba de 100 hombres, al mando del comandante Carrera Pinto, sobrino de don Anibal Pinto, ex Presidente de Chile.

Este jefe murió heróicamente defendiendo el puesto que le había sido confiado, dando ejemplo de valor a sus subalternos, que se batieron hasta el último momento, haciendo frente a nuestros soldados que competían en arrojo y decisión con enemigos dispuestos a vender caras sus vidas; peruanos y chilenos lucharon con denuedo y encarnizamiento.

Las fuerzas chilenas, situadas en su cuartel, en vano trataron de buscar una salida. Los nuestros las rodeaban por todas partes; los soldados de línea haciendo un fuego nutrido, mientras los guerrilleros con sus lanzas ultimaban a los que se ponían a su alcance. El combate se decidió por los nuestros, terminando por el exterminio completo de la guarnición enemiga.

El Comandante Lago quiso conservar la vida de 15 soldados chilenos que se habían entregado a discreción, pero los guerrilleros, implacables en sus represalias, los ultimaron al grito de "¿dónde están nuestras fatigas? ¿Dónde están nuestras mujeres y nuestros hijos?" Grito de desesperación salido del pecho de las víctimas de Huaripampa, pueblo saqueado e incendiado por los chilenos, en el que asesinaron hasta las familias que habían buscado asilo en el templo. Era la pena de Talión aplicada a los que jamás han tenido compasión ni aún para los pueblos inermes y sin defensa.

Los guerrilleros han estado fuera de la ley; se les ha desconocido su carácter de beligerantes como ciudadanos que defienden su patria. Todo el que era capturado se le pasaba inmediatamente por las armas. Le tocó su turno, y entonces exigieron ojo por ojo, diente por diente, devolviendo mal por mal.

Las persecuciones sufridas por los indios los han impulsado a levantarse en masa para desalojar al enemigo común de los pueblos que ocupaban, siguiendo al ejército del Centro, armado cada cual como podía.

La mayor parte de nuestros guerrilleros no tenían más armas que lanzas, con las que se batían cuerpo a cuerpo con los soldados chilenos, provistos de buen armamento y municiones a discreción; fue grande también la mortandad de los nuestros.

Después del combate en Concepción, nuestras fuerzas desocuparon la ciudad, emigrando con ellas sus habitantes, temerosos de las represalias del grueso del ejército chileno, que en retirada de Huancayo debía pasar por ese lugar.

Los chilenos derrotados en el alto de Marcavalle y en el combate de Pucará, en su retirada hicieron alto en aquella ciudad. Horroroso fue el espectáculo que se les presentó al entrar a Concepción, encontrando desiertas sus calles y sembradas de cadáveres.

En la ciudad apenas habían permanecido 20 habitantes, de los cuales 18 fueron pasados por las armas inmediatamente, entre ellos un anciano señor Salazar, escapándose a los cerros dos.

Todas las casas fueron saqueadas e incendiadas por los chilenos al abandonar la población.

La ciudad de Concepción no es hoy más que ruinas. De las cuatro manzanas de casas de que se componía, no existe ninguna en pie. Los horrores de la guerra parece que se hubieran aglomerado sobre ese infeliz pueblo para ofrecerse en toda su desnudez, formando un cuadro infernal, propio para conmover a los corazones más empedernidos.

A su paso por Matahuasi, los chilenos se entregaron a los mismos actos de barbarie, asesinando alevosamente a más de 20 infelices, para vengar el espabntoso desastre de que habían sido víctimas las fuerzas de Concepción.

El ejército chileno continuó huyendo hasta Tarma, cargando con los despojos del pueblo, saqueando e incendiando después, trayendo muebles, ropa y mercaderías, que a su paso por Jauja ofrecía en venta a los habitantes de aquella ciudad por un precio ínfimo.

