El noviazgo de Uribe se había iniciado en Hull, donde estaba el astillero en que se construía el blindado Cochrane. Al formalizarse el compromiso, el teniente lo participó al almirante y solicitó su consentimiento para celebrar la boda. Inesperadamente, Goñi le devolvió la solicitud, manifestando que faltaban ciertos requisitos.
Habiéndosela enviado Uribe con éstos, el almirante se la guardó sin dignarse darle respuesta. Como el joven insistiese, contestóle Goñi en términos descomedidos, diciéndole que tramitara el permiso con la Comandancia de Valparaíso, y advirtiéndole «que haría lo posible porque no le fuese concedido».
Esta insólita actitud -que Prat no analiza- induce a preguntarse si no habrá procedido Goñi por despecho, descontrolado por una pasión frustrada.
Con explicable impaciencia Uribe cumplió aquel trámite, y poco después casó por el Civil.
Lejos de aplacar la terquedad de su jefe, no hizo con ello sino exacerbarla. Empezó el almirante por declarar que el matrimonio no era válido ante las leyes chilenas. Como aún esto le pareciese poco, trató de disuadir a la novia antes de realizar la boda religiosa. Finalmente, en un rapto de insensatez, manifestó a sus oficiales que aquella mujer no era otra cosa que la querida de Uribe
Queriendo confirmar lo que todavía no acababa de creer, encargó a Molina que pidiese a Goñi una entrevista con fines aclaratorios. El obstinado almirante mandó decirle que era verdad que tenía malas referencias de la dama, pero que no podía dar nombres de sus informantes. Impávidamente expresó que su solo propósito era procurar la felicidad de su subordinado...
Amigos de Uribe le aconsejaron llevar al ofensor ante la justicia: tan intolerables se hacían sus ultrajes. Pero Uribe, respetuoso de las jerarquías, prefirió los medios pacíficos y esperó la oportunidad de promover una explicación personal.
Esta no tardó en presentarse; y no fue por su culpa que se malograra de modo tan grotesco. La ocasión prodújose a raíz de las pruebas de la Magallanes. Por fortuna, el muelle estaba desierto y todos los oficiales vestían de paisano. En el momento de desembarcar, Uribe detuvo a sus compañeros y les dijo con serenidad:
-El señor almirante me ha calumniado, haciendo desgraciada a una familia antes de formarse...
Esto fue todo lo que alcanzó a decir. Poseído de un súbito furor, Anacleto Goñi se arrojó sobre el teniente y lo cogió por el cuello para golpearlo con su paraguas, mientras le llenaba de improperios y lo desafiaba a batirse en duelo. Uribe no perdió el dominio de sí y se mantuvo impasible, las manos en los bolsillos. Acabó el incidente; pero, cegado todavía por la rabia, Goñi ordenó a Molina arrestarlo. Torpeza sobre torpeza, porque tal cosa no podía hacerse en suelo extranjero, y la orden no fue cumplida.
A consecuencia de sus sufrimientos, Uribe cayó otra vez enfermo, con violenta fiebre y síntomas de una afección cardíaca. Desde su lecho escribió al Ministro en Londres, Alberto Blest Gana, presentándole su dimisión «por razones de salud» y pidiéndole su venia para regresar a Chile. ¡Con tal de librarse de aquella persecución, prefería perder dieciséis años de servicios y renunciar a la carrera! La solicitud de retiro, por otra parte, estaba prevista en las Ordenanzas de la Armada, y como ella lo manda, iba acompañada del respectivo certificado médico...
Pero el Ministro rehusó darle curso, a pretexto de que en país extranjero no había autoridad que pudiera aceptarla. En cuanto a la enfermedad, la juzgó fingida, y encima de esto se negó a permitir que Roberts, el cirujano de la misión, examinase al paciente.
Como es natural, Blest actuaba bajo la influencia de Goñi. Queriendo, sin embargo, llegar a un arreglo, obtuvo del almirante la promesa de echar el asunto al olvido si Uribe accedía a presentarle excusas, a retirar la dimisión y a embarcarse en la Magallanes, que estaba por salir para Valparaíso.
Dando nuevas muestras de su caballerosidad, Uribe se allanó a las dos primeras condiciones, pero no pudo aceptar la última «por estar impedido de dejar el lecho».
De ello tomó pie don Anacleto para asestarle el golpe de gracia, acusándole de desobediencia y pidiendo al Gobierno su destitución de la Marina.
Consumada la injusticia, Uribe quedó privado de su sueldo y entregado a la caridad de sus compañeros. Apenas pudo levantarse, su único anhelo fue volver a la patria para probar su inocencia.
Hasta el último instante el perseguidor se empeñó en atormentarlo. Habiendo obtenido de los contratistas del Cochrane el puesto de piloto -ya que no podía pagarse el pasaje-, intrigó para que le fuese negado; y sólo por lástima accedieron a darle un camarote para que viajara de incógnito.
Como adecuado epílogo, la jefatura lo arrestó a su llegada a Valparaíso -arrestó a quien, según ella misma no pertenecía ya a sus filas- y lo tuvo tres meses arrestado en un pontón, hasta que se resolvió instruirle proceso.
Esta sensacional defensa arrolló a la parte contraria: Goñi y su fiscal quedaron apabullados, y seguramente envueltos en el descrédito. El Consejo absolvió a Uribe de toda culpa y lo repuso en su mando con el goce respectivo de sus sueldos.
¿Habría podido alguien adivinar la repercusión futura de aquel veredicto...? El hombre que Prat había salvado era el mismo que cuatro años después iba a acompañarle como segundo comandante de la Esmeralda para ejecutar delante del Huáscar la postrera consigna del héroe: «No rendir el buque».
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Bunster, Enrique. "Bala en boca". Santiago de Chile, 1973.
Jonatan Saona
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