El ejército del coronel Cáceres perseguía a los enemigos en su retirada, demorándose apenas algunas horas en Concepción y Jauja para hacer descansar a la tropa fatigada por una marcha forzada en persecución de un enemigo que esquivaba presentar combate, fugando en completa dispersión, dominado por un pánico terrible que revestía de proporciones gigantescas el peligro que corría.

El 14 llegó a Tarma, a las 3 P.M., el coronel Canto con su Estado Mayor, entrando durante el resto del día multitud de dispersos en completa confusión, sin que los habitantes de esta ciudad conociesen la causa de una retirada tan precipitada, a pesar de que se sabía de antemano la aproximación del ejército chileno.

A las 4 P.M. el comandante Barahona, Jefe de esta plaza, convocó a todos los notables del lugar y a la colonia extranjera a una reunión, en las que les participó que la vida de los habitantes de la población dependía del modo como fuesen tratados sus soldados y que si amanecía muerto algún individuo de tropa, entregaría la ciudad al saqueo y haría pasar por las armas a toda la población, sin distinción de edad, sexo ni nacionalidad: "El pueblo de Concepción, concluyó diciendo, ha ayudado a los montoneros a batir nuestras fuerzas, pero también lo hemos castigado severamente; aquel que quiera ver lo que es un saqueo, que vaya a esa malhadada ciudad y se horrorizará con el cuadro indescriptible que se presentaría a su mirada".

Enseguida disolvió la reunión sin dar oídos a las protestas de las colonias extranjeras que exigían garantías como neutrales.

Una amenaza de este género, hecha por un Jefe que revestía el alto carácter de Comandante de una plaza, estaba en contra de los preceptos del derecho de gentes, y manifiesta una ignorancia crasa de los deberes que le impone su elevada posición. Sólo el miedo pudo haber aconsejado semejante procedimiento. El mismo coronel Canto, al día siguiente, manifestó a la colonia extranjera que el Comandante Barahona se había expresado de ese modo, atolondrado por los últimos acontecimientos, pero que él garantizaba la población contra cualquier desborde de la tropa de su mando, con la condición de que se le proporcionasen todos los víveres de que había menester para el sostenimiento del ejército. A pesar de esta garantía, la población siguió alarmada, como era de esperarse, y las familias extranjeras, por temor al saqueo, emigran en comunidad a la montaña. Terrible fue la situación de todo el pueblo durante los tres días que permanecieron aquí las fuerzas chilenas, y hoy se reputa como un milagro la salvación de Tarma.

A las 9 P.M. del día 14 comenzó a penetrar en la ciudad, en completa confusión, el ejército chileno, acuartelándose en las mejores casas, cuyos dueños fueron intimados a desalojarse en el menor tiempo posible, llevándose únicamente la ropa de su uso.

Al día siguiente entró el resto del ejército, habiendo necesidad de desocupar cuatro o cinco casas más de las principales, transformándolas en cuarteles.

El comercio cerró sus puertas y las calles permanecieron desiertas durante el día, retirándose los habitantes a sus casas, agobiados por la amenaza que, como al espada de Damocles, tenían suspendida sobre sus cabezas.

La ciudad no tenía víveres, y el Jefe de la plaza los exigía, amenazando con el saqueo y la destrucción de la ciudad si no se le entregaba lo que pedía en el plazo de algunas horas.

Los guerrilleros que siguieron a nuestro ejército aparecieron el 15 en las alturas de Tarmatambo. Salió fuerza chilena a batirlos. El combate duró desde las 5 A.M. hasta las 2 P.M. Desde la población se oían perfectamente las descargas de fusilería y los disparos de cañón.

Los chilenos estaban contrariados; era ese día la víspera de la Virgen del Carmen, y no contaban celebrarlo con fuegos que en nada se asemejan a los que comunmente se llaman artificiales. La población estaba alarmada; parecía que estuviese en la víspera del juicio final o la expectativa de algunas de esas catástrofes terribles como la que los astrónomos anuncian al mundo, prediciendo el choque de algún cometa con la tierra, cuyo resultado sería reducirla a cenizas.

Las angustias que se anidaban en todos los pechos hacían ver en los muros de cada casa, a las familias reunidas en las habitaciones interiores, la fatal sentencia del festín de Baltazar escrita con letra de fuego en la imaginación de todo el mundo. La maldición de Dios parecía cernerse sobre este pueblo.

Mientras tanto, en Tarmatambo seguía el combate. Chilenos y peruanos se atacaban y se defendían a la vez. La escolta del General Cáceres era la que había roto los guegos. Los chilenos, superiores en número, llegaron a tomar la posición ocupada por los nuestros.

El capitán Alejandro Torres se dirigió a todo escape a pedir refuerzo al General Cáceres. Poco tiempo después el General Cáceres en persona, al frente de una compañía del Batallón Zepita, volvía a recuperar la posición perdida y los chilenos se retiraban.

Lo que no fue más que un reconocimiento había concluido por ser un combate serio, en que la victoria se decidió por las fuerzas peruanas.

El 16, otra escaramuza se empeñó en las alturas de San Juan Cruz que tuvo alarmada también la población. Duró poco tiempo, retirándose los guerrilleros, pues su objeto era únicamente practicar un nuevo reconocimiento.

En ambos combates, tanto los chilenos como los guerrilleros sufrieron numerosas bajas, siendo encarnizada la lucha por ambas partes.

Y así permaneció esta ciudad hasta el 17, sin conocer los detalles verdaderos del combate de Tarmatambo y San Juan Cruz, ni el paraje de nuestro ejército. Se ignoraba que el General Cáceres estuviera tan cerca.

Los chilenos hacían creer que permanecerían aquí por mucho tiempo aún y que esperaban al ejército peruano para batirlo. La situación se hacía desesperante.
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Varios vecinos fueron amenazados por el Jefe de la plaza, entre ellos los señores Santa María, por sospechosos de estar en comunicación con los montoneros.

El 17, las amenazas se hicieron extensivas a toda la población, porque hasta las 3 P.M. el ejército chileno no tenía otros víveres que carne y sal. Se convocó una reunión de notables del lugar para recoger la provisión necesaria al ejército.

Por la noche, los diferentes batallones salieron de sus cuarteles, acampando en la plaza principal, completamente equipados, sin que se supiese el motivo de semejante actitud; pues los chilenos habían hecho correr la voz de que no desocuparían la plaza tan pronto. A las 11 P.M., el coronel Canto hizo su retirada en un desorden espantoso, dejando la mayor parte de los víveres y ganado en los depósitos de la administración. Pocos fueron los vecinos del lugar que se apercibieron de lo que ocurría, tal fue el sigilo con que se evacuó la población. En la mañana las campanas de la iglesia echadas al vuelo, despertaron a los atemorizados habitantes de la ciudad, anunciando algo grave. En un momento, la plaza y calles fueron invadidas por un inmenso gentío. Una grata noticia corría de boca en boca: ¡Los chilenos se habían ido! No quedaba ninguno en la población. La pesadilla se había desvanecido.

Los balcones, ventanas y puertas se engalanaron con banderas peruanas, como por encanto. La alegría se manifestaba en todos los semblantes.

Era necesario recibir dignamente al ejército del Centro, y recibirlo con los honores que merecía, con las manifestaciones a que se había hecho acreedor.

El doctor Dianderas, presidiendo una comisión de notables, salió al encuentro del General a manifestarle que la ciudad esperaba con ansiedad su entrada. En una altura se colocó una bandera blanca para llamar la atención de los guerrilleros que dominaban las cimas de los cerros. La comisión que había salido al encuentro de nuestro ejército, llevaba otra bandera blanca para manifestar su misión.

Esta comisión regresó a las 11 P.M. con la noticia, hasta entonces ignorada, de que todo el ejército peruano estaba a las puertas de Tarma.
Marchábamos de sorpresa en sorpresa.
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El ejército del Centro estaba acampado en Tarmatambo hacía tres días. El General Cáceres había dispuesto atacar las fuerzas chilenas en la mañana del mismo día 18.

En el día y noche anterior el tiempo había cambiado; durante algunas horas una fuerte lluvia cayó sobre la población y puntos inmediatos, y en la noche una espesa neblina envolvió la quebrada y los cerros con sus densos vapores.

Esa fue la salvación del ejército chileno que, aprovechándose de esta circunstancia, tomó el camino de La Oroya, siendo imposible notar su retirada. Parecía que se había desaparecido por alguna trampa oculta, como sucede en los golpes de teatro.

Los chilenos tuvieron noticia de la presencia del ejército peruano y se retiraron precipitadamente. Sin embargo, el día anterior coronaron algunas alturas con sus piezas de artillería, como si se preparasen para un combate lo que no dejó de ser una medida estratégica.

Los chilenos se retiraron en completo desorden: soldados, ganado, bestias, bagaje, todo iba confundido.

Se llevaron preso al señor Zapatel, alcalde municipal, por sospechas de estar en relaciones con los montoneros, amenazándolo con pasarlo por las armas al primer tiro que sobre ellos se disparase.

Hay en este hecho un episodio semejante en mucho a la leyenda patriótica del inmortal chorrillano Olaya, el mártir popular de la independencia.

En las épocas de transición, cuando los pueblos se encaminan hacia la libertad, entonces se verifican esas proezas que dejan grabadas en los mármoles de la historia de cada nación episodios grandiosos, sobre los cuales la posteridad cifra su orgullo y que son leyendas gloriosas de que se enorgullece.

Era imposible que el espíritu de libertad estuviese amortiguado por completo en estos pueblos; sufrían las exacciones del enemigo, toleraban su presencia, pero conspiraban a su sombra para arrojarlo del territorio o hacían votos en el fondo de su corazón por el triunfo de nuestro ejército.

He ahí el que las personas más pudientes estuviesen en comunicación con los jefes de los guerrileros. Un indio de nombre Cecilio Simaymanca, pongo de la hacienda Maco, traía comunicaciones para el señor Daniel Zapatel; pero sabiendo que estaba el grueso del ejército enemigo en Tarma, las ocultó. Capturado por los chilenos, se negó a entregarlas, diciendo que no sabía donde las había dejado. A pesar de que por tres veces se le sometió a un suplicio cruel, se mantuvo firme en su propósito sin entregarles las comunicaciones que se le pedían.

Al fin consiguió, en la noche del 18, evadirse del lugar donde estaba preso, encaminándose en busca del sitio donde estaban ocultas las comunicaciones, regresando a entregarlas a las personas a quienes venían dirigidas. Por su patriotismo deben las vidas los señores Zapatel, Medina, Peralta, Moya y otros, pues si esos documentos fatales hubiesen caído en poder de los chilenos, fácil es adivinar cuál hubiera sido la suerte de aquellos caballeros. Este rasgo de patriotismo es casi semejante al de Olaya, cuando prefirió la muerte a revelar la comisión que se le había confiado por uno de los jefes de la independencia.
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Las montoneras seguían picando la retaguardia del ejército chileno, trabando con él en Casablanca una reñida escaramuza que no les fue favorable.

La entrada del General Cáceres y de su ejército era esperada con impaciencia por los habitantes de Tarma.

Había apresuramiento en recibir a nuestros valerosos soldados para prodigarles las muestras de simpatía a que eran acreedores.

A las 4 P.M. el General Cáceres, seguido de su Estado Mayor, entraba a esta ciudad en medio de entusiastas vivas y rodeado por una comitiva de los notables del lugar que salieron a recibirlo.

Varios grupos de niñas, vestidas de blanco, le obsequiaron coronas de laureles adornadas con cintas de color del pabellón nacional, a nombre de las matronas y doncellas de Tarma.

De los balcones, las encantadoras hijas de esta ciudad rociaban a los vencedores con olorosas misturas, manifestando su gratitud y simpatía hacia los que acababan de libertar la población de una espantosa catástrofe.

Poco después comenzó a desfilar el ejército por las calles que bajan de la portada a la plaza principal, siendo saludado, en su trayecto a los cuarteles que le habían sido destinados, por todo el pueblo.

La juventud tarmeña, entusiasta en sus manifestaciones, hacía alarde de sus simpatías hacia los valerosos jefes y oficiales, a quienes cada cual recordaba una época pasada de estrecha amistad.

Los nombres de todos eran repetidos por los espectadores de tan brillante cuadro. Veíamos desfilar a todos los hombres de acción, todos aquellos que inamovibles en su fe han sido los únicos que se han batido después de los desastres de San Juan, Chorrillos y Miraflores.

La canción nacional, ejecutada por las bandas del ejército, llenaba todos los corazones de júbilo, haciendo brotar en todos los ojos lágrimas de alegría y en la memoria el recuerdo de la feliz época de nuestra pasada grandeza y la esperanza de una próxima restauración que nos lleve a levantar el edificio grandioso de un pueblo libre.

El ejército del Centro tenía derecho a descansar para emprender de nuevo la misión sublime de limpiar el territorio nacional de sus invasores.

Por la noche, el General Cáceres recibió las visitas de las personas más distinguidas del lugar. Grandes han sido las manifestaciones de que ha sido objeto y grandes las simpatías que ha conquistado por su heróico comportamiento.

Actualmente se organizan las fuerzas para una expedición más grande.

El orden reina en todos los departamentos vecinos y las tareas del ejército del Centro continúan sin interrupción.

Los últimos acontecimientos encontrarán, a no dudarlo, eco en todo el país, y será un fuerte aliento para los que sufren las exacciones del enemigo.

¡Honor y gloria al esforzado ejército del Centro!

¡Qué la fortuna proteja su bandera y el país lo colme de bendiciones y sepa conferir los premios que merecen los campeones de la independencia de un pueblo!

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El ejército chileno llegó a La Oroya en completo desorden, como he dicho anteriormente.

En ese pueblo permanecieron dos días esperando a las fuerzas chilenas de Cerro de Pasco, que han hecho su retirada por San Blas, causando, como siempre, grandes estragos en las poblaciones que encontraban en su trayecto.

El número de enfermos que conduce el ejército chileno es numeroso; es probable que muchos, no pudiendo soportar los rigorosos fríos de la cordillera, perezcan en el camino.

Los guerrilleros pican su retirada.
Se dice que uno de los puentes de la línea férrea trasandina está interrumpido.
Los chilenos de La Oroya, al retirarse sobre Lima, lo han hecho parcialmente.

Se sabe que aún existe más de 200 en aquel punto.

Esta mañana ha salido el General Cáceres con una división a batirlos.

¡Quiera el cielo que logre su objeto!
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Termino aquí esta correspondencia, después de haber bosquejado a grandes rasgos los últimos acontecimientos.

Hay sucesos en la vida de los pueblos que se necesitaría toda una obra especial para dar cuenta de ellos.
Las circunstancias no se prestan hoy para una tarea tan difícil.

El historiador mañana estereotipará en las páginas de la historia con letras indelebles la epopeya nacional de las hazañas de hoy.

El temor de hacerme demasiado extenso me obliga a dejar en el tintero curiosos detalles que en mi próxima correspondencia consignaré.

Después de dos años de inacción, vuelvo a tomar mi puesto entre los defensores de la causa nacional y sólo he cambiado de teatro; ya que el Perú no posee una escuadra para hacer la guerra al enemigo, yo, como todos los hombres que jamás desmayan en la defensa de una causa santa, me presento allí donde aún están latentes las tradiciones de odio al enemigo del Perú.

De usted, señor editor, su más afectísimo servidor.
M. F. HORTA

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Imagen, foto del veterano Nicanor Castillo, participó en 1881 en la batalla de San Juan, y en 1882 fue combatiente en el combate de Concepción.
Saludos
Jonatan Saona

6 comentarios:

  1. El señor Horta asegura que al llegar Cáceres a Ascotambo es recibido por 3.000 indios, “La mayor parte ostentaban en la punta de sus lanzas las cabezas y miembros mutilados de los chilenos muertos en el combate”. Si divido un cuerpo humano en cuatro extremidades y la cabeza, me da como resultado: cinco. La “mayor parte” de 3.000 es mínimo la mitad más uno, o sea 1.501 indios exhibiendo trofeos macabros en sus lanzas. Dividiendo 1.501 por 5, resulta que murieron por lo menos 300 chilenos. Agreguemos que en las murallas de las casas estaban otros restos similares, esos sumaría algunas decenas más, o sea más de seis veces las bajas chilenas en Huamachuco. Me parece que el señor Horta, como tantos otros, se dejó llevar por el entusiasmo y la mitomanía.

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  2. Creo que Anónimo especula demasiado, las bajas fatales del batallón "Santiago", que es el que recibe el grueso de la ofensiva el 09 de julio de 1882, están muy bien documentadas y fueron las siguientes:

    Teniente José Retamal
    Subteniente Elias Garay
    Sargento 2º Rodolfo Plaza
    Soldado José Alvear
    Soldado Juan Diaz
    Soldado José Garcia
    Soldado Matias Escobedo
    Soldado José Aquereque
    Soldado Antonio Astete
    Soldado José Luis Albornoz
    Soldado José Pinto
    Soldado Antonio Godoy
    Soldado Ramón Muñoz
    Soldado Cruz Alarcón
    Soldado José Irribarra
    Soldado Luis Astorga
    Soldado Narciso Martínez
    Soldado Juan Contreras
    Soldado Eleodoro Uribe

    2 oficiales, 1 suboficial y 16 soldados es decir 19 muertos

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  3. respecto a las bajas oficiales era muy fácil hacer pasar muertos en combate como desertores o muertos por enfermedad

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  4. El relato es interezante por estar escrito de primera fuente...pero dudo de la imparcialidad del relato, ya que solo se describe a un ejército chileno en continua fuga, además de sufrir continuas derrotas ...La historia todos sabemos que fue otra, Chile marchó en Lima, y devolvió Tacna un par de décadas después...no dudo de la valentía del pueblo peruano, pero no hay que hacer un gran análisis para no confiar mucho en este relato...

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  5. Que manera de ensalzar a un ejercito derrotado en todas las grandes batallas de la guerra.-

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  6. Claro ya que esta confirmado que de cada 10 chilenos que piso tierras peruanas 6 quedaron de abono y nunca jamas regresaron ... ...ni que decir de la campaña de la breña donde chileno que se agarraba era despellejado vivo y descuartizado
    Tambien es conocido que en la guerra de 1891 en chile muchos salitreros peruanos bolivianos y chilenos al mando de mercenarios europeos ....destrozaron al ejercito chileno en las batallas de concon y placilla,,donde muchos de los genocidas de la guerra del pacifico probaron de su medicina ya que fueron repasados sin misericordia por el ejercito congresisa luego hicieron una pila con todos los uertos y les prendieron fuego..tal es el caso del genocida de la guera del pacifico Orozimo Barboza que fue despedazado a bayonetazos y cuchillazos ...no pudiendolo reconstruirlo ni cocidendolo ..luego entraron en valparaiso y santiago en una orgia de sangre y sexo fusilando hastaa a niños e incendiando estas ciudades...Todo esto dirijido x los ingleses quienes alfinalse quedron con el85% de las salitreras..en fin

